El silencio cómplice y cobarde de la izquierda colombiana y la comunidad internacional es el denominador común de la tragedia que viven cerca de 800 colombianos deportados desde Venezuela por el cierre de la frontera.
Las imágenes de centenares de niños solos separados de sus familias a la fuerza por la brutalidad de la política venezolana, la destrucción masiva de casas que estaban marcadas con símbolos alusivos a su estatus, el irrespeto por las personas de la tercera edad y en situación de discapacidad que son deportadas a la fuerza y obligadas a abandonar su lugar de residencia hacen resonar uno de los momentos más dolorosos de la historia de la humanidad.
El 16 de diciembre de 1942 es recordado como el día en que Heinrich Himmler expidió el macabramente célebre Decreto de Auschwitz, con el cual se ordenaba la deportación masiva de gitanos radicados en Austria al campo de concentración de Auschwitz-Birkenau. La orden, que fue ejecutada a principios de 1943 con particular crueldad por las autoridades locales, obligó el desplazamiento de ancianos, mujeres embarazadas y niños que se encontraban en instituciones benéficas, todos, como consecuencia de su condición racial.
Así mismo, se ordenó confiscar todos sus bienes bajo el argumento que los gitanos eran hostiles para el pueblo y para el Estado.
Setenta años después, en el mundo falso e hipócrita de declaraciones universales de derechos humanos, de sistemas de protección a la persona humana, de organizaciones internacionales y de crímenes de lesa humanidad, estos hechos se repiten.
Porque aunque lo pretendan camuflar a través de la figura que sea, lo cierto es que no existe política más violatoria de los derechos humanos que una deportación masiva.
Ya lo afirmaba el médico y misionero francés Albert Schweitzer en su discurso de aceptación del Premio Nobel de Paz de 1952, pronunciado en Oslo el 4 de noviembre de 1954: “La violación más flagrante de los derechos históricos, y de hecho de los derechos humanos, consiste en privar a un determinado grupo de personas de su derecho a la tierra en la que viven, obligándolos a trasladarse a otros territorios”.
El Decreto No. 1950 del 21 de agosto de 2015, que declara el Estado de Excepción en seis municipios de Táchira, demuestra la incoherencia de un Gobierno que se ufana de amar el pueblo colombiano.
En su primera línea, Nicolás Maduro alega estar actuando “en cumplimiento del mandato constitucional que ordena la suprema garantía de los derechos humanos, sustentada en el ideario de El Libertador Simón Bolívar y los valores de la paz, igualdad, justicia (…)”, poniéndole una dosis de ironía a la situación que producen lágrimas más que risas. El espíritu de Bolívar, un Bolívar que en vida escribió la misiva a Henry Cullen en la que clamaba por la unión entre los países americanos, debe sentir vergüenza por las acciones de un Gobierno que enarbola su nombre mientras viola derechos.
Pero la ironía más grande, la viven los 781 colombianos, dentro de los que se cuentan 139 niños, a los que el mundo entero ha dejado solos en momentos en que el presidente del vecino país los usa como una cortina humo, culpándolos de la profunda crisis social y económica que afronta. La migración no genera la violencia, esta es generada por el hambre, la injusticia, la discriminación y el despotismo de un Gobierno al que se le escapa su pueblo de las manos. ¿A quién culpará Maduro cuando ya no tenga colombianos para estigmatizar?
En esa inmensa soledad de los únicos damnificados de esta penosa situación, cabe preguntarse: ¿dónde están las organizaciones regionales que tienen como mandato la protección de sus derechos humanos? ¿Donde está Unasur?, que tiene un secretario general tan colombiano como ellos y que en su tratado constitutivo establece que “la plena vigencia de las instituciones democráticas y el respeto irrestricto de los derechos humanos son condiciones esenciales para la construcción de un futuro común de paz y prosperidad (…)”.
¿Dónde está la OEA?, cuyo secretario, coincidencialmente de visita en nuestro país, se limitó a presentar un informe en el que en un solo párrafo le habla a los deportados de la frontera y al mundo entero, para decirles que el asunto es de interés para la organización y que “el diálogo directo entre las partes es fundamental para resolver este tema”. Diálogo al que Maduro le cerró la puerta en su alocución del lunes al afirmar que la reunión de cancilleres no lo convencerá de reabrir la frontera.
¿Dónde están los Gobiernos del hemisferio?, en especial aquellos cercanos ideológicamente al presidente venezolano, que en un destello de cordura y sensatez lo inviten a respetar los derechos de los más desprotegidos. ¿Por qué no han hecho sentir su voz de protesta los políticos colombianos que posan de amigos del Gobierno venezolano y defensores de derechos, cuando transgreden la dignidad de compatriotas que resultan indefensos ante la poderosa arremetida de un mandatario arbitrario?
Y lo más importante: ¿donde está el Gobierno colombiano?, que se muestra inactivo convocando a reuniones de la Comisión Asesora mientras a sus nacionales, por el hecho exclusivo de serlo, les transgredieron de manera permanente sus derechos, ya que es claro que por más avances diplomáticos que se den, Nicolás Maduro no les devolverá las casas destruidas ni los bienes saqueados.
El presidente Santos le apuesta a la “firmeza con prudencia”, en circunstancias que requieren más de lo primero, pues se trata del más flagrante atentado a la dignidad de los suyos. Como reza el bien conocido principio de derecho internacional: “una agresión a un ciudadano es una agresión al Estado de su nacionalidad”.
Las medidas que adopte el Gobierno colombiano para superar la crisis humanitaria en la frontera deben ser inmediatas y eficaces. Proteger a nuestros nacionales es la prioridad, pero para ello el Estado debe dejarle claro a Venezuela que su agresión no es solo contra un puñado de colombianos, es contra todo un país, y con ello debe llevar este asunto hasta las más altas instancias internacionales, generando con ello que los ojos se posen, aún más, sobre lo que está pasando en nuestro vecino, para evitar que el aislamiento contribuya a la profundización del desconocimiento de valores democráticos que hoy sufre la hermana nación.
CARLOS ARÉVALO
Profesor de la Maestría en Derecho Internacional
Universidad de La Sabana