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La barbarie en París

La barbarie en París

En medio de la irracionalidad de la barbarie hay que tratar de entender las motivaciones.

15 de noviembre 2015 , 08:54 p. m.

Por esas casualidades de la vida estoy en el lugar equivocado en el momento equivocado. Estoy con mi familia en París en semestre sabático. Los hechos de las últimas horas son estremecedores. Pero bien podría estar en mi casa en Bogotá. Nuestro apartamento acá está lejos del lugar de los ataques. No oí nada, no vi nada. El terrorismo es increíblemente efectivo. Estoy lejos, pero no tanto. Algunas de las calles en las que ocurrieron los hechos las reconozco porque he pasado por ahí trotando un domingo en la mañana o en algún recorrido de otra naturaleza. Anoche no teníamos planes de salir, pero hoy queríamos ir al Museo de Ciencia. La ciudad anunció que todo va a estar cerrado: colegios, museos, bibliotecas, etc. Obviamente, aunque estuvieran abiertos, no iríamos. Es una ciudad grande y fueron hechos aislados. O por lo menos eso es lo que me repito, tratando de convencerme. Sin embargo, la completa aleatoriedad con la que se llevaron a cabo los atentados es aterradora.

Y uno piensa que viniendo de Colombia estaría acostumbrado a estas cosas. La guerra, la época de las bombas del narcotráfico, las ‘pescas milagrosas’ en las carreteras, incluso hasta la delincuencia común con atracos a mano armada que frecuentemente terminan en tiroteos; todas son cosas de nuestro pasado cercano o nuestra realidad actual. Sin embargo no es así; frente a hechos descarnados como los del viernes, la piel no es tan dura como uno creería.

Ver el desarrollo de las noticias no pudo ser peor. La información era vaga, imprecisa, contradictoria pero lo que era claro era ritmo de crecimiento del número de víctimas: 18, 26, 34, 45 y luego ya empezaron a redondear. Más de 60, más de 100, más de 140. Es poco lo que se sabe todavía. Además de las cifras de muertos –que siguen aumentando–, ya se sabe que el EI reclamó la responsabilidad de los hechos. Sin embargo, no se sabe cuántos hombres participaron en los ataques, ni cuántos hayan escapado. Tampoco se conoce bien la cronología de los eventos o la forma en que se llevaron a cabo. No es claro si las autoridades no saben o no quieren divulgar detalles. La falta de información alimenta la especulación y, en consecuencia, la angustia.

Es difícil darles sentido a los hechos. En medio de la irracionalidad de la barbarie hay que tratar de descifrar los incentivos, de entender las motivaciones. Ataques aleatorios en lugares concurridos. Exposición máxima con poco esfuerzo. Murieron ocho atacantes, aprehendieron a cinco, no se sabe cuántos lograron escapar. Supongamos que eran otros ocho, u ochenta, no importa. Pusieron de rodillas a una ciudad de más de dos millones de habitantes y en vilo a un país de más de 66 millones.

El mundo entero volcó sus ojos sobre París. Rápidamente se pronunció Hollande y declaró el estado de emergencia y el cierre de las fronteras. Lo primero le permitirá actuar rápido para tratar de entender qué pasó y tomar medidas para evitar otros ataques. Lo segundo es justamente lo que querrían los terroristas. La respuesta seguirá aislando y victimizando a los que no tienen que ver con los hechos: los migrantes, principalmente musulmanes, que huyen del conflicto en Medio Oriente. Un conflicto al que la política exterior de los países occidentales no le ayuda mucho.

Mientras tanto, hay que volver a la cotidianidad. Y ahí nuevamente están las consecuencias del terror. Lo pensé varias veces pero finalmente decidí salir por la mañana a trotar. Lo hago todos los días, pero hoy dudé que fuera una buena idea. Prendí el televisor y pude ver en las noticias que había algo de normalidad. Tras los reporteros frente al Bataclan, se podía ver gente caminando en la calle.

Salí y sí, la vida seguía, pero a paso lento, había muy pocas personas en la calle y se respiraba un aire de incertidumbre. Mi recorrido habitual me lleva a la Torre Eiffel, siempre llena de turistas. Hoy había muy pocos. El paisaje lo complementaba una escena poco habitual: soldados en camuflado y con armas largas. No es que nunca antes los hubiera visto en París, pero su presencia hoy era mucho más conspicua. El resto del día seguirá la intranquilidad, tratando de buscar la calma entre la zozobra. Son las pequeñas cosas de la vida en las que más se sienten los efectos del miedo. Ayer vi a una mujer bajarse de su bicicleta, ponerle un candado entre la rueda y el marco –pero no amarrarla a nada– e irse tranquila. Pensé que yo no haría eso en Bogotá, que allá se llevarían la bicicleta alzada y luego cortarían el candado con una segueta. También pensé en la diferencia que hace vivir en una ciudad segura, o mejor, donde uno tiene una mayor percepción de seguridad. Y así, de la noche a la mañana, se encuentra uno ponderando si vale la pena salir de la casa para ir al supermercado.

FELIPE BOTERO
Profesor asociado Departamento de Ciencia Política Universidad de los Andes

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