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Blatta, una especie del oscuro mundo de los insectos rastreros

Con esta historia comienza una colección de cuentos de miedo, misterio y horror.

A Blatta, los que están afuera, exiliados de su conciencia, la verán caminar sobre seis patas blandiendo alegre dos antenas largas. Pensarán que le encanta acariciar el piso con su panza alargada. Los darwinistas dirán que algo llamado evolución la ha forzado a ser así. La ciencia olvida que cuando la nada explotó, como un jarrón, todos los pedazos quedaron signados con un tamaño, una forma y una función. Todos los pedazos, si se ponen uno al lado del otro, volverán a coincidir. La forma de los linderos entre uno y otro no se dio de una forma práctica, sino de una forma creativa y sensible. Pues el mundo es uno solo; cada cual decide cómo adaptarse a él.
Blatta es capaz de oler tus jabones desde lejos. Cuando no estás, sale de su escondite en el rincón de la alacena o a veces bajo el sifón de la cocina. Del intersticio de la caja registradora y de la báscula del mercado. El calor de tu televisión vieja la arrulla en las noches frías, aunque en realidad no le importa tanto el frío. Mientras duermes, roe tus pastillas de chocolate en la despensa, las cáscaras de fruta en tu basura, tus zapatos. Sus hermanas han estado en el matadero, probando la sangre de las reses recién degolladas; en las bodegas del supermercado, midiendo la circunferencia de las cebollas, empachándose entre las panelas; en los restaurantes, lamiendo los cuchillos que deja el cocinero mientras responde el teléfono. Lo que las demás han visto lo ha visto ella. No hay nada que las otras hagan y que ella no sepa. No hay nada que ella haga que sus hermanas no sepan. Si alguna sufre la parálisis progresiva que causan tus venenos, si alguna queda pegada en la goma de tus trampas y sufre la tortura interminable del hambre, todas las demás conocerán en ese mismo instante el olor y el sabor que empapan su muerte. Cada vez que aplastas a una, todas sufren el dolor. Ella y su raza han resistido tantos siglos como tú. Han conquistado los mismos parajes hostiles que tú. Han conseguido vadear las alturas. Los desiertos. Pero estas nimiedades no han sucedido por una razón práctica ni por adaptación, sino porque desde el comienzo ese fue su sentir. A la Conciencia, por otro lado, todo esto le es indiferente.
Blatta había dedicado su vida a probar todas las sustancias que se le presentaran. Le gustaba el sabor agridulce de la piña cuando tomaba su tonalidad café. Emborracharse con los hongos del pan. Le gustaban más los de color rojo. Ir lamiendo los olores y deleitarse sabiendo que se hallaba cerca de la fuente. De las noches, lo mejor eran sus sueños clasificatorios. Consistían en agrupar los sabores y olores nuevos según su grado de fermentación, calificar los que le producían un malestar posterior como “cuidado, no comer” y los que le producían ese mareo agradable como “probar bajo su propio riesgo”. Aunque a veces esos sueños la llevaban a la muerte de sus antepasadas y conocía el sabor de los venenos que las habían matado. Despertaba agitada, volvía del horrendo sueño, la agonía.
En las noches se juntaba con las otras en las cañerías a escuchar a las más ancianas hablar de lo importante que era seguir haciendo los bailes y los cantos. Ella no podía entender cómo, después de tantos cantos y bailes, su gente seguían muriendo.
Blanca habitaba el pedazo del jarrón a un costado del pedazo llamado Blatta. Pero a ella no le encantaba arrastrarse por el suelo ni tenía seis patas. En cambio, había aprendido otras artes. Leer. Los otros pedazos leen lo que el Universo escribe. Son capaces de predecir tormentas, huracanes, terremotos. Leer al amigo y al enemigo en el olor que dejan sus patas al pasar. Blanca, en cambio, había aprendido el arte de comunicarse con los muertos en lo que su especie llamaba libros. Ella leía todo que le pasaba por enfrente. Le gustaban los libros raros, los libros oscuros, los libros incunables, los que habían estado en las listas negras de las religiones. Andaba por las bibliotecas extendiendo sus palmas como si fueran narices frenéticas rastreando lo oculto. Ella sintió, desde antes de saber lo que era, el llamado del Señor Oscuro. Pero sabía que conocerlo exigiría todo sacrificio. Después de comer las vísceras crudas, almizcladas y llenas de excremento de un gato callejero, sintió que había llegado el momento. Sabía que el dios de la luz ofrecía la paz eterna y que el dios de las tinieblas ofrecía, en cambio, el placer y el conocimiento del mundo. Blanca no escogería la paz. Le era indiferente. Hasta el día en que se encontró con Blatta.
Para el extenso y variopinto pueblo de Blatta, nosotros somos percibidos como gigantescos insectos bípedos. Somos sus saurios. Ellas nos ven regodearnos en el sabor de los animales recién muertos. Saben que nos gusta cuando el sufrimiento de nuestra presa está cerca en el tiempo, aunque muchos de nosotros nos rehusemos a cazarlas con nuestros propios artilugios. Mientras más olvidado está el dolor, menos queremos comerlas. Ella pensaba que quizá por eso nosotros odiamos a su gente, porque prefieren comer la carne cuando ya está serena. P-ero cuando se encontró con Blanca y probó su carne, aunque la muerte no había llegado, aunque su corazón latía y latía muy rápido, y aunque serenidad era lo que menos tenía, sintió de repente la urgencia de jugar con sus pedazos.
Blanca nunca le tuvo miedo a la muerte. La primera vez que sintió la presencia del Señor Oscuro, que fue en un supermercado, con el simple sonido chirriante de la llanta de un carrito cargado de verduras frescas y carnes embutidas, pensó que estaba lista para verlo de frente. Pensó que había perdido la capacidad de temer. O de sentir. Qué equivocada estaba. De todos modos, tenía un sueño, y ante la promesa de cumplírselo, sucumbió. Blanca quería ser bella y saberlo todo. Todo.
Blanca dibujó los signos en el piso con la sangre de una gallina negra. Dibujó con vísceras del gato negro que mató los cuatro portales y los cuatro pilares. Recitó las palabras que el Señor Oscuro le ha dictado en un sueño: abro las puertas de la noche con la llave de la noche. Cruzo las puertas de la noche y bajo la larga escalera hacia la casa oscura. Todas las lámparas y las velas se apagaron. Los cuatro portales se iluminaron. De entre los signos en el suelo fue surgiendo una sombra. La sombra era de humo. Cuando Blanca terminó de recitar el conjuro, el fuego estalló.
Fue quitándole, tira a tira, todas las zonas de su piel. Ella gritaba, rugía, aullaba, chillaba. Pero oía la voz de su Señor porque la voz venía de adentro, de su vientre: Contempla mi obra. Mira qué hermosa te he hecho. Mira qué sabia. Conoces ahora la esencia de la vida. Se miró la mano, roja de sangre, en carne viva, salpicada de coágulos que se iban formando y haciendo costra. Toda ella era un solo dolor. Agonía eterna sin la posibilidad de la muerte. Tan abismada estaba mirando su sangre y su carne sin piel que no advirtió la presencia de Blatta, que se había colado bajo la puerta y la observaba con las antenas largas.
Blatta se fue acercando con cautela y no pudo evitar las ganas de jugar con los pedazos. La carne de Blanca olía a tocino ahumado. Blatta se balanceaba sobre las tiras ya secas de esa epidermis tan diferente a la suya, tan parecida a las de las reses y los cerdos. Caminaba por entre riachuelos de todos los tonos de rojo. Desde el naranja aguado hasta el vino tinto y púrpura casi seco. Desde el oxigenado escarlata arterial hasta el espeso y sucio rojo de las venas. De vez en cuando sacaba la lengua, larga, de un marrón lustroso, y saboreaba, y avanzaba porque comprobó que lo líquido se secaba más rápido de lo que había pensado. La pequeña cucaracha oyó los gemidos, las súplicas de Blanca, y nada pudo hacer.
Las dos se miraron. Blanca deseó ser Blatta. Deseó dejar de sentir dolor. Blatta se preguntó si Blanca acaso estaba cambiando de piel. Si estaba en la naturaleza de esos animales enormes.
Gabriela Arciniegas
(Bogotá, 1975). Gestora cultural, cuentista, novelista, ensayista y poeta. Graduada en Literatura en la Universidad Javeriana. Dirige la Fundación Cultural Germán Arciniegas. ‘Rojo sombra’ fue su primera novela.
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