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Nereo

A sus 94 años, Nereo seguía trabajando en numerosos proyectos editoriales.

HERIBERTO FIORILLO
Para triunfar en Colombia –donde nació en 1920– este cartagenero, maestro de la fotografía, no necesitó apellidos. Huérfano a una edad en que los niños andan más en brazos que caminando, Nereo se envició pronto con las imágenes del cine que entregaba como proyeccionista al asombro del público en el teatro Murillo de Barranquilla.
Después, un manual fotográfico y un curso por correspondencia le darían la seguridad que el genio singular de su creatividad necesitaba para llenar libros, diarios, revistas y paredes de exhibición individual y colectiva con el resultado de su óptica incomparable.
A mediados de los 50, Nereo era un reportero gráfico que soñaba con radicarse como corresponsal de El Espectador en la capital del Atlántico. El hombre ya conocía, aunque no recordaba cómo ni dónde, a Álvaro Cepeda Samudio y a Luis Vicens, quienes le propusieron vincularse como director de fotografía a un proyecto de cine experimental que, según le dijeron, era basado en un argumento de Álvaro Cepeda y García Márquez. “Yo creo que la idea salió de un cuento de Gabo, con Álvaro. O era de Álvaro y él escribió el guión con Gabito”, me dijo.
Cepeda le contó a Enrique Grau que se trataba de filmar un cuento que él le había oído narrar una noche a García Márquez. La persona que recomendó a Nereo como director de fotografía fue el mismo dueño de la cámara de 16 milímetros que usaron, el catalán Guillermo Salvat, que sabía utilizar el aparato en noticieros de televisión, pero que de fotografía cinematográfica no sabía nada.
“El papel principal de gringo lo iba a hacer Bob Prieto –recordaba Nereo–; yo haría la dirección de fotografía pero terminé de actor y Luis Vicens fue el director. Como pude, logré crear ciertas atmósferas de luz y ayudé a Vicens en la elección de los ángulos”.
En sus créditos, la cinta sostiene que fueron cuatro sus directores, pero el verdadero realizador fue el también librero catalán Luis Vicens, que fundaría el primer cineclub en Bogotá. Los recuerdos siguen siendo de Nereo: “Yo no conocía el guión. Vicens me explicaba el plano que venía. ‘Ahora tú caminas por aquí. Coges por allá’. Me di ínfulas de actor y actué. Y la actuación no es mala. Álvaro, que fue el guionista, también actuó. Tuvo dos apariciones. Enrique Grau hizo de brujo. Y hasta Luis Vicens salió de espía”.
Para los gastos, recogieron una plata entre todos. “Fueron cuatro o cinco días de rodaje –dijo Nereo–. Después de la jornada nos íbamos a tomar unos sifones a La Cueva y a hablar de la película”.
La calidad de sus fotografías le merecieron muchos premios, uno de los últimos, la Orden de Boyacá, la más alta distinción que concede el Estado colombiano a sus más prestigiosos ciudadanos. A los 94 años de edad, cuando otros profesionales que alcanzaron la excelencia en su labor habían desaparecido o se dedicaban a vivir del recuerdo de su gloria, Nereo López seguía mostrando al mundo sus transfografías y trabajaba en numerosos proyectos editoriales.
Vivió sus últimos años entre Bogotá y Nueva York, la ciudad donde falleció, la misma en que había presentado de joven los exámenes finales de aquel viejo curso por correspondencia.
A Nereo lo conocí a fines de los años 70, cuando yo intentaba mis primeras crónicas y él dirigía con acierto el departamento de fotografía de la revista Cromos, en Bogotá. Fuimos amigos durante muchas décadas. Compartimos ideales, un libro y varias contrariedades. No olvidaré su profesionalismo, su vitalidad a toda prueba ni su sentido del humor. La Cueva es hoy un homenaje permanente a su obra y un testimonio sinigual de esa gran cofradía de amigos llamada Grupo de Barranquilla. Adiós, maestro.
HERIBERTO FIORILLO
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