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Débora Arango, la iconoclasta que estará en los billetes de $ 2.000

El escritor nadaísta Eduardo Escobar presenta retrato de la antioqueña que escandalizó con su arte.

EDUARDO ESCOBAR
En mi infancia solía pasar por Casablanca, la casa de Débora Arango en las goteras de Envigado, y recuerdo que siempre me impresionó el gran silencio que irradiaba, blanca, sin ventanas hacia la carretera, con un silencio blanqueado de cosa cerrada para siempre. La casa tenía una rampa de acceso que era al mismo tiempo un parqueadero de piedras negras. Y me daba una incierta tristeza. Porque nunca vi parqueado un automóvil allí. A nadie que entrara o que saliera. Como si fuera una casa abandonada a donde nadie iba, habitada por una familia de muertos de buenas costumbres. Supongo ahora que para la mayoría de los parroquianos de la aldea, aún inocente hasta cierto punto, la familia Arango Pérez era una tribu de leprosos del alma que tenía una hija loca, una hija que pintaba mujeres desnudas y obispos huesudos que parecían brujos medievales y militares caricaturizados y crucifijos patéticos, retorcidos, que despertaban más terror que devoción o lástima. Más tarde supe, lo contó ella misma en una entrevista para la televisión, que el obispo de Medellín le criticó una vez un desnudo femenino. Pero no por el desnudo, sino por la flor roja que la mujer tenía en la mano. Los obispos eran entonces personas muy extrañas y de mucho poder. Y también supe que Laureano Gómez hizo descolgar sus cuadros en una exposición en un club de Medellín por indecentes. Laureano Gómez fungía de crítico de arte. Y también persiguió a sus horas al pintor de Manizales Alipio Jaramillo. No estaban los tiempos para pintar desnudos ni pobres en estos pueblos nuestros, que encubrían las lujurias cerreras con el mito de la castidad, las más rara de las aberraciones sexuales según el padre del psicoanálisis, y la miseria popular con himnos y banderas de pudor. (Lea también: La discreta señora que revolucionó el estudio de la sociedad)
La casa estaba situada cerca de la de mi bisabuela paterna, doña Rafaela Isaza. Entonces, la aldea, eso era Envigado entonces, una aldea con olor a mula sudada y una iglesia blanca, no se había extraviado en el progreso y en la banalidad de las sucias violencias que siguieron y que todos conocemos porque sus pormenores plagaron los periódicos. Ni había loteros por las calles. Niños durmiendo en los andenes. Ni tiros por las noches. Y los mendigos eran conocidos por sus nombres. Mi abuela paterna, Tulia, la hija de Rafaela, incluyó siempre en su mercado de la semana el chocolate y el arroz y los plátanos de una anciana retorcida, sin dientes, que decían que estaba graduada de bruja. Alguien le había hecho la prueba poniendo una vela encendida en las plantas de los pies mientras dormía. Y no despertó. Esa era la señal. Las brujas no sentían la quemadura porque andaban con otro cuerpo cabalgando una escoba en algún cielo contrario al habitual de nosotros.
Mis abuelas jamás hablaron de esa muchacha del vecindario llamada Débora Arango. Aunque es seguro que la llevaban untada como un escándalo de conciencia y hasta quién sabe, como un signo de la descomposición del mundo y del fin de los tiempos anunciado por los profetas. Y supongo que debían verla como una descarriada, como al mismo diablo, o la misma diabla, aunque era hija de padres honorables, había viajado por Europa y había estudiado con los muralistas mejicanos, y con Pedro Nel Gómez, uno que había afinado la mano en las mejores academias de Italia. Lástima que pintara a sus amigas desnudas y borrachos empuñando botellas y putas puñaleteras y monjas famélicas embobadas mirando un simbólico pájaro rojo y pordioseros agonizantes junto a puertas oscuras. Habiendo tantos floreros para pintar. Y habiendo tantos crepúsculos y amaneceres bonitos, la hija de Castor María Arango y Elvira Pérez se engolosinaba en las miserias del mundo. Sus mujeres desnudas no eran bellas. Y hasta atentaban contra la anatomía y las normas de la composición admitida. Y no era posible decir una oración ante sus cristos. Por qué no pintaba gatos como los gatos domésticos de todo el mundo y no esos gatos que no se sabe bien si son monos o gatos, enmarcados por la bandera nacional. A mí no me gustaba pintar lo de todo el mundo. Dijo en una entrevista, ya casi centenaria. Eh. Yo prefería ocuparme del esfuerzo del pobre, de los sufrimientos que acarrea la pobreza sobre tanta gente. Habiendo tanto sufrimiento no me iba a poner a pintar mantillas.
Vine a ver un cuadro de Débora ya viejo. Cuando comenzó a revelarse su grandeza de artista rebelde y su nombre comenzó a ser reconocido por los críticos de arte y ella comenzó a recibir condecoraciones del Gobierno. Hasta la Cruz de Boyacá le dieron. Ahora echo cuentas. Cuando yo pasaba frente a su casa en 1950, esa mujer innombrable ya había dejado de ser una muchacha puesto que había nacido en 1907. No me extraña descubrir ahora que lo hizo bajo el signo de Escorpión. Tenía el talante de las mujeres de Escorpión: independiente y voluntariosa. Tanto, que ante los ataques que le merecieron sus pinturas en el ambiente cultural, en vez de arrepentirse y corregirse se encerró en su casa blanca a pintar lo que le daba la gana. A realizar una obra admirable, que más allá de sus cualidades artísticas es también un testimonio de la Colombia violenta y obscena que nos tocó vivir.
Cuando los nadaístas íbamos a Otraparte a tomar chocolate y a comer almojábanas en el corredor del hogar de Fernando González, seguí sabiendo, con el saber de la ignorancia siempre, que allí cerca vivía esa mujer de quien debían saber todo mis tías abuelas como si lo ignoraran, esa mujer que para ellas pintaba como si estuviera endemoniada. Francisco Franco había cerrado una muestra de sus pinturas en España. Cómo no la iba a cerrar. Si esa muchacha, para completar el escándalo, montaba un caballo a horcajadas, como los hombres. Y usaba pantalones de hombre cuando estaban prohibidos por la Iglesia.
Aún me faltaba un tiempo para establecer un paralelo entre el más agudo y temible de los panfletarios colombianos y su corrosiva vecina. Que como él, había gastado la juventud en el empeño de escandalizar las academias, los obispados, y los políticos de la caverna, en la ciudad pacata, trabajadora y filistea. Y que luego se había entregado como él al trabajo solitario sin afanes de reconocimiento. Como un deber de vivir. ¿Y dónde habría cuadros suyos? Me preguntaba. Pero no había un cuadro suyo por parte alguna. Solo su fama hostigante. Y la sospecha de que aún vivía y pintaba en su casa blanca llamada Casablanca.
La pintura de Débora Arango tiene mucho de panfleto, de manifiesto, de indignación. Como la obra de Fernando González. En todo caso, es cualquier cosa menos decorativa. Como le hubiera convenido al éxito de una muchacha antioqueña de su clase en ese lugar y esos tiempos. La pintura de Débora Arango no halaga. Ni acompaña. Ni aquieta. Incita al asco, fustiga. Es gesto de rebeldía. Un crítico dijo que allí, en Envigado, una muchacha de la clase alta se adelantaba entonces a lo que hacían los vanguardistas europeos. La acuarela, agua y luz, fluidez, transparencia, entonces era una técnica de paisajistas, de pintores de flores de fin de semana, de bodegones con peras. Pero la más amable de las técnicas del pintor con ella abandonó su prestigiosa pureza. El pincel punza, denuncia, es repulsa, deforma. La luz se ensucia y el agua se endurece.
Sin embargo, hay en la obra de la pintora de Envigado momentos, instancias donde descansa la moral. Y se fatiga el grotesco de borrachos puñaleteros, pájaros de carroña y de los seres descompuestos por el terror metafísico y la miseria material. Son pocos, pero son. El retrato de un caballero con un sobrio sombrero en ocres. Y un flautista, una obra sobre la cual escribí largo, hace tiempos, en otra parte, por esto: porque me pareció insólito en su lirismo en la obra desgarradora de mi ya famosa paisana.
El flautista fue pintado cuando ya Débora Arango había gastado en un anonimato casi perfecto setenta años de los noventa y tantos que le dieron en gracia, en el ostracismo voluntario, curada de espantos sociales, acostumbrada a las incomprensiones como su vecino Fernando González, a esa edad cuando hacemos por razón o por fuerza el aprendizaje de la resignación. El flautista parece inesperado en la intranquilidad de la obra de Débora Arango poblada de imágenes protestantes. Tiene un aire de perplejo, con los brazos angulosos en el espacio dividido. Mira sin ver. Es obvio que sufre. Me hizo pensar que Débora Arango hubiera sido una buena ilustradora del Infierno de Dante. Tiene también algo de espectro. No le hubiera lucido la flauta traversa. Le viene bien la flauta de madera de los pobres que ella le asignó.
Es extraño cómo un músico es al mismo tiempo el tema de un cuadro lleno de serenidad silenciosa como su casa, en la obra de Débora Arango acostumbrada a gritar, a señalar desórdenes, fracasos y vicios. Y sin embargo el flautista no es un cuadro del todo tranquilo, pintado para el descanso del espectador. Para regocijarnos. Quién asegura que no está borracho. Además obliga a aventurar un montón de cosas sobre su origen y sus hábitos. Sin duda es huérfano. No ha cumplido veinte años. Y no vivirá muchos más. Según la avitaminosis. Y la ropa austera sin botones ni pliegues ni bolsillos que trasluce el desamparo, los huesos enfermos, las roñas del alma del humillado. Y, sobre todo, uno espera en vano que se ponga a tocar por fin lo que promete, que se decida a soplar. Y se pregunta qué clase de aire tocará. ¿Un vals, un pasillo, que es el vals de los pobres, o un bambuco?
No importa. La única melodía posible es la que cada uno es capaz de albergar en sí mismo. Cuando se decida por fin a tocar, quiero decir, si algún día se decide, ese flautista tocará una canción distinta para cada cual, la canción que le es propia, la suya. Por ahora, solo queda esperar.
Hoy, para completar el tardío homenaje de su patria, a Débora Arango se le concedió el honor de figurar en los nuevos billetes que pondrá a circular pronto el Banco de la República. Una amiga mía se queja, porque, me dice, la desprecian otra vez al incluirla en uno de la más baja denominación. Pero yo creo que gana, reconfirmando aquello de que los últimos serán los primeros. Al figurar en un billete de poco valor, el nombre de Débora alcanzará una mejor difusión. Porque se lo apropiarán los seres más humildes, los pobres, la mayoría desvalida, que casi nunca ve más que de lejos o en los sueños buenos un billete de cien mil pesos. Y jamás va a un museo. Nunca fui feliz, dijo en una de las últimas entrevistas que concedió. Pero sí encuentro en el fondo de mi vida una cierta satisfacción.
Su casa, Casablanca, como la de su vecino González, llamada Otraparte, fue declarada bien de interés cultural de la nación y Casa Museo. Así funcionan las cosas del mundo. Con mucha frecuencia, después de las humillaciones, las sociedades purgan con homenajes tardíos las injusticias que cometen con sus mejores artistas. Pero mejor tarde que nunca.
EDUARDO ESCOBAR
EDUARDO ESCOBAR
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