El nombre que recibió hace 30 años en el registro civil de nacimiento era Camilo González, pero, para efectos prácticos, de él solo queda el recuerdo. Hoy, 30 años después, responde al de Darla Cristina, solo el apellido sigue siendo el mismo. Es una mujer trans, que ha sobrevivido a todo tipo de violencia: la política y de género. Los golpes de la vida no han minado su capacidad de lucha; al contrario, se ha fortalecido. Es una lideresa de las víctimas y del sector LGTBI y miembro de la Mesa Nacional de Víctimas.
“Mi historia de vida –dice– es como la de muchos y muchas que hemos sido víctimas del conflicto. Lo que pesa es que tiene especificidades porque soy una mujer trans. Crecí en una familia campesina, conservadora, creyente y religiosa. Teníamos lo necesario. Mi papá es agricultor y lo que trabajaba era para la familia: mi mamá y dos hermanas”.
Esa infancia, más o menos feliz, comenzó a cambiar cuando tenía unos 10 años. Por esa época, comenzaron a aparecer por su vereda hombres armados que andaban en grupo. Cuando cumplió 12, recuerda haber oído el primer combate fuerte en su vereda, entre la guerrilla y el Ejército. “Estábamos acostumbrados a vivir en una vereda bonita, donde se cultivaban hortalizas y café y hacíamos panela. En nuestro territorio había armonía. Recuerdo que un día esos hombres llamaron a una reunión a la población. Un comandante guerrillero nos avisó que iban a hacer presencia en el sector”.
A los 14 años, Darla ya sabía que era gay; su orientación sexual era diferente: “Allá no conocíamos esa sigla de LGTBI. Yo era única: a todos los niños les gustaban las niñas y a mí, los niños. No conocía a nadie que fuera homosexual, pero en la escuela me decían la niña Camila”.
Casi de manera simultánea a su entrada a la adolescencia, la guerrilla y el conflicto armado se fueron haciendo más presentes en esta comunidad campesina. “El oriente antioqueño en esa época tuvo una guerra muy dura, pues tanto de un lado como del otro, necesitaban fortalecer su pie de fuerza. La guerrilla llegó a la escuela de la vereda y nos dijo a dos niños y a mí: ‘Ustedes tres se van con nosotros’. Y nos fuimos. Sabíamos bien lo que pasaba si decíamos que no. Mi familia se enteró al otro día porque no llegué a dormir. Rápidamente se corrió el 'run run' de que nos habían reclutado”.
Fueron cuatro meses de duro entrenamiento, manejo de armas y adoctrinamiento ideológico. “Cuando fui reclutada, traté de ocultar lo más que pude mi orientación sexual, porque de las cosas que se empezaban a escuchar es que tanto la guerrilla como los paramilitares hacían en los municipios ‘limpieza’. No podía haber drogadictos ni narcotraficantes, y a eso le sumaban los maricas”.
La deserción
Cuando consideraron que Darla ya estaba lista, le dieron un permiso para visitar a sus padres. “Al salir de la escuela de formación uno sabe que la deserción se paga con la muerte. Sin embargo, tomé la decisión de escapar. Pero no porque me hubiesen maltratado o tuviera diferencias profundas con su ideología, lo hice porque sentía que era una mujer trans. Allí no iba a poder ser quien quería: soñaba con tener vestidos de mujer, tener el cabello largo, ir maquillada, ser lo que soy hoy”.
Para blindar a su familia de las represalias, les advirtió que si llegaban a preguntar por él, dijeran que no había pasado por allí. Tomó un bus rumbo a Medellín, pero la distancia de tres horas a su vereda le pareció insuficiente. En la terminal Norte de la capital antioqueña, siguió con rumbo a Cali. Una cosa tenía clara: quería alejarse lo que más podía, la posibilidad de unirse a los paramilitares o entregarse al Ejército estaba descartada. Fue una buena decisión, pues, mientras se conocía su destino, sus padres y sus dos hermanas fueron retenidos.
“En Cali llegué a trabajar descargando bultos de papa en la galería Santa Helena. Trabajé durante varios meses, pero para un niño gay era muy difícil, aunque yo, por ser campesino, sabía trabajar duro. Un familiar que llegó a Cali me contó lo que estaba pasando con mi familia. Me dio miedo y partí a Buenaventura. Allá llegué a vender Bon Ice en el faro del parque del pueblo. Al poco tiempo llegó mi hermana menor, que tenía 8 años. Mis padres pensaban que podían sacar a la familia de a poquitos. Me tocó trabajar el doble para pagar el arriendo y alguien que cuidara de mi hermana. Estando allá, la guerrilla logró ubicarme y le dijeron a mi mamá: ‘Ya sabemos dónde está y que no se torció, no se fue donde los chulos’, y los dejaron tranquilos. Luego llegó el Ejército y hubo un desplazamiento masivo. Mi papá, mi mamá y mi otra hermana decidieron viajar a Buenaventura”.
El puerto sobre el Pacífico no le trae buenos recuerdos. Su papá, un hombre de campo, nunca se sintió cómodo allí y a su madre le tocó vivir de hacer aseo y lavar ropa. “Mi mamá comenzó a sufrir depresiones y hoy tiene una incapacidad permanente para trabajar del 50 por ciento, debido a daños psicológicos por cuenta del conflicto”.
Rumbo a Bucaramanga
Eso no fue lo único que tuvo que enfrentar su familia. La mujer que habitaba en la piel de Camilo comenzó a manifestarse cada vez más. “Ya me estaba dejando crecer el cabello, me depilaba las cejas, y eso generaba conflicto con mis padres. La situación económica no era buena y tomamos la decisión de irnos hacia otro lugar, donde supuestamente todo estaba mucho mejor, y nos fuimos hasta Bucaramanga. Fue un viaje como de cuatro días, por carretera, en una tractomula que iba cargada de soya. Encima de la carga echamos el trasteo, lo poco que teníamos. Mi mamá y mi hermana menor iban en la cabina y en la parte de atrás, mi papá, mi otra hermana y yo”.
En Bucaramanga, las cosas marcharon un poco mejor, pero su padre renunció de una vez por todas a la vida de ciudad. “Así me maten, me devuelvo para mi casa”, les dijo, y se marchó para su terruño. Pero cuando la situación económica comenzó a complicarse, Darla decidió buscar nuevas fuentes de ingresos. “Por la depresión, mi madre no podía trabajar y a mis hermanas no las recibían en ningún colegio porque éramos desplazados. Encontré en el periódico 'Vanguardia Liberal', en la sección de adultos, un aviso que decía: ‘Servicio de chicos para caballeros, se necesita personal’ ”.
Así comenzó a ejercer la prostitución, sin cumplir los 18 años. Nadie en su casa sabía a qué se dedicaba. “Cuando llegué, lo primero que me pidieron fue la cédula, pero les insistí en que me dejaran trabajar. Aceptaron, pero me explicaron que no podía ser interna. Me paraba frente al local y cuando entraban clientes pasaba a la casa y hacía el proceso de presentación. Cuando saqué la cédula, trabajaba con mayor facilidad y el tránsito hacia lo femenino fue mucho mayor. Ya era casi travesti. Conocí a un venezolano que tuvo un papel importante en mi vida. Con él me fui a vivir. Era chef en un restaurante de clase alta. Me pagó un curso de peluquería. Comencé a trabajar en eso e hice un giro de 180 grados. En esa época, el ‘sueño americano’ era Ecuador, porque estaba dolarizado, y con un compañero decidimos marcharnos hacia allá”.
Ni la peluquería ni el sueño ecuatoriano resultaron y regresó a Colombia con las manos vacías. “Me encerré un año y digo ‘me encerré’ porque conseguí un trabajo de peluquera en el terminal del Norte y vivía de la casa al trabajo y del trabajo a la casa. No tenía vida social, ni pareja, ni amigos. No salía a rumbear. Me reprimí durante un año. Luego entramos de nuevo en una crisis económica y volví a ejercer la prostitución. Recorrí Armenia, Manizales, Pereira, Cartago, Tuluá, Buga, Cali, y en una de esas llegué a Pasto”.
‘Nos daban palo’
En la capital de Nariño no se habían reglamentado suficientemente las zonas de tolerancia y se violentaban con frecuencia los derechos de la población LGTBI. “Montaban redadas y nos daban palo. Nos encerraban y nos violaban. Hacían lo que querían con nosotros. Siempre digo que cuando llegué a Pasto me quedé por un policía, pero no porque me enamoré de uno, sino porque me dio una paliza que me hizo decir: ‘De aquí no me voy y voy a luchar por nuestros derechos’ ”.
Reunió a las trabajadoras trans y conformó la primera organización de Nariño, Género Trans del Sur. Al comienzo, algo informal, para defenderse de los abusos. “Nos organizamos casi como una banda delincuencial. Teníamos palos, machetes y pipas de gas pimienta. Con eso nos enfrentábamos con la Policía. Nos poníamos espalda con espalda y yo sabía que la que estaba atrás me cuidaba para que nadie me agrediera y ella confiaba en mí para que no le sucediera nada. Pero me di cuenta de que eso no iba a funcionar, porque nos podían matar o nosotros matar a alguien. Entonces, decidí capacitarme como lideresa. Busqué en el Sena un curso de emprendimiento y liderazgo. Fue una experiencia dura, porque cuando me presenté me dijeron: ‘Pero tú quieres estudiar y ¿cómo vas a venir vestido?’ ”.
“Nos conformamos como organización social y comenzamos a hacer parte de escenarios como el Comité Municipal de Derechos Humanos. Estuve en el Consejo Ciudadano de Mujeres, en el Consejo Territorial de Planeación, en el Comité Municipal y Departamental de Derechos Humanos y en el Comité Departamental de Prevención de VIH”.
A la Mesa Municipal de Víctimas de Pasto llegó de casualidad. “Yo era víctima desde hacía casi 15 años, pero no sabía que había espacios de participación ni liderazgo. Como había estado en otros encuentros y era una persona visible, una organización de desplazamiento me postuló y quedé elegida como representante de la comunidad LGTBI en la Mesa 2013-2015”.
La fuerza de sus convicciones y una capacidad fuera de lo común para aprender le han permitido ganar espacios frente a su comunidad y, sobre todo, con la sociedad en general. Habla con gran autoridad y por momentos puede pasar por una abogada titulada. Para el periodo 2015-2017, volvió a ser elegida y designada coordinadora de la Mesa de Pasto, la única mujer trans que lo ha logrado. Luego pasó a la Mesa Departamental en el Comité Ejecutivo y de los nueve delegados que van a la Mesa Nacional de Víctimas, quedó elegida como representante de las víctimas de Nariño. Darla sabe bien lo que esto significa, especialmente porque ha logrado romper muchos estereotipos y estigmas. “Soy trans y no soy pastusa, aunque así me siento porque llevo ya siete años viviendo aquí”.
Darla es hoy el orgullo de su familia y ellos son su principal apoyo en una lucha en la que ha sacrificado su vida y hasta el amor.
Amenazada de muerte
“Tengo dos amenazas de muerte y seis atentados por el tema de liderazgo. En el 2010, cuando sacamos el primer desfile del Orgullo Gay en Pasto, recibí una amenaza con otros líderes. El 17 de marzo del 2011 asesinaron a Gabriela, quien era mi compañera de apartamento, y con ella me dejaron un mensaje en el que me decían que si seguía corrompiendo con campañas a la sociedad me iban a matar. Allí tuve un segundo desplazamiento, que fue a Tuluá. Duré un mes, porque no me aguanté estar lejos de lo que era mi vida, mi trabajo y mi lugar de residencia.
Luego llegaron dos amenazas más en el 2012, me pegaron diez puñaladas viniendo de la Alcaldía, en el centro de la ciudad. Todavía tengo secuelas, pero eso me fortaleció. Las cicatrices te recuerdan todos los días que debes seguir luchando. La última amenaza no me llegó a mí, sino a mi compañero permanente, porque, según ellos, a mí no me importa mi vida, pero sí la de los demás. Me tuve que separar para cuidarlo. Tenerlo cerca era un riesgo y yo no voy a dejar mi proceso”, concluye.
ANDRÉS ZAMBRANO *
Especial para EL TIEMPO
* Fue editor de Cultura de EL TIEMPO y de las revistas ‘Caras’ y ‘Gente’. Profesor en las universidades de La Sabana, Externado y Javeriana.