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Mirarnos a los ojos

Estamos tan concentrados en documentar nuestras vidas en dispositivos que nos olvidamos de vivirlas.

Arturo Argüello
Cuando se encontraron sus miradas, el ambiente se tornó un poco más ligero y vi pasar fragmentos de todas las historias de amor escritas por el hombre en aquel lugar. Los pómulos de la jovencita se ruborizaron un poco al verlo y una sonrisa tímida tiñó su cara de una gran belleza. Ella llevaba en sus mejillas una fina capa de base escarchada que despedida visillos dorados, lo que le daba ese aspecto radiante que llamó mi atención. Él, con los ojos centelleando de alegría, queriendo resaltar su masculinidad, arqueó los brazos levemente, se acercó sin dudarlo y con voz firme le dijo: “siempre eres más linda de lo que mi mente puede recordar”. Tendrían a lo sumo 23 años.
Unos minutos después, se sentaron en una mesa en la terraza del restaurante, ordenaron dos bebidas y cada uno se sumergió en el océano infinito de su celular. A lo largo de su estadía, cruzaron un par de palabras, pero, como hipnotizados por esa diminuta pantalla, ya no se volvieron a mirar. Se convirtieron en camellos.
En Colombia hay más de 25 millones de celulares inteligentes que acaparan por completo la atención de padres, hijos, hermanos, amigos, novios, esposos y niños. Algunas personas pasan horas enteras conectadas a las pantallas, mientras que otras simplemente dan muy cortas revisadas a sus teléfonos cada cinco o seis minutos, lo que les impide concentrarse por completo en cualquier labor. Algunos estudios sugieren que las personas consultan su celular más de 100 veces por día.
Este comportamiento ha sido denominado ‘nomofobia’ (del inglés, ‘no mobile phone phobia’), y aunque cumple con todos los criterios para considerarse como una adicción, ninguna sociedad médica se ha atrevido a catalogarla aún como una condición que requiera cuidado y atención. Lo cierto es que más de uno siente un deseo compulsivo de revisar su celular (consumir esa sustancia) y tiene dificultades para no hacerlo de manera voluntaria. Incluso, los celulares podrían cumplir con el criterio de una ‘droga’, pues su consumo regular afecta directamente la conducta humana y hacerlo en altas dosis se ha asociado con estrés, fatiga y enfermedades como ansiedad y depresión.
Ahora vivimos perdidos en un laberinto de aplicaciones que siempre consideramos ‘muy importantes’, y en este plano físico ya no tenemos espacio para las miradas, las caricias, para el incómodo silencio o para mirar cómo se mueven unos labios cuando hablan; no tenemos tiempo para compartir una comida ni para intercambiar una sonrisa. En este plano que sucede lejos, muy lejos del ciberespacio, ya no tenemos un lugar para el amor. Pronto estaremos besándonos a través de ‘WhatsApp’ y teniendo sexo a través de la ‘App’ de Facebook, y lo consideraremos como algo completamente normal.
Pero esta columna no trata de desconocer las ventajas y avances que han traído los celulares inteligentes y todas sus múltiples aplicaciones. Ningún ser humano podría negar lo que le han aportado a la humanidad. Al contrario, se trata de recordar que la tecnología se hizo para el hombre y no el hombre para la tecnología. Se trata de comprender que el mundo no funciona a la velocidad de un mensaje de texto o de un ‘me gusta’ y un ‘compartir’; que una imagen almacenada en la mente después de vivir un momento plenamente presente es mil veces más potente que cientos de fotografías guardadas en una memoria en el bolsillo; que el mundo no se detiene si dejo de mirar el teléfono por unos cuantos días; que este o aquel asunto del trabajo puede esperar hasta mañana. En realidad, se trata de darle a esta tecnología su lugar.
El mundo tiene otro ritmo, mucho más lento, un compás más tranquilo. Un árbol se demora alrededor de tres años en dar su fruto. Un niño, nueve meses en nacer y 30 años en madurar (las mujeres un poco menos). La vida dura cerca de 80 años y está tan llena de momentos felices, amarguras, nostalgias, decepciones, esperanzas, amores, ilusiones, sueños y pensamientos, que resulta hasta ridículo querer compartirlos todos, sobre todo aquellos que nos resultan más especiales. Pero estamos tan concentrados en documentar nuestras vidas que nos olvidamos de vivirlas. Y así se nos va pasando la existencia, en un plano que no existe, compartiendo memorias de momentos no vividos, tratando de ser felices frente a una pantalla mientras que acá, en el mundo real, el misterio de la vida ruge y brilla en todo su esplendor. Tal vez cuando volvamos a mirarnos a los ojos mientras nos hablamos, lo podremos recordar.
Arturo Argüello
arturo.arguello82@gmail.com
Arturo Argüello
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