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'La fuerza del ombligo', un relato sobre la guardia indígena nasa

El libro es una selección de crónicas del conflicto en el Cauca.

JOSÉ NAVIA
Los hijos de La Gaitana siguen creciendo
Sofía Valencia apareció hacia las cinco de la tarde por el camino sin pavimentar que viene de Tacueyó.
Salvo por el bluyín y las botas de caucho, Sofía Valencia parecía haber salido de una aldea de guerreros de Gengis Khan. Menuda, cabello negro y lacio, ojos rasgados, rostro cobrizo, pómulos salientes. Mirada fría y desconfiada.
“Buenas”, dijo a manera de saludo. Estiró la mano, pero desvió su mirada hacia el lugar donde ‘Koda’, el perro criollo de color tabaco, daba gruñidos de bienvenida.
En estas tierras ningún indígena nasa –y Sofía Valencia lo es hasta los tuétanos a pesar de su apellido de aristócrata payanesa– le mira la cara a un forastero cuando lo saluda. Los blancos y mestizos que pisan por primera vez estas montañas del norte del Cauca asumen ese gesto como una descortesía.
Pero a los nasas, que rigen su vida por las costumbres ancestrales y por la aspereza de sus montañas, los tiene sin cuidado el protocolo occidental. Para ellos, el instante del saludo encarna algo mucho más profundo: es la oportunidad para calibrar el talante del recién llegado.
“El indígena siente la energía de la otra persona y, a veces, se da cuenta de si trae buenas o malas intenciones”, me explicó al día siguiente Ezequiel Vitonás, uno de los principales líderes nasas del norte del Cauca.
“Entren y se sientan, que deben venir cansados”, nos dijo Sofía Valencia, aún sin levantar la mirada. Luis Alberto Menza y su compañera, Ninfa Ulcué, los dos guardias indígenas que me acompañaban en este recorrido por orden expresa de la Asociación de Cabildos del Norte del Cauca, Acin, CxabWalaKiwe, se sacudieron el polvo recogido en la carretera, ingresaron a la sala y depositaron sus morrales en el piso de madera rústica.
Llevaba más de una hora esperando la llegada de Sofía Valencia. Aunque la presencia de los enviados de la Acin relajaba el ambiente, la mujer se mostró incrédula y desconfiada cuando le expliqué el motivo de mi viaje:
“Queremos contar cómo es la vida de una persona que forma parte de la Guardia Indígena y qué ha pasado con la guardia desde que se ganó el Premio Nacional de Paz, hace cinco años. Pero no queremos contar la historia de un líder, sino de un guardia común y corriente, como usted, doña Sofía, que trabaja, que atiende a su familia pero que, además, defiende el territorio, el resguardo que su pueblo heredó de sus ancestros, como hacen otros miles de guardias en Toribío, en Jambaló, en Tierradentro… en todo el Cauca”, le dije.
No me creyó. Sus ojos, solo sus ojos, se movieron hacia el enviado de la Acin, que permanecía a mi derecha, sentado en una banca de madera. Menza, que ejerce como coordinador regional de la guardia indígena en esta zona, avaló mis palabras con un movimiento de cabeza y le echó un corto discurso sobre los beneficios políticos que traía para la Guardia Indígena una publicación de este tipo.
Entonces, Sofía Valencia sonrió de forma casi imperceptible y abandonó la postura algo tensa que mantenía desde nuestra llegada. Esa era la señal de que podía seguir adelante con la entrevista; porque cuando un indígena es renuente a participar de algo, no hay manera alguna de que hable: entra en un silencio de sepulcro, o se hace el que no entiende, o dice ignorar todo lo que se le pregunta, o –si uno intenta forzarlo– lo puede mandar para el carajo de manera agria.
La casa donde vive Sofía Valencia es de ladrillo y bahareque, con techo de zinc, de dos aguas. Está ubicada en las afueras del corregimiento de Tacueyó, en el municipio de Toribío, a orillas de una carretera por la que transitan, sobre todo, niños con uniformes escolares e indígenas en motocicletas.
En la parte posterior, la vivienda tiene una huerta de hortalizas y un balconcito con una chambrana de madera desde donde se ve correr un río de aguas presurosas, al pie de una montaña, en cuyas laderas pastan algunas reses.
Sofía Valencia vive con su esposo y cuatro de sus cinco hijos: Juan, de 13 años; Carlos, de 16; César, de 18; y Angélica, de 23. El mayor, Edison, se casó y vive en Mondomo, un caserío cercano, sobre la vía Panamericana.
La mujer se sienta en una butaca de madera. Dice que hay que dejar desacalorar el cuerpo por lo menos una hora antes de ducharse. Mientras tanto, cuenta que su esposo debe de estar por llegar. Salió esta mañana para un cultivo de café que tienen frente a la vereda Gargantillas, a media hora a pie. Allá también siembran yuca, frijol, arracacha y rascadera.
“¿Qué es rascadera?”, le pregunto, solo por acabar de romper el hielo.
“Una raíz parecida a la yuca”, responde.
Luce cansada. Cuenta que hoy salió a las cinco de la mañana para la vereda El Triunfo. Allí limpió potreros durante todo el día al rayo del sol, como parte de un sistema llamado intercambio de jornales. Consiste en que cinco o diez vecinos trabajan durante un día en la propiedad de alguno de ellos. La jornada siguiente la hacen en la tierra de otro miembro del grupo. De esa manera todos tienen mano de obra sin sacar un peso del bolsillo.
Angélica, la hija de Sofía, enciende un radio de pilas, del tamaño de una panela, y sintoniza la emisora comunitaria que acapara casi toda la audiencia de la región: Radio Nasa. 99.4 en FM.
La voz de Eliseo Herrera, de los Corraleros del Majagual, irrumpe en la sala. Sofía le hace señas a su hija para que le baje volumen al aparato. Suenan otros dos o quizá tres discos bailables y enseguida se oye un servicio social: “Cayetano Yule, de la vereda El Zarzal, recomienda a quien haya visto un potro colorado… alguien se lo sacó anoche del potrero. Pide que se lo devuelvan porque es la única bestia que tiene para trabajar”.
Enseguida suenan más canciones bailables.
Angélica desaparece por unos minutos, dos o tres a lo sumo, y regresa con un bastón de madera del largo de un brazo, adornado por un manojo de cintas con los colores verde y rojo del Consejo Regional Indígena del Cauca (Cric), la organización que cobija a todos los resguardos de ese departamento.
Sofía Valencia alarga la mano derecha para tomar el bastón que la distingue como miembro de la Guardia Indígena del norte del Cauca, organización galardonada con el Premio Nacional de Paz en el 2004.
“El verde representa a las montañas y el rojo, la sangre derramada por nuestros líderes asesinados por defender los derechos de los indígenas”, dice Sofía, como si estuviera dando una tarea escolar.
Son casi las seis de la tarde. A lo lejos, hacia el occidente, el firmamento se pinta de tonos anaranjados, desde uno muy leve, diluido en amarillo, hasta uno encendido, que parece fundirse con la silueta oscura de las montañas.
Minutos después llega su esposo. Es un hombre silencioso que tiene nombre de ejecutivo paisa: Héctor Fabio Villegas. Saluda con timidez y va a sentarse en el fondo del patio. Sofía se levanta a preparar café.
Mientras atiza el fogón, cuenta que ella no sabe leer ni escribir. “Como a los dos días de haber entrado a la escuela mi papá cogió un libro y me dijo: ‘Lea aquí, a ver qué fue lo que aprendió’, y como no podía, me daba rejo. Yo mejor me retiré y me puse a trabajar. Ahora, mirando los libros de los muchachos, es que aprendí a firmar, pero no más”, dice.
A las seis en punto, como todos los días, Radio Nasa transmite el Himno Nacional. Un coro escolar lo canta en nasa yuwe, el idioma de los indígenas nasas o paeces.
Sofía dice que es guardia desde hace ocho años. Por aquí la Guardia comenzó a organizarse en el 2001. “En esa época no sabíamos bien qué era la Guardia. Nos metimos no más para cuidar el territorio porque decían que los grupos armados se iban a meter a llevarse a los hombres para matarlos… ya habían desaparecido a gente del pueblo”.
La historia de lo que ocurrió en esos años circula entre algunos habitantes de Tacueyó, un caserío de fachadas blancas en su mayoría, incrustado en el corazón de la cordillera Central. En este lugar es posible recoger los fragmentos dispersos que dan cuenta del surgimiento de la Guardia Indígena.
Según los relatos de los habitantes de Tacueyó, el punto de partida es la desaparición de Israel Vitonás, de 28 años, estudiante de cuarto año de bachillerato y conductor de la chiva del pueblo.
La historia comenzó hacia las ocho de la noche del 30 de octubre de 1999. A esa hora, tres hombres le atravesaron una camioneta gris, cuatro puertas, al carro que conducía Israel Vitonás entre El Palo y Tacueyó. Lo bajaron encañonado con revólveres y lo subieron a la camioneta.
Un hombre que viajaba con él les llevó la noticia a los familiares. En el pueblo le atribuyeron el secuestro a los paramilitares y eso los frenó para iniciar la búsqueda de inmediato. Salieron al día siguiente. Más de 300 indígenas bajaron de las montañas en camiones, chivas y motos.
“Voltiamos por Corinto, Miranda… buscamos en los cañaduzales, por la orilla del río Palo, por las montañas de Florida…. ¡Nada!”, me dijo días después Arquímedes Vitonás, hermano del desaparecido y quien encabezó la búsqueda.
Lo buscaron durante un mes sin hallar el menor rastro. Y sin esperanza, porque en la región todos sabían que los paramilitares no mantienen personas secuestradas. Las asesinan. Si la víctima está de buenas, recibe un tiro en la cabeza. Si no, es sometida a torturas inimaginables.
La búsqueda languidecía cuando desapareció Neponuceno Campo Largo, un indígena, agricultor de la vereda La Cruz. Nadie supo cómo se lo llevaron. Simplemente desapareció.
JOSÉ NAVIA
Especialista en periodismo urbano de la Pontificia Bolivariana. Autor de ‘Confesiones de un delincuente’.
* Escrita para Fescol
JOSÉ NAVIA
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