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San Juan Girón: un pueblo donde hasta los ateos creen en Dios

Este municipio es escenario de la crónica de la serie de EL TIEMPO, Hay Festival Cartagena y Fontur.

SERGIO OCAMPO MADRID
Juan de Dios Quesada habla con los muertos una o dos veces por semana. En ocasiones, lo hace en voz alta, pero casi siempre en el silencio de su mente. Nunca son conversaciones largas; unas palabritas nada más. Juan de Dios no es nigromante, espiritista ni médium. Tampoco está loco; él simplemente es el sepulturero de San Juan Girón (Santander) y tiene a su cargo los dos camposantos del casco antiguo municipal.
En esas está desde hace 22 años, cuando tenía 36, y recibió el cargo de su hermano Pedro, quien lo ejerció durante 11. Antes de ellos, el enterrador oficial fue Laureano Quesada, papá de uno y otro, y lo fue por 45 años. Los Quesada llevan casi ocho décadas despidiendo a la gente en su viaje al más allá, si es que hay más allá.
Don Laureano se volvió leyenda porque con sus manos arreglaba todo cachivache, porque podía dormir de pie y porque fue el primer dentista de Girón. “Papá guardaba las chapas de los muertos –cuenta Juan de Dios– y cuando alguien se quedaba sin dientes, iba adonde él para ver si alguna le quedaba”. Del cementerio San Isidro al parque principal solo hay tres calles, y es difícil en esa corta caminada no sentir que algún gránulo de arena en el reloj se atascó y España nunca supo que hubo un tal Bolívar, ni batallas, ni lanceros, y todavía permanece aquí, indiferente al ajetreo de los tiempos y a paso de beata y sacristán. Ahí, en la religiosidad, la de sotana, incienso y procesión, están el nervio y el alma, si es que el alma existe, de esta hermosa aldea blanca y marrón fundada en enero de 1631, a “tres tiros de escopeta” de Bucaramanga, y a la que don Felipe IV, el rey, le concedió el título de “ciudad notable de ultramar”.
De esos tiempos luminosos cuando era más ilustre que Bucaramanga y cruce necesario de caminos entre Maracaibo y Santafé, cuando era productora de oro y de tabaco, quedan 46 manzanas en pie, con achaques y la queja silenciosa de que los alguaciles y los capitanes de hace tres siglos quizá fueran mejores que los alcaldes de hoy en día. La frontera por el occidente es el río de Oro, muy contaminado y maltrecho, y en la otra orilla se pierde para siempre el alma colonial y se viene encima la estética ordinaria y triste de la mayoría de pueblos colombianos.
Por eso, es mejor quedarse a este lado y dejarse llevar por el aire místico, por ese fervor religioso que se impone en un pueblo donde se puede ser ateo, pero ateo en reserva y de puertas para adentro. No solo son sus seis iglesias y capillas, incluida su basílica menor; también es un museo religioso que presume de tener algunas reliquias que envidiaría el Vaticano. Baste decir que Girón es uno de los pocos pueblos con el inventario completo de sus párrocos de 1645 hasta hoy. Son 189 nombres desde Juan Francisco Sarmiento hasta Gerardo Gómez, el actual.
Fábulas espirituales
La devoción de casi cuatro siglos se presta para fabular, con inocencia, y proclamar verdades que se repiten y que es mejor no cuestionar.
Libardo Melo, uno de los dos sacristanes, asegura que la catedral de Girón es una copia exacta de Santa María Mayor, la de Roma. La comparación es temeraria porque Santa María es la cuarta de las basílicas romanas y una de las cinco patriarcales en el mundo; fue residencia temporal de los papas cuando la santa sede volvió a Roma de Avignon, y todavía conserva algo del estilo paleocristiano de su origen, 16 siglos atrás.
Tampoco es bueno reparar en fechas cuando cuentan que la imagen de San Benito de Palermo, uno de los santos patronos de los gironeses, con fiesta el 28 de diciembre, fue traída un día como ese, pero en 1645. El libro Historia de la parroquia San Juan Bautista de Girón reitera esa fecha y añade que fue adquirida por el reverendo padre Juan del Valle.
Lo extraño es que este singular santo, uno de los pocos de raza negra en los altares, fue canonizado por Pío VI apenas en 1807. Lo que nadie puede dudar es que la fiesta alrededor de San Benito es una de las más singulares de Colombia. “A lo largo de ese día –refiere don Gustavo Parra, ayudante y campanero en su juventud– mucha gente llega y es muy milagroso, sobre todo para los dolores y males del cuerpo. La gente se pinta de negro la parte afectada, aunque algunos se tiznan de pies a cabeza y dicen que en poco tiempo se curan de las enfermedades”.
Otro dato complejo tiene que ver con un par de reliquias presentes en el Museo Religioso, un sitio verdaderamente único, en el marco de la plaza central. Allí, en medio de decenas de tallas de madera, de santos y santas de yeso, ornamentos antiguos, patenas, rosarios, pasos de Semana Santa, se halla, tras el viril de una custodia, una astilla de hueso de San Juan Bautista. Y a menos de un metro está una urna con un trocito de la Veracruz, la cruz verdadera. “Ambas las trajo monseñor Gonzalo Martínez”, dice el sacristán Melo.
Lo que sí es indiscutible es que el Señor de los Milagros es amo y señor del poblado y las comarcas vecinas. Cada año, un día 14, llegan a congregarse 50 mil personas o más bajo el sol de septiembre, con la ilusión de la “indulgencia plenaria”, que es como un borrón y cuenta nueva para los pecados por hacer la romería hasta la basílica. Y esa promesa viene desde 1870 con la firma del propio Pío IX. En realidad, la mayoría llega con la expectativa de un milagro, de una curación, un empleo, un negocio que se enreda, un hijo en problemas…
La voz de las campanas
Desde la torre derecha de la catedral, las campanas suenan cada hora para anunciar la eucaristía siguiente. Las campanas de Girón son verdaderamente honorables y guardan una historia muy bella que se ha convertido en una leyenda. Sus protagonistas fallecieron hace cien años, pero en la década de 1930 el periodista Juan Cristóbal Martínez, ‘Juancé’, la dejó escrita en el diario El Deber, de Bucaramanga. Según él, corría 1882 y la actual basílica estaba a punto de ser culminada por los albañiles. El sacristán de ese tiempo, don Pedro Alcántara Rueda, un hombre que jamás había salido del pueblo, se percató de que el nuevo templo no tendría campanas pues el asunto se olvidó, a pesar de que ya existía un presupuesto de 14 mil pesos reunidos en colecta pública. Con timidez se lo recordó al presbítero José Alejandro Peralta, y le comentó haber oído que las mejores se hacían en Toledo (España). Luego se ofreció para salir de inmediato y tomar camino hacia Barranquilla, y de allí a la península en barco.
Pasaron los meses y empezó a crecer el temor de que Alcántara no iba a volver. ¿Muerto?, ¿fugado con las morrocotas? Poco después de cumplirse el año, una mañana un muchacho atravesó la plaza corriendo, entró a la basílica y dijo haber visto a don Pedro.
Ese primero de marzo de 1883 una procesión feliz caminó las seis leguas que distaban hasta el puerto de Marta, en el río Lebrija, donde el sacristán intentaba descargar las 8 campanas de un planchón vacilante. Existe una carta escrita por él, aunque nunca enviada, en la cual de su puño y letra explica que, llegado a la forja en Toledo, descubrió con dolor que los 14 mil pesos no le iban a alcanzar, pero que no se iba a devolver sin hacer la tarea. A cambio de trabajo, los dueños de la factoría le permitieron pagar el importe faltante.
Un milagro imposible
El Señor de los Milagros parece ser muy efectivo en su campo; eso piensan todos. No obstante, hay una circunstancia que ni el mismo Dios con sus ángeles y sus arcángeles logrará hacer revertir: Bucaramanga va a devorar a Girón. Inevitable. Y ese destino de volverse un barrio de una capital, a la mayoría le parece en extremo amargo. Es como perder el legado de abuelos, bisabuelos y tatarabuelos, y de ahí hacia atrás.
Desde el nacimiento de ambas, con apenas 9 años de diferencia y a solo “tres tiros de escopeta” (que en realidad son 9 kilómetros), se supo que, de prosperar, una de ellas absorbería a la otra. Girón nació como “ciudad”, por títulos, y Bucaramanga, como “pueblo de indios”. En el siglo XVIII, con el esplendor del tabaco y la explotación del oro, Girón tomó la ventaja. La era republicana y sobre todo el siglo XX después de los Mil días voltearon la balanza a favor de la segunda, y para siempre. Y en 1981, la creación del área metropolitana consolidó lo inexorable. Todavía hay campo verde entre ellas, pero en menos de 20 años es probable que el límite sea apenas una calle.
Esa conciencia, como de condenado a muerte, ha conseguido que Girón se aferre casi con rabia al sentir autóctono y que las tradiciones se hayan vuelto una lucha por la resistencia; una rebeldía con música de tiple y bandola. La Casa de la Cultura en la actualidad alberga 17 talleres, la mayoría para enseñar arpa, guitarra, acordeón y hasta vihuela. El profesor Óscar Guevara es uno de los encargados de recibir a los alumnos dos veces cada semana, prestar instrumentos y dictar las clases. “Ahora tengo 53 alumnos, la mayoría gente muy joven, aunque también hay un señor de 48 años”, cuenta él, mientras se oyen atrás tonadas en ejecución distinta. Aguzando el oído se captan ciertos acordes de Bonita, de Diomedes Díaz; más atrás, Bailando, de Enrique Iglesias, y en el fondo, tres tiples que rasgan el Pueblito viejo.
Hernando Uribe, historiador y gestor cultural, es uno de los que más advierten sobre la necesidad de apertrecharse en la esencia de seguir siendo pueblo, para no diluirse ante el avance de Bucaramanga. Por eso, de modo constante está proponiendo cosas ante la Alcaldía que sirvan para preservar los ritos, la gastronomía, los dichos locales, la forma de ser gironés.
El 15 de enero pasado, para el aniversario 384 de la fundación, Uribe logró sacar adelante uno de esos planes. Consiguió que seis pintores plasmaran en un lienzo de 24 metros cuadrados la capilla de las Nieves, que es el sitio donde nació Girón. Se asesoró de Fabio Torres, un experto en globoflexia del Sena, y consiguió 300 globos blancos calibre R40, globos comunes de piñata inflados con helio. Luego se extendió el lienzo en la plaza central, se le ataron los globos a los bordes, y el alcalde, Héctor Quintero, y el cura, Gerardo Gómez, lo soltaron. “Al infinito y más allá –dice Uribe–. La intención es que ese cuadro llegue muy lejos y sepan que lo hicimos aquí. Por eso, en la parte de atrás, lleva el número telefónico del pintor Jairo Callejas y la promesa de que quien lo encuentre recibirá medio millón”.
Hasta ahora nadie ha llamado, y dicen por ahí que es que Dios no lo ha dejado bajar.
SERGIO OCAMPO MADRID
Especial para EL TIEMPO
Sobre el autor: Sergio Ocampo Madrid, periodista y escritor de cuentos y novelas.
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