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Hermanas de leche

Se supone que la literatura miente, y que la historia dice la verdad. ¿Pero quién miente a quién?

Sergio Ramírez
La novela en América Latina ha dado cabida siempre a lo inverosímil que está en los hechos de la historia que por eso mismo nos llenan de perplejidad. Nos hemos acostumbrados a ver la historia como novela y la novela como sustituto de la historia, porque ambas parecen vivir en el mismo territorio dual de la imaginación, como hermanas de leche que son.
Es lo que deberíamos llamar la anormalidad constante. Si tantas veces no distinguimos entre hechos reales y hechos de la imaginación, es porque entre historia y novela se cree un tráfico de intercambios, y así, ambas se llegan a prestar sus instrumentos. Se supone que la literatura miente, y que la historia dice la verdad. ¿Pero quién miente a quién?
Hoy, cuando vivimos la historia a domicilio en las pantallas, nos agobia el exceso de información. Pero los hechos que se nos comunican de manera abrumadora no han ganado una calidad tan verificable como para ubicarse sin reparos en el terreno de la verdad. El relato de los hechos de la historia aparecerá siempre bajo un velo engañoso, extendido por la mano de intereses políticos, ideológicos, corporativos o religiosos. La novela, que ya se sabe que miente, gana crédito porque sabe seducir mejor.
La historia se escribe a favor o en contra de alguien, y no pocas veces por comisión del propio interesado; sino recordemos a López de Gómara componiendo en Valladolid su Crónica de la conquista de la Nueva España bajo encargo de Hernán Cortés, quien buscaba recuperar su poder en México, y necesitaba ser exaltado como el héroe único de la conquista de Tenochtitlan. Por eso mismo es que Bernal Díaz del Castillo, cuando lee aquella crónica se siente ofendido porque alguien ajeno a los hechos se los está contando de manera mentirosa, a él, que fue soldado de a pie de Cortés.
Y entonces escribe su Historia Verdadera de la Conquista, que nos seduce como si fuera una novela. Hay en Bernal un afán de informar exhaustivamente, con precisión, como cuando nos da el número de soldados muertos en una batalla, y de ser posible la lista de sus nombres y apellidos, oficios anteriores y edades. A cada paso declara que quiere ser veraz, y a cada paso acusa a Gómara de mentiroso, porque exagera y se pone como testigo de lo que sus ojos nunca vieron.
El siglo veintiuno nos entrega un repertorio de verdades que parecen imaginadas: las pandillas de las Maras en Centroamérica, que incendian autobuses con todos los pasajeros adentro; los cementerios clandestinos que se siguen llenando de cadáveres anónimos; los reyes de baraja del narcotráfico, que se sientan en retretes de oro y coronan reinas de belleza; los emigrantes que terminan dejando sus huesos en el desierto de Arizona; la corrupción, esa piel purulenta que viste al poder político, cualquiera que sea su signo ideológico.
La novela no funciona como texto sociológico, ni como alegato político. Trata sobre la vida, el horror, la locura y la muerte. Pero arrastra consigo la visión de la sociedad en la medida en que retrata las vidas de aquellos que sufren las consecuencias de esa anormalidad de la historia a la que no pueden escapar, y les impone exilio, separación, soledad y abandono.
La novela se abre paso en la textura del pasado reciente, el que apenas deja de ser presente, y en el presente mismo con toda su volatilidad, entre asuntos que siendo contemporáneos quedan a la vista en el registro cotidiano de las noticias; pero también acude a los asuntos escondidos en archivos olvidados, siempre en busca de la anormalidad, de los relieves exagerados de la historia, de su capacidad de causar asombro, sentimiento de injusticias no reparadas, e indignidades ocultas; y también entra en las galerías de personajes oscuros que el ojo del novelista es capaz de iluminar, héroes falsos a los que poner en evidencia, o héroes verdaderos relegados a los rincones desolados de la memoria.
Vieja pretensión de la novela, no solo de parecerse a la realidad, sino de ser aun más deslumbrante que la realidad.
Sergio Ramírez
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Sergio Ramírez
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