En la mano izquierda sostiene una cabeza recién cercenada, mientras su mano derecha se alza victoriosa con la filosa arma empapada en sangre. El verdugo: un hombre de tez bronceada, un moro. La víctima: un fraile franciscano. La estatua de madera, creada en pleno auge de las cruzadas medievales, reposa en la iglesia de San Francisco en Oporto. La imagen violenta contrasta con la quietud del templo. Sin embargo, estas representaciones eran –y son– moneda común en las iglesias. Su finalidad en tiempos de la Inquisición era azuzar los ánimos belicosos contra los árabes y justificar su expulsión de Europa. Era la Iglesia, antes del nacimiento de los medios de comunicación modernos, una especie de noticiero dedicado a caricaturizar el mundo musulmán. Una oda incesante a la supremacía del catolicismo.
Así se retrató siempre a los musulmanes, como violentos verdugos de frailes indefensos, cosa que justificaba con creces la expulsión de cientos de miles de moros de territorio español y portugués. Sin embargo, la imagen del musulmán bárbaro era una versión sesgada de la realidad. Si bien había violencia en todos los sectores sociales y religiones, fueron los católicos los grandes matoneadores de judíos y musulmanes. Los grandes victimarios que arrasaron con la cultura árabe en la península ibérica fueron los reinos católicos, dedicados durante siglos a perseguir, a quemar vivos y a empalar a miles de moros solo por pertenecer al islam. El poderío político y económico estaba anclado a la supremacía religiosa, y solo demonizando al enemigo se obtenía carta blanca para su aniquilación.
El odio al musulmán, al “otro”, ha sido analizado desde varias perspectivas y es curioso, por eso, que aún caigamos en la trampa de estigmatizar un porcentaje altísimo de seres humanos solo por un factor: su religión. De igual forma, no puede catalogarse a una persona por su género o nacionalidad. No todos los musulmanes son terroristas, así como no todos los colombianos son narcos. Una minoría no puede definir al conjunto.
No es cierto, pues, que todos los musulmanes sean terroristas potenciales, como lo repiten sin cansancio la mayoría de gobernadores estadounidenses. No lo son, aunque estos hombres quieran que lo creamos. El mundo occidental ha aprovechado los horrendos actos del EI para catalogar de enemigo a todo hombre que use un turbante, a toda mujer que use un niqab. ¿Seguimos en tiempos medievales, cuando nos convencían con una estatua de madera?
Al parecer, la desinformación y el fanatismo que caldeaban los ánimos y justificaban la carnicería de la Edad Media europea de las cruzadas y de las colonias nublan todavía el criterio de muchos. El problema con odiar a los musulmanes por un grupo como el EI es desconocer hechos tan básicos como que una de las comunidades más atacada por ese grupo es la comunidad musulmana en Siria y en Irak. Y también se ignora el hecho de que los refugiados que llegan desesperados a Europa no son terroristas, son víctimas de los terroristas.
El EI se ha convertido, sin duda, en el caballito de batalla de Occidente para estigmatizar, discriminar, segregar y considerar persona no grata a cualquier musulmán. Ese estigma, basado en mera especulación, ha condenado a una muerte segura a miles de refugiados sirios: ya nadie los ayudará cuando estén por morir de hambre e hipotermia durante el crudo invierno europeo.
Los gobernantes, el poder político laico de una democracia, se están comportando como párrocos que expulsan infieles en nombre de la Biblia. De hecho, sus razones no son hechos comprobables sino prejuicios irresponsables. Omiten el hecho, por ejemplo, de que ningún refugiado musulmán ha estado conectado nunca con un acto terrorista en Estados Unidos. Omiten también hechos innegables, como que el terrorismo también es cristiano. Sin embargo, después de la matanza ocasionada en Noruega por el extremista cristiano Anders Behring Breivik no hubo, en ningún momento, un veto a los ciudadanos noruegos en territorio americano en el 2011.
El mundo árabe –así como el Occidental– carga lastres de violencia, abusos de poder, muertes violentas y teocracias más o menos camufladas. De eso no hay duda. En ambas regiones hay también motivos para atacar al otro. Pero no sobra preguntarse si la verdadera razón para detestar a los musulmanes sean sus amenazas a la paz y a la democracia, o si más bien hay un duelo irresoluto entre dos deidades –la musulmana y la católica– en un mundo donde solo cabe una. Pero ¿qué pasaría si no existieran esas religiones? ¿Qué argumentos quedarían de lado y lado? ¿Tendrían aún razones para alimentar su extremismo?
Y la pregunta que realmente urge responder: ¿cuántos niños más morirán ahogados en el Mediterráneo mientras un puñado de extremistas sigue intentando imponerle al otro un dios a punta de drones y fusiles Kalashnikov?
María Antonia García de la Torre
@caidadelatorre