Se siente el sopor ardiente del cañón del río Cauca. Una carretera serpenteante nos lleva de los 600 a los 2.000 metros sobre el nivel el mar en unos pocos kilómetros. Al llegar al pueblo, la montaña continúa imparable hacia las nubes. Así, como se sorprendió Rufino Gutiérrez en 1917 al llegar por un penoso camino y contemplar el pueblo al pie del cerro, en una ladera inclinada, pensando que algún día se deslizaría e iría a dar de bruces al río Piedras, también le ocurre al visitante de hoy ante este prodigio urbano de calles empinadas prendidas de esas laderas que llevan a la Gruta de la Virgen o al parque de Las Nubes, o que te lanzan al vértigo del abismo.
Todo sorprende. ¿Cómo se mantuvo y no se cumplió aquel diagnóstico pesimista de Gutiérrez? Esto se debió a las obras para evitar que Jericó se deslizara en el vacío, no obstante tener que construir otra catedral, a mediados del siglo XX, afectada desde sus cimientos por el suelo deleznable. O cómo acomodó el pueblo en 1852 el ingeniero sueco Carlos Segismundo de Greiff en esa frágil topografía e hizo la traza de las calles, con una rigurosa retícula con sus perspectivas a la montaña o los puntos de fuga hacia el horizonte. De esta manera, desde cualquier punto y a diferentes alturas, en las calles o en las casas, se goza del privilegio del paisaje. Balcones que se abren en amplias panorámicas a las montañas lejanas del Citará y el Pacífico, a los riscos andinos de la cordillera Central, a los farallones y los abismos del cañón del Cauca, un sinfín de visuales cercanas y lejanas, paleta infinita de verdes y azules.
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Según el censo del 2005, Jericó tenía 12.103 habitantes, y por las proyecciones se calcula que en la actualidad tiene, en números redondos, unos 14.000, lo que quiere decir que, aun así, tiene menos habitantes que los que tenía hace cien años, pues en 1912 se calcularon 16.905 habitantes y llegaron a ser 18.848 para 1918. Era un pueblo pujante que, luego del inicio del poblamiento, a mediados del siglo XIX, comenzó a destacar en el escenario regional, al punto de que para 1883 era, con 11.543 habitantes, la quinta ciudad en población de Antioquia, después de Medellín, Manizales, Sonsón y Rionegro. Su desarrollo e ímpetu de crecimiento llevaron, en parte, a que fuera erigida en capital del Departamento de Jericó, de acuerdo con lo que dictaminara la Asamblea Nacional en agosto de 1908, durante el gobierno de Rafael Reyes. Aunque su gloria fue efímera, pues en mayo de 1910 desapareció junto con los otros departamentos creados, y volvió a ser parte del departamento de Antioquia y una de las subregiones más destacadas, la del suroeste.
Jericó fue –lo sigue siendo– el centro dinámico de una subregión que se conectaba con Medellín y el mundo por la estación de Puente Iglesias del Ferrocarril de Amagá, en el cañón del río Cauca, a la que se accedía por un quebrado y abrupto camino de herradura por donde se llevaban las cargas de café y de los demás productos de las tierras altas y frías donde se cultivaban; y, a la inversa, de estas tierras calientes y bajas subían los productos y los bienes llegados de otras tierras lejanas, con los cuales engalanar las casas y hacer alarde del ascenso social y económico logrado por quienes hacía pocas décadas eran unos colonos en busca de tierras y ahora querían dar cuenta de su refinamiento estético.
![]() Es necesario recorrer cada calle y sus diversas fachadas para reconocer en puertas, ventanas y balcones su riqueza ornamental. Filiberto Pinzón / EL TIEMPO |
En la historia local y en el imaginario de sus habitantes, aquella fue una edad dorada que se prolongó por buena parte de la primera mitad del siglo XX. El momento de esplendor, no solo político, sino económico –tiempos de fábricas locales que, cuentan, dieron inicio a algunas que hoy se distinguen en el panorama nacional–, educativo –la formación de varias escuelas y colegios masculinos y femeninos, fundamentalmente de órdenes religiosas– o cultural –por la llegada de imprentas y la publicación de periódicos y libros–, hizo que la llamaran la Atenas del Suroeste.
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Se podría pensar que un pueblo que tiene menos población que hace cien años es un pueblo congelado en el tiempo, que se encoge como una piel de zapa y está moribundo. Es cierto que aquel pasado de esplendor se añora, se vuelve a él en las charlas cotidianas, y los guías turísticos alardean de él. El mismo pueblo es una constancia histórica, que se evidencia en la traza y en los espacios urbanos, en las placas conmemorativas distribuidas por sus calles o en la solemnidad ritual del Centro de Historia; en cada ejemplo arquitectónico que se mantiene en pie, intacto o restaurado, en cada uno de los monumentos y referentes históricos, por lo que en buena medida es considerado uno de los pueblos patrimonio de Colombia.
También es cierto que aún se siente aquel “ambiente teológico” del que hablara hace unos años el escritor Rubayata –el padre del poeta Juan Manuel Roca–. La nueva catedral de ladrillo y concreto que se construyó en reemplazo de la antigua, demolida en 1946, tal vez más bella en su historicismo formal –de ahí las palabras del poeta local: “Por la voz de la Ciencia vino al suelo /esa obra que el Arte levantara”–, es una imagen omnipresente debido a su masividad y al lugar de implantación, que la hace siempre visible, o porque sus campanas siguen marcando los ritmos y tiempos, y el perifoneo que sale de sus torres convoca a las actividades de los habitantes con su voz gangosa. Como si no fuera suficiente, en el perfil del paisaje destacan las agujas góticas del templo del Inmaculado Corazón de María, terminadas por el hermano claretiano Vicente Galicia en la década de 1940, lo mismo que los frontis, espadañas, torres y cruces de las numerosas iglesias y capillas, hasta sumar once, al igual que claustros de seminarios y conventos de comunidades religiosas presentes, o de algunas que tuvieron su sede allí y hoy están dedicados a otros menesteres.
Esa sensación de pasado, de historia y de memoria, es evidente también en una arquitectura institucional o doméstica, producto de una dinámica regional que, haciendo uso de técnicas constructivas tradicionales, llegó a grandes logros estéticos acudiendo a formas historicistas y modernistas que aún se logran evidenciar en muchos de los ejemplos arquitectónicos. Edificaciones conformadas a partir del vacío del patio, enmarcado por corredores con columnas de madera, muros de ladrillo o de bahareque vegetal o metálico, aleros con variados canecillos y cubiertas de teja de barro, en su conformación básica de aquella arquitectura de las ciudades del bahareque que dejara el proceso de colonización antioqueña en las montañas andinas; y, a partir de allí, todas las posibilidades gracias a la cualificación estética lograda por la inversión de los propietarios, producto de acumulación capital y por la destreza y conocimiento procurados por los artesanos.
Es necesario recorrer cada calle y sus diversas fachadas para reconocer en puertas, ventanas, balcones y aleros la riqueza ornamental, geométrica u orgánica, en estilizaciones vegetales o en esquemas lineales, en preciosos arabescos o refinadas espirales, en elementos figurativos y elaborados mascarones, en los remates de los vanos de puertas y ventanas con arcos de medio punto, ojivales o de frontones triangulares; lo mismo que los interiores con contraportones y puertas de comedores preciosamente ornamentados y calados, al igual que las columnas, los zócalos y frisos, o los impresionantes cielorrasos radiales o geométricos.
Todo esto podría ser una pesada carga. Una invitación a la quietud en el tiempo. Pero no hay tal. Aun en la misma fe Jericó se renueva, pues ahora tiene una nueva santa católica, santa madre Laura, la que convoca a propios y extraños al nuevo santuario e implica renovar la arquitectura y los espacios religiosos locales. No menos impresionante lo es en su alma secular cuando hace honor a su tradición culterana –tierra del escritor Manuel Mejía Vallejo, o del escultor Luis Fernando Peláez, entre otros–, con los nuevos espacios surgidos dentro de su arquitectura tradicional.
Un espacioso, inmaculado y restaurado teatro Santamaría, por ejemplo, o una bella casa esquinera reciclada como sede del Museo de Antropología y Arte (Maja) lo evidencian; un fervor cultural poco usual en los pueblos colombianos, con la capacidad de reconocer en la arqueología y en la propia memoria arquitectónica su pasado, pero abiertas las salas de exposiciones del Maja a los artistas consagrados y contemporáneos.
No es, entonces, ninguna sorpresa la convivencia de la artesanía tradicional y el nuevo arte, evidenciado en un Mares –Mariano Restrepo– y un Jota –Jairo Peláez–. Mientras Mares atiende su negocio, una tienda en una casa esquinera de arquitectura tradicional, exhibe sus trabajos artesanales hechos de piedra y cuero; por su parte, Jota espera en su taller las tallas de piedra que quedaron de su última exhibición en una galería de Bogotá, pensando en las nuevas obras y en convertir la vieja casa en otra galería. Ambos parecieran haber bebido de la misma fuente del río Piedras, aquella que definió el primer nombre de Jericó, Aldea de Piedras, de la que salieron, junto a otras canteras, las piezas para hacer los antiguos pilones o las lajas para los andenes. Esos pilones son recuerdos que vislumbran un origen local de la tradición de la talla en piedra, que luego siguiera un Antonio Restrepo, su hijo ‘Cisco’ –Francisco–, antecedente inmediato de Mares y Jota.
Pueden ser muchas más cosas las que evidencian la manera como mira el futuro desde su pasado, pues, sin dejar de ser el pueblo de los carrieles y las fincas cafeteras, construye un teleférico al parque de Las Nubes, proyecta un parque arqueológico in situ y se plantea seguir siendo la “ciudad culta de Antioquia”.
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La última obra literaria de Héctor Abad Faciolince, La Oculta, es el nombre de la finca de sus ancestros en territorio jericoano. Una escultura de mármol, de un ángel que invita al silencio con sus alas desplegadas, corona la tumba de una vertiente de aquellos ancestros en el cementerio. Antonio, uno de los tres personajes de la novela, reconstruye una historia de Jericó en la que quiere ver un origen colonizador más igualitario que otros procesos: “No va a ser tierra de peones y señores, sino de propietarios”, un proceso fundacional urbano comunitario, “una especie de comuna de hombres libres”, y un rico desarrollo posterior hasta que las distintas violencias desataron sus furias, desplazando y despoblando, desde mediados del siglo XX; aun así, Arturo encarna el espíritu optimista del renacer de este pueblo con balcones de paisajes infinitos, para clamar: “No soy regionalista ni nada de eso, pero lo que sí pienso, y lo digo sin pena, es que de los pueblos altos del suroeste antioqueño, Jericó es el más bonito”.
Por todo esto, y tal vez por muchas cosas más, es un pueblo patrimonio de Colombia, levantado a 2.000 metros, cerca de las nubes.
Luis Fernando González Escobar
Profesor asociado, adscrito a la Escuela del Hábitat de la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional de Colombia, Sede Medellín.
LUIS FERNANDO GONZÁLEZ ESCOBAR