En menos de catorce años, un exsoldado del ejército imperial alemán, Adolf Hitler, llega al poder con un discurso nacionalsocialista y antisemita que cala muy hondo en una población castigada por la hiperinflación y que ve en los judíos a los culpables de la crisis que sume a Alemania en una grave depresión económica.
La combinación de violencia, política y propaganda llevaron a Hitler y sus partidarios a la cúspide, desde donde comenzarían el proyecto expansionista pangermánico, una de las causas de la Segunda Guerra Mundial. Desde el 1 de septiembre de 1939 hasta 1942, el poderío alemán era casi que incontestable y en muchas ocasiones estuvo a punto de poner en jaque definitivo a los aliados. Después de malas decisiones por parte de Hitler, errores estratégicos, el contraataque soviético tras la invasión de 1941, el desgaste de su colosal industria bélica y la crucial intervención de Estados Unidos, el régimen nazi se vio acorralado hasta llegar a pelear por su subsistencia en las mismas calles de Berlín en abril y mayo de 1945. Hitler se suicida y parte del resto del liderazgo lo sigue o es capturado por los aliados.
El fin de la guerra también puso al descubierto el aspecto más oscuro y terrorífico del antisemitismo oficial del Tercer Reich. Mucho antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, el alto mando nazi ideó lo que llamaron “Solución Final” para la cuestión judía. Desde la llegada al poder en 1933, la política de persecución a los judíos, a quienes se les consideraba como traidores y culpables de la derrota en la Primera Guerra Mundial, se fue acentuando hasta ser un asunto de máxima prioridad. Para aniquilar a los judíos, se construyeron enormes campos de concentración.
En Auschwitz, el mayor de ellos y construido a las afueras de la ocupada ciudad polaca de Cracovia, murieron casi tres millones de judíos. La cifra total de judíos asesinados ronda, según estudios de muchas instituciones, los seis millones.