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En la frontera

Necesitamos asumir otro tipo de responsabilidades a largo plazo para acoger a estos ciudadanos.

YOLANDA REYES
A pie, a nado, en una balsa o bajo un túnel, cruzando un río, un mar o una alambrada, ahogados entre un camión frigorífico o entre un barco, a veces logran llegar a la otra orilla y a veces no les importa ya, porque están muertos. Los guardias que descubren sus cuerpos, descompuestos y a veces abrazados, se tapan la boca y la nariz, y los ciudadanos también se tapan (nos tapamos) los ojos en la comodidad de nuestras casas.
Las rutas, las causas y los métodos de migración son tan diversos como los países de origen. Unos huyen de los conflictos de Siria, Afganistán, Libia y tantos más, y otros huyen de la pobreza, simplemente. Unos van por la ruta de los Balcanes, otros se embarcan en África y otros, más cercanos, viajan aferrados al techo de ‘La Bestia’, ese tren que recoge migrantes por los países de Centroamérica para llegar a la frontera entre México y Estados Unidos. Una tragedia humana, decimos, en todos esos casos, con gestos que van desde la conmiseración hasta la indignación, o incluso el asco. Una tragedia humana, exclamamos también aquí al ver las filas de compatriotas a los dos lados del puente internacional Simón Bolívar o cargando un armario por ríos y trochas. Qué horror, como en Siria, decimos, pero mejor valdría decir: qué horror, como en Colombia.
Pese a las diferencias inherentes a cada situación, la marca común de los migrantes es haber ido a parar, y no por gusto, a la frontera. Pero no me refiero a esas líneas que separan los países, sino a ese limbo donde hemos expulsado a los que no tienen lugar físico ni simbólico. Por esa falta de lugar no es casualidad que sean clasificados como indocumentados, que los políticos los usen como botín electoral y los traficantes como mercancías humanas, que los gobiernos los marquen con D de deportados o R de revisados, y que a veces tengan que atravesar esa zona gris que va del rebusque a la ilegalidad. Tampoco es casualidad que aparezcan en las noticias como cuerpos detrás de una alambrada, sin nombres ni apellidos, salvo cuando las cámaras quieren mostrarlos en situaciones en las que ninguno de nosotros aceptaría ser filmado.
Protestamos por la violación de sus derechos y gritamos frente a las sedes diplomáticas de los países que los maltratan, pero no sé si quisiéramos ver sus colchones en la puerta de la casa o en el supermercado de la esquina, si les daríamos trabajo o si aceptaríamos compartir con ellos nuestros cupos escolares, nuestros barrios o nuestros hospitales. Los altos funcionarios, por su parte, les brindan “ayuda humanitaria”, refugio temporal y primeros auxilios, y hasta les ayudan a cargar enseres, mientras los reflectores los iluminan. Sin embargo, cuando se van a cubrir la siguiente emergencia, de proporciones (aún más) incalculables, ahí quedan los migrantes, con sus campamentos provisionales cada vez más rotos, y cada vez más permanentes, condenados a seguir en esa frontera, que cambia de lugar y sigue siempre igual.
Más allá de la responsabilidad que tiene el gobierno de Maduro por tomar decisiones que han afectado a más de mil personas vulnerables, necesitamos asumir también otro tipo de responsabilidades y de acciones a largo plazo para acoger a estos ciudadanos, pero no en el sentido de darles un albergue provisional, sino de ofrecerles las condiciones básicas para reconstruir sus casas y sus vidas. Entender que nuestras decisiones y nuestras reacciones tienen un impacto sobre esta historia, que no nos es ajena, y que nuestras múltiples formas de exclusión han convertido en “normal” lo que es impresentable puede ser más incómodo, pero quizás más constructivo a largo plazo. Lo otro es atribuirle todas las culpas a cualquier mandatario vociferante de cualquier país vecino.
YOLANDA REYES
YOLANDA REYES
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