Al declarar la guerra al Estado Islámico (ISIS) por los horrendos atentados del viernes pasado en París, el presidente francés, François Hollande, se ha embarcado en una batalla cuyas repercusiones se sentirán no solo en Francia y en Oriente Próximo, sino en toda Europa y Estados Unidos. El brutal ataque de un puñado de fanáticos contra cientos de personas inocentes marca el inicio de una nueva era en el combate al terrorismo.
Y es el peso de esta responsabilidad lo que obliga al Presidente francés a actuar con firmeza, pero con prudencia. Nadie puede cuestionar la legitimidad de su orden para incrementar la ofensiva militar francesa contra ISIS en Siria. Lo que había sido una operación militar moderada ha adquirido una nueva dimensión con los bombardeos sobre Raqqa, la autoproclamada capital de los terroristas.
Estados Unidos se coordina con Francia para “aumentar la intensidad de los ataques y dejarle claro al ISIS que no tiene ningún santuario”, y lo más probable es que la Otán no tardará en unirse a la lucha contra ISIS, apegándose al artículo cinco del Tratado de la Organización del Atlántico Norte, que determina que “un ataque armado en contra de uno de sus miembros será considerado un ataque contra todos los miembros de la alianza”.
Además, ha trascendido que en su reunión en Antalya (Turquía), con el presidente ruso, Vladimir Putin, el presidente Obama ha intentado convencerlo de que concentre los ataques de la Fuerza Aérea rusa contra ISIS, no contra la oposición a Bashar al Asad.
Más allá de que cada ataque de los ejércitos de Occidente conlleva el riesgo de invitar más ataques del Estado Islámico y sus simpatizantes, lo más complicado serán los efectos de esta guerra hacia el interior del país. El deber de Hollande será evitar el acoso en contra de la comunidad musulmana francesa e impedir que se ahonden las divisiones entre los musulmanes y los no musulmanes en Francia misma. Ya la extrema derecha ha pedido que Francia cierre sus fronteras y les revoque la nacionalidad francesa a quienes tengan doble nacionalidad, francesa y de cualquier otro país.
Hollande debe desoír las voces intolerantes y establecer un equilibrio entre las libertades civiles y una sociedad que se mantenga abierta pero ofrezca seguridad a sus ciudadanos. Ya después del atentado terrorista contra los artistas de Charlie Hebdo, Francia reajustó severamente sus leyes de seguridad nacional.
La otra vertiente del asunto es que la sospechosa aparición de un pasaporte sirio cerca del cadáver de uno de los terroristas ha llevado a grupos antiinmigrantes europeos a sugerir perversas y falsas similitudes entre refugiados y terroristas. No se sabe si el pasaporte en cuestión era legítimo, pero resulta sospechoso que un terrorista se inmole llevando en sus ropas su pasaporte. Sobre todo cuando ISIS ha declarado traidores a los refugiados sirios que buscan en Europa la protección que los terroristas les prometen.
Hollande no debe olvidar que la grandeza de Francia se sustenta en su misión civilizadora, en esa gloriosa historia milenaria que le ha dado al mundo los amorosos cantos de los poetas provenzales y 15 premios Nobel en literatura, más que ninguna otra nación; un legado musical de Lalande a Debussy; un patrimonio pictórico de Poussin a Matisse; joyas arquitectónicas de Notre Dame de París a Notre Dame du Haut; los vinos y la gastronomía más sofisticada del mundo, y un ‘joie de vivre’ y una elegancia que no tienen par. Una Francia que nos ha heredado el espíritu de las leyes de Montesquieu como antídoto del despotismo; los ideales de la igualdad de raza y género de Condorcet, y el gran legado del Siglo de las Luces que se expresa en el lema ‘Libertad, Igualdad y Fraternidad’.
SERGIO MUÑOZ BATA