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Más vigilancia a hogares geriátricos

Denuncias por negligencia prueban que el sistema de salud se quedó corto para atender esta población

EDITORIAL
Desgarrador, por decir lo menos, el panorama que evidencian muchos de los llamados hogares geriátricos de Bogotá. Quienes por distintas razones han tenido que acudir a ellos se han encontrado con episodios de abandono, negligencia, maltrato, abuso sexual, caos administrativo e inexperiencia médica por parte de quienes fungen como funcionarios de los mismos.
Dice un reciente informe de este diario que en la capital hay más de 500 lugares de estos. Y que en el último año se han reportado 69 quejas por distintos hechos, aunque deben de ser más; lo que pasa es que no se denuncian.
Como en muchos otros frentes, el sistema de salud se ha quedado corto para atender a esta población. Y, en su defecto, han proliferado sitios que ofrecen servicios para el resguardo de los viejos, entre los que, así como los hay buenos, también están los que dejan bastante que desear. En Bogotá, barrios residenciales se fueron transformando en lugares donde hoy pululan centros geriátricos de carácter privado. Surgieron como una solución para esa otra tragedia que vive el mundo moderno: el abandono del adulto mayor. Ni siquiera en la China se aplica hoy esa máxima de que los jóvenes tenían que cuidar de sus padres una vez se convirtieran en viejos. Ahora esos mismos jóvenes abandonan el hogar, en busca de las luces de neón y de las oportunidades que brindan las grandes ciudades.
No es una decisión fácil para cientos de familias abocadas a que sus abuelos tengan que vivir sus últimos días en una institución geriátrica. Seguramente hay casos insalvables, y nadie está exento de dicha eventualidad. Pero lo mínimo que se espera de tales hogares –no pocos surgidos por mero interés económico– es un trato humano, digno y respetuoso con la persona, pues hablamos de seres que nos dejan su legado, sabiduría y enseñanzas. Es eso lo que deberían estar garantizando los organismos de salud y bienestar del Distrito.
El final de la vida no tiene por qué ser un suplicio y una tragedia. Sobre todo cuando se ha entregado esa misma vida para que otros puedan vivir las suyas.
editorial@eltiempo.com
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