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Alberto Casas Santamaría recuerda algunas facetas de Álvaro Gómez

Pensador, periodista, literato, artista, historiador. 'Su meta era la grandeza al precio que fuera'.

¿Cuántos Álvaro Gómez hay en la historia? Muchos.
El verdadero, el demócrata que luchó por la elección popular de alcaldes hasta incrustarla en la constitución. Predicaba su excelencia como la manera de acercar la expresión más elemental de la autoridad con los deseos más próximos del ciudadano y la familia. El país tiene que acostumbrarse –decía– a apelar a las decisiones del pueblo en materias de mayor importancia. Es la manera de preservar el equilibrio del poder.
Su propuesta de campaña: la eliminación de la pobreza a punta de productividad, estrategia para el desarrollo a través de un compromiso concertado entre el Gobierno, el sector privado y los sindicatos. La denominó planeación indicativa, para distinguirla de la planeación centralizada.
El obsesionado con una justicia eficiente y rápida, indispensable e imprescindible para la instauración de la paz tan anhelada. “La ineficacia de la justicia en un país determina que la culpabilidad de la gente no pueda establecerse en forma unívoca ante la sociedad. Es esta una circunstancia anárquica que fomenta la dispersión social”. Como quien dice, iguala a los malos con los buenos. (Vea aquí: Caso de Álvaro Gómez seguirá abierto por vinculación de militares)
El pensador, que no transigía con la pequeñez y que dejó en sus libros e innumerables escritos el crudo análisis de los problemas nacionales, sus recomendaciones para alcanzar el desarrollo y derrotar la pobreza. Abelardo Forero Benavides, su contemporáneo, el publicista liberal de la época, sostenía que Álvaro Gómez elegía los temas viscerales: la justicia, la universidad, la inseguridad, el desarrollo, la salud, los impuestos, la agricultura.
El economista, que les atribuía a la Planeación y al Presupuesto General de la Nación el peso específico que los dirigentes de otros partidos no reconocían con el valor determinante de ruta esencial de los gobiernos. Los criterios normativos para la intervención del Estado. Crear una mentalidad de guerra contra la pobreza.
El historiador, que, según el testimonio del periodista Alberto Zalamea, hizo un aporte definitivo para la comprensión de América Latina, de su evolución sociológica y cultural, de su pasado histórico y del futuro que los latinoamericanos estamos construyendo.
La visión ecuménica de la libertad americana le suscitaba una admiración gigantesca por la figura del Libertador: “La más grande de nuestra historia”. (Lea aquí: Lo que dijo el asesinado abogado de la mafia sobre caso Álvaro Gómez)
Se dolía con el fracaso de la Convención de Ocaña, donde se achicaron las metas y se disolvió la grandeza en manos del leguleyismo. Esa es la causa de nuestras insolidaridades y del agotamiento de la energía nacional en vanas luchas viscerales. La decadencia.
El periodista, a quien nada de lo que sucediera en el mundo le era indiferente. Insistía, en las salas de redacción, en profundizar en el detalle y abandonar cualquier tipo de improvisación.
Un error menor en la redacción de una noticia, una imprecisión daba al traste con la importancia de la misma.
Para ilustrar la extraordinaria crónica de Germán Castro Caycedo publicada en El Siglo, ‘Obligado a preguntar’, sobre su secuestro por el M-19 en 1980, sin sospechar –obvio– que él mismo sufriría años más tarde (1988) el mismo crimen por la misma organización subversiva, exigió repetir con detalle la reconstrucción del crimen con las escenas que el periodista recordara para elaborar –él mismo– los dibujos respectivos. Así se publicaron.
El literato, que recitaba de memoria los poemas de Quevedo: “Es hielo abrasador, fuego helado... / Es herida que duele y no se siente...”. El que recomendaba la lectura del poeta más importante del Nuevo Mundo en el siglo XVII. El cura y poeta bogotano Domínguez Camargo. Barroco hasta los tuétanos: “Corre arrogante un arroyo / por entre peñas y riscos / que enjaezado de perlas / es un potro cristalino...”. Cantó las hazañas de Ignacio de Loyola, pero Charry Lara asegura que su poesía es esencialmente lírica.
El artista, que dibujaba caballos para subrayar las cualidades de armonía, de ritmo y de lealtad y ponderar su papel en la civilización del mundo. El caballo, el amigo útil del hombre.
El caricaturista, heredado de un hermano de su padre, muy famoso por el fino humor de la línea que aplicaba en el dibujo, muy limpio.
Pensaba que esa modalidad era la clave para calificar la libertad de prensa como la característica esencial e incontrovertible de la democracia. (Vea: Una guerra perdida; más allá del glifosato)
El enamorado de su mujer, a quien ponía de primera en cualquier evento o referencia de sus planes o recuerdos de juventud. Leían a dos manos y en voz alta pasajes literarios en varios idiomas y disfrutaban las muestras de arte en los museos y en las iglesias para repetir la obra previamente seleccionada por ser la preferida en Roma, Barcelona, Nueva York, París, Londres y Bogotá. La biblioteca cuidadosamente organizada en el estar de trabajo de su casa se adornaba con un óleo de Margarita empotrado en la estantería, entre sus libros más apreciados, dejando en claro el motivo de su devoción por ella.
En el secuestro que padeció le hizo llegar una nota: “Margarita, me faltas tanto como me haría falta el corazón”. Cuando recuperó la libertad y su residencia se llenó de flores bellísimas, colmando todos los espacios al punto de tener que acondicionar los garajes para ubicarlas; ordenó que las pusieran en la biblioteca para tomarle una fotografía a Margarita entre los distintos arreglos de rosas de distintos colores y tamaños, documento que dejó en testimonio fehaciente de su infinito amor.
El distorsionado, creación de sus adversarios políticos para atribuirle opiniones y criterios que nunca tuvo.
El diseñado con perversidad por sus enemigos para desterrarlo, secuestrarlo y, finalmente, asesinarlo de manera cruel y cobarde.
Ninguno de sus pares sacrificados en repugnantes acciones criminales en la historia de Colombia, desde Antonio José de Sucre hasta nuestros días, fue sometido a la simultaneidad y sufrimiento de esas tres modalidades de conductas monstruosas, tipificadas en el Código Penal.
No fueron suficientes para esos asesinos las derrotas electorales infligidas con base en las distorsiones de sus adversarios: “Cuidado. Ahí vienen los godos. El hijo de Laureano”. Calificativos que, no con argumentos, consiguieron ponerlo en minoría y derrotarlo como tal vez a ningún otro dirigente político en nuestro país. Era necesario desaparecerlo.
El optimista. No importaba la dificultad que lo afectara. Las amenazas a las que estaba acostumbrado desde muy joven, casi desde niño, le fueron dando una coraza para protegerse en su interior y llevar, en unión de su señora y de sus hijos, una vida grata y enriquecida por el elevado nivel cultural del ambiente que se respiraba en casa. Las hostilidades y las calumnias quedaban afuera. Los muebles, los cuadros, los libros, los accesorios estaban de tal manera bien puestos en la residencia que se disfrutaban mucho la lectura, el diálogo, las películas y los juegos de mesa que se daban en su interior.
Estaba preparado para las dificultades y para la lucha porque su meta era la grandeza al precio que fuera. Sabía bien que los riesgos de un atentado eran inminentes y se preparó con madurez envidiable para afrontarlo. A lo que sí le tenía temor era al secuestro, le parecía abominable en un grado superior al resto de los delitos.
Aun así, tuvo la fortaleza y el coraje necesarios para enfrentarlo con estoicismo de combatiente cuando le llegó. Casi dos meses de cautiverio en una habitación pequeña, sin luz natural, con dos guerrilleros de cara tapada a quienes denominó Tiberio y Graco. (Lea también: Piden a la Corte que declare lesa humanidad en caso de Álvaro Gómez)
Compartió con ellos un baño y una Biblia que no podía leer por falta de anteojos –rotos en el forcejeo de la acción delictiva–, hasta que le fueron suministrados unos nuevos mediante la solicitud de un intermediario a la familia para transmitir a los secuestradores, por un aviso clasificado en el periódico El Espectador, la fórmula respectiva para reemplazarlos.
Murió como tenía que morir un luchador en la soledad de su retiro académico. Asesinado por quienes no aguantaban la fuerza de sus ideas. Era esta desventura “una especie de compensación a cambio de la gloria”.
ALBERTO CASAS SANTAMARÍA
Especial para EL TIEMPO
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