En la manga de un saco se está consumiendo la vida de varios jóvenes de Bogotá. “Soy de bachillerato, tengo 15 años y sí, vendo droga en el colegio”, dice Andrés*, expendedor y estudiante del colegio Marco Fidel Suárez.
Él tiene el negocio claro: en un solo día puede tener en su bolsillo entre 50.000 y 100.000 pesos, las ganancias de la venta de droga dentro del colegio, en el barrio o por redes sociales. “Nos contactan por Facebook, por WhatsApp, y así vamos teniendo clientes”, cuenta. (Lea también: Detectan 247 expendios de drogas ubicados en colegios y universidades)
Como él hay varios estudiantes que, contratados por pandillas, se dedican a vender drogas dentro de los planteles públicos y privados. Andrés lo explica así: “Eso funciona como una microempresa. Cada combo se establece en un colegio, luego va coronando otro y así, hasta que domina un territorio. Luego surgen las peleas entre ellos”. Algunos jóvenes, atraídos por el dinero, terminan por hacer parte de esa cadena delincuencial.
“En mi salón, el consumo es total. Otra cosa es que lo quieran tapar. Lo que siempre les vendo es Dick (solvente), que es con lo que más se están drogando los estudiantes”, admite. Cada ‘mangazo’, como le llaman a una dosis de la sustancia, tiene un valor entre 500 y 1.500 pesos.
“Uno lo que hace es impregnarles el líquido en la manga del saco del colegio o en una tela, y ellos lo inhalan porque eso se disuelve mucho más rápido que el agua. También les vendemos popper, pero en un tarro”, comenta Andrés.
El efecto es de relajación. Y fue así, con ese tipo de episodios, con los cuales habría comenzado la tragedia de Santiago Isaac Sánchez Betancur, de 14 años, la misma que sumió a una familia antioqueña en llanto, tristeza y un lago de preguntas sin respuestas. Él y otros 22 jóvenes, estudiantes del colegio Marco Fidel Suárez se expusieron a un coctel químico que los llevó al hospital, y a uno de ellos a la muerte; el fin de los días de un joven de 14 años al que sus padres catalogaron como amante de las tablas de skate.
Andrés asegura que Santiago fue uno de sus clientes. “Yo solo lo distinguía, sabía que vivía cerca del colegio. Él me compraba Dick y marihuana –recuerda–. De resto, no sé nada más de lo que le pasó. Me contaron que en medio de la loquera le dio por inhalar el polvo del extinguidor, y que eso fue lo que lo mató”.
Ahora serán las autoridades las que determinen si el adolescente consumía drogas con frecuencia. Su familia lo niega rotundamente, pues dice nunca haber visto nada extraño en su comportamiento. “Íbamos a trasladarlo de colegio. Él mismo nos contaba que allá vendían vicio y que en una ocasión le intentaron robar el celular en el colegio. A mí me daba pesar porque veía a niños muy mal vestidos y sin bañarse. Hijos de padres divorciados”, dice Santiago Sánchez, padre del menor.
Andrés explica que el consumo dentro del colegio es normal, pero que la droga también se vende en los parques o discotecas para niños: “Hay gente a la que le gusta consumir mucho. La he visto en fiestas. De pronto se quedan quietos, paralizados, les da un ataque, se caen y sus dedos se retuercen. Eso les gusta”.
Según este estudiante, los directivos del colegio saben todo: el consumo, la venta y, además, el porte de armas blancas. “Claro que entramos armados. Eso es normal”, sostiene Andrés.
La pregunta es ¿por qué los directivos no hacen nada? Dicen que temen ser víctimas de represalias por parte del estudiantado. “Ellos saben que si cuentan se meten en problemas”, dice el joven. Hasta ahora ha sido imposible tener una versión de los hechos por parte de la rectora o de algún profesor de la institución.
Este alarmante panorama no sucede solo en el colegio en donde Santiago pasó sus últimas horas de vida. En el Inem de Kennedy también se ha evidenciado el consumo de drogas. “Tengo 17 años y he hecho todo mi bachillerato en ese colegio. En séptimo comencé a consumir. Fue por influencia de mis amigos”, dice Felipe*. El joven afirma que, por lo menos, 15 jóvenes de un salón de 40 son consumidores. “Después de que uno entra, ya se pone complicada la situación”, anota.
Allá también se compra y se vende Dick, pero él narra que el químico, el cual se usa para la limpieza de computadores, se consigue en algunas droguerías del centro de Bogotá. Su relato coincide con el de Andrés, los mismos términos, el mismo valor, todo. “Allá se consume en los salones. El Inem tiene bastantes puntos ciegos en donde uno se puede drogar. Fácil”, advierte Felipe y añade que en el Inem tampoco se ha hecho nada al respecto, que el tema es tratado como un tabú. “En mi colegio amenazan a los profesores. Todo lo que hacen son paños de agua tibia: talleres, llamados a coordinación, suspensiones. Eso ya no sirve de nada a ese nivel –dice–. Nadie quiere enfrentar esa situación. La policía va, si acaso, tres veces al año a hacer requisas”. Felipe manifiesta que lo más grave es que cada vez niños más pequeños comienzan a consumir. “Hasta Ribotril se meten”, concluye.
Una tragedia anunciada
El TIEMPO había publicado un informe que revelaba que bandas delincuenciales estaban amenazando a jóvenes de colegios públicos y privados con el fin de ingresarlos al negocio de expendio de drogas.
La denuncia la hizo en el 2013 la Fundación Stop Bullying Colombia, que, en cabeza de Ricardo Ruidíaz, puso al descubierto amenazas de muerte en su contra. “Comenzaron cuando denuncié que jóvenes de colegios públicos estaban siendo presionados y reclutados para hacer parte de bandas y pandillas dedicadas a negocios ilícitos”, cuenta.
Ellos efectuaron 5.500 encuestas virtuales a nivel nacional, personales y telefónicas, sobre acoso escolar ese año. “Fue la única forma de obtener información, porque nuestro primer gran obstáculo fueron los rectores”, declara. (Lea también: Drogas y armas, dos problemas que no ceden en algunos colegios)
Lo encontrado fue revelador. Cuatro de cada diez estudiantes entre los 12 y 17 años han consumido sustancias para doparse y muchos de ellos han sido miembros de la cadena del negocio en los colegios. “La Secretaría de Educación reconoció el problema, pero nos pidieron que moderáramos el discurso porque afectaba a la Administración. Los debates en el Concejo calaron en pocos. Ahora, cuando hay un estudiante muerto y varios amenazados, tratan de culpar a los rectores. Eso no es justo. Aquí hay responsabilidades compartidas”, sostiene el investigador.
‘Ollas’ cerca de planteles, lejos de acabarse
Luego del incidente que terminó con la vida de Santiago Isaac Sánchez Betancur y que dejó a 22 estudiantes del colegio Marco Fidel Suárez en el hospital, el 11 de agosto, hay más preguntas que respuestas.
La primera de ellas es ¿qué pasó con la investigación que adelantó la Secretaría de Educación (SED) en 2014 en la que se denunció la existencia de las ‘ollas’ que minaban el clima escolar y atentaban con la seguridad de los estudiantes? Poco.
Según el investigador Ariel Ávila, quien estuvo al frente de ese estudio de la SED, con la pretensión de que la Policía de Bogotá hiciera lo suyo, hoy los resultados son poco contundentes: de 116 bandas denunciadas se han desmantelado 23 y de 321 ‘ollas’ que se pusieron en evidencia se han erradicado 14, según un seguimiento de la entidad a los resultados.
Otro de los cuestionamientos es ¿qué tanta responsabilidad les corresponde a los colegios en tragedias como la que conmocionó a Bogotá esta semana, más allá de tener un protocolo de atención y una enfermería para casos de emergencia? Según la Secretaría de Salud, el 57 por ciento de los niños y jóvenes que llaman a la línea 106, un canal para que ellos expresen sus problemas de violencia, uso y abuso de sustancias psicoactivas, pensamiento suicida, alteraciones de la conducta alimentaria, entre otras situaciones, se queja de soledad.
Bajo esta premisa, ¿dónde está la intervención de las familias en los problemas de sus hijos? Para el secretario de Educación, Óscar Sánchez, es necesario trabajar más en la articulación de actividades entre las distintas entidades: ICBF, Policía, Secretaría de Salud y padres de familia. “En Bogotá y en el país nos está costando trabajo controlar las pandillas y el microtráfico: reclutan jóvenes para la distribución de estupefacientes. Esto desborda la capacidad de los colegios y de la Secretaría. Hemos invertido más de 130.000 millones de pesos en formación ciudadana y convivencia, en el aumento de orientadores, y en la respuesta integral de orientación escolar (RIO) para emergencias. Pudo haber errores en el colegio que ameriten sanción o investigación, pero quedarse en eso y no atacar la raíz del problema es no hacer nada”.
CAROL MALAVER
Redactora de EL TIEMPO