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Apocalipsis

Ya que el mundo se va acabar, ¿por qué no salimos a la calle a besarnos?

Fernando Quiroz
Ya que el mundo se va acabar, ¿por qué no salimos a la calle a besarnos?
Propongo que elijamos una hora y una fecha –una fecha cercana, antes de que empiecen a sonar las trompetas del apocalipsis– y vayamos con nuestra pareja a besarnos frente al edificio de la Procuraduría, en la carrera quinta con calle quince de Bogotá.
Y quienes no puedan asistir a este besatón porque están en clase, porque están detrás de un escritorio sin posibilidad de escapar del rigor de los horarios, porque están tras las rejas, porque están a cientos de kilómetros de distancia, que se besen en los colegios, que se besen en las universidades, que se besen en los despachos públicos, incluidos los de la Procuraduría, porque es evidente que no los dejarán bajar.
Que se asomen a los balcones del segundo piso y se besen sin pudor, que se besen en el estrecho cubículo de los cajeros electrónicos, que se besen en los parques, que se besen en los restaurantes, que se besen en las salas de urgencias mientras esperan el turno para ser atendidos, que se besen en los cementerios.
Que los hombres se besen con sus mujeres. Y que se besen –si así lo han decidido– hombres con hombres y mujeres con mujeres, porque nadie se los puede prohibir. Que se besen como Brezhnev y Honecker, que es como deberían besarse algún día el Procurador General de la Nación y el Alcalde Mayor de Bogotá.
Que se besen con pasión y sus labios se fundan, y se fundan también los cuerpos, como en el hombre y la mujer de piedra de la bella escultura de Branscusi que exhibe el Museo de Arte de Filadelfia. Que se besen con tanto amor que el instante del beso se detenga para siempre, como en el lienzo que recoge el beso de los amantes vestidos de oro de Gustav Klimt.
Que se besen con la misma pasión con la que John Lennon, desnudo, besó a Yoko Ono pocas horas antes de ser aesinado. Que se besen con la misma entrega con la que se besaron en 1945, en Times Square, una enfermera y un soldado al que habían dado por muerto y acababa de llegar de la guerra.
Que se besen –que nos besemos– mientras llevan al señor Alejandro Ordóñez, con camisa de fuerza, al hospital psiquiátrico, en donde esta locura que padece –quizás la peor de las locuras: la que se manifiesta con ese morbo que encuentra el pecado en cada cosa– tal vez le impida oír las trompetas y entender que ha llegado la hora.
Fernando Quiroz
Fernando Quiroz
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