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El bandido santo

Agradecidos, los narcos dejan dádivas de gratitud cuando les va bien en los embarques.

Al principio pensé que se trataba de una historia colombiana. Me contaron que en México fue muy popular hace unos años el romance entre una reina y un mafioso. Que el capo vio por primera vez a la muchacha en una fiesta con su novio, le entró a golpes al jovencito y se la quitó. Después, el mafioso se acostumbraría a secuestrarla, a literalmente montarla en su automóvil, cada vez que deseaba estar con ella.
Los mexicanos se saben mejor que nadie la historia de esa reina, Sara Cosio, y la de ese mafioso, Rafael Caro Quintero, un relato que refieren, casi siempre, en el marco histórico de otra leyenda mexicana, la de un bandido de la revolución, convertido en santo patrón. Un bandido que, a la manera de Robin Hood, robaba a los ricos y daba dinero a los pobres, antes de ser muerto y luego ahorcado, en ese orden y por capricho de las autoridades, a principios del siglo pasado. El pueblo le rinde culto desde entonces, con el explicable repudio de la Iglesia.
Se llamaba Jesús Malverde y el gobierno de Sinaloa dio una gran recompensa por su captura, el 3 de mayo de 1909. Venerado como un santo por la gente de Culiacán, las carnicerías, las estaciones de gasolina, las lavanderías y hasta un equipo de béisbol llevan su nombre. Sus hazañas son celebradas en canciones populares, con títulos como Primero Dios y luego Malverde o Malverde, el milagroso. Malverde, un forajido típico que se tapaba nariz y boca con un pañuelo de algodón. Malverde, un atracador de buen corazón que repartía su botín con los pobres.
Culiacán ha visto varias veces el montaje de El vaquero de la Divina Providencia, una obra teatral sobre el bandido, y hay también sobre su vida una película, pero el lugar más concurrido por los seguidores de Malverde es una vistosa capilla dedicada allí mismo a su adoración. Una estructura azul y naranja de bloques de cemento y ventanas de plástico, cerca del paso del tren. Alrededor de un busto de Jesús Malverde hay de recuerdo cabellos humanos, muletas agradecidas, fardos, fotografías de niños robustos y animales recién encontrados, puestos allí por los beneficiados.
Narcotraficantes de todas las calañas acuden regularmente a esa capilla, y a otras que han construido en distintos lugares, donde dejan dádivas de agradecimiento cuando les va bien en los embarques, evitando la policía de frontera, engañando a los perros y arribando ilesos a los Estados Unidos, por ejemplo. “Malverde protege a la humanidad”, sostienen. “Cualquier persona puede buscar su protección”, aseguran. Con el dinero de los feligreses se mantiene el santuario, se compran sillas de ruedas y se da sepultura gratis a los menesterosos.
El bandido Malverde era un zapatero antes de irse a las montañas. “Venerarlo ha sido desafiar, rechazar el mal gobierno que tenemos”, siguen opinando los campesinos, que han transformado su muerte en símbolo de protesta. Antes de morir, Malverde pidió a sus compañeros que entregaran su cuerpo a la policía y cobraran la recompensa que ofrecían, pero sus amigos no lo hicieron así y continuaron asaltando trenes y diligencias en su nombre, hasta que el valor de la recompensa se multiplicó por diez. El Gobierno lo recibió muerto y decidió colgarlo de nuevo a un árbol para siempre, como escarmiento, sin darle sepultura, pero lo que provocó fue veneración. La gente empezó a colocar piedras debajo de su cuerpo colgado y Malverde terminó sepultado en una montaña rocosa que aún hoy se conserva llena de flores, junto al palacio gubernamental que construyeron en el sitio y donde suceden todo tipo de desgracias porque, por su desalmado proceder, cada gobierno sufre, según sus pobladores, la maldición de ese santo bandido.
HERIBERTO FIORILLO
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