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Catorce años después

EE. UU. está hoy mejor preparado para combatir ataques terroristas, pero el precio ha sido inmenso.

Sergio Muñoz Bata
Cuando llegué a la Universidad Internacional de la Florida la mañana del 11 de septiembre del 2001, me dijeron que mi conferencia se cancelaba porque había habido un accidente de aviación en Nueva York de tal magnitud que bien pudiera ser que se tratara de un ataque premeditado. Cuando vi por televisión que un segundo avión se estrellaba deliberadamente contra la segunda torre, el rumor de que era el principio de un ataque terrorista se convirtió en certeza.
Cuando se reanudaron los vuelos en todo el país, y mientras volaba a Los Ángeles, me esforzaba por entender quién era ese grupo llamado Al Qaeda y por qué odiaba tanto a Estados Unidos. También pensaba en los familiares de la gente inocente que murió atrapada en las Torres Gemelas y que nada tenía que ver con Al Qaeda. Lo que no imaginaba es que ese día iba a trastocar nuestras vidas con la intensidad con la que lo ha hecho.
Catorce años después, Al Qaeda ha sido debilitada enormemente y su cabecilla, Osama bin Laden, ha sido asesinado y el grupo criminal ha sido rebasado por el Ejército Islámico, sobre todo después de la insólita captura de la ciudad de Mosul, en Irak, en la que un puñado de apenas 1.300 combatientes de ISIS (por sus siglas en inglés) derrotó militarmente a un ejército iraquí de 60.000 soldados adiestrados y equipados para combatir por EE. UU.
A partir del 2014 asomaron las señas de identidad de ISIS, un ejército formado por exmiembros del ejército de Sadam Hussein que, humillados y desmovilizados por el procónsul Paul Bremer durante la ocupación estadounidense, se organizaron para combatir a los ejércitos de Occidente y establecer el califato árabe que los poderes coloniales les habían usurpado.
Según un consenso de expertos que recién han publicado sus libros sobre el tema, Patrick Cockburn, Andrew Hosken, Jason Burke, Abdel Bari Atwan y Sami Moubayed, citados por Edward Mortimer, del Finanacial Times, ISIS “se ha transformado en un Estado organizado y efectivo” que controla un territorio del tamaño de Gran Bretaña y donde habitan unos seis millones de personas. A esta descripción habría que añadir que se trata de un grupo de fanáticos que asesinan a personas inocentes con una crueldad desmesurada y destruyen joyas arquitectónicas que por siglos han sido patrimonio de la humanidad.
Como todo lector aficionado a la historia, sé que el conflicto entre Occidente y el mundo árabe data de siglos y que las distintas tribus árabes ha sido víctimas de la ambición colonialista occidental, que ha cercenado sus territorios, las ha derrotado y las ha humillado. En este contexto, el Estado Islámico sería tan solo “la última encarnación de un movimiento yihadista que hace décadas se ha venido construyendo y que tiene raíces profundas en la historia islamista,” como dice Mortimer.
También es cierto que ISIS enarbola las banderas del wahabismo del siglo 18, pero el sentimiento antinorteamericano se ha acentuado desde la invasión de Irak. El saldo de la intervención militar de Occidente en Oriente Próximo es abrumadoramente negativo: más de 130.000 civiles fallecidos entre Irak, Afganistán y Pakistán, más de 6.000 soldados americanos muertos, torturas en las prisiones en Abu Ghraib y Guantánamo, destrucción de ciudades enteras y de monumentos arqueológicos irremplazables, atentados terroristas en plazas, templos y mezquitas, más de 11 millones de personas desplazadas que buscan refugio, y un gasto que se mide en billones (trillones en inglés) de dólares.
Es cierto que EE. UU. está hoy mejor preparado para resistir y combatir ataques terroristas, pero el costo ha sido inmenso y el camino ha estado plagado de costosos errores, el mayor de todos, sin duda, la irresponsable e injustificable invasión de Irak ordenada por George W. Bush.
Sergio Muñoz Bata
Sergio Muñoz Bata
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