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Fue obligada a trabajar por 35 años como empleada doméstica sin pago

María Trinidad Cortés, de 83 años, fue sometida a duros tratos por una familia en Medellín.

Una década atrás, Lucía Estrada, ingeniera ambiental jubilada, notó con frecuencia la presencia de una anciana en un supermercado del barrio El Poblado de Medellín. La sensación de verla desprotegida despertó su curiosidad.
Menuda, algo despeinada, con vestidos anchos que casi arrastraba por el asfalto y mocasines gastados, la mujer saludaba sonriente a los empleados, hacía compras apresurada y volvía a un edificio elegante, con airoso nombre italiano.
No fue difícil entablar diálogo con ella. María Trinidad Cortés Antonio, natural de Pauna, Boyacá, respondió dulce al primer saludo de Lucía, y con los años dejó verse como una señora querendona y fiel a su patrona, una viuda rica, madre de cuatro profesionales.
‘Trinita’, como la llamaban de cariño en el supermercado, era empleada doméstica de una familia adinerada, dueña de fincas ganaderas e industrias metalúrgicas, y dueña también de un apellido célebre en Medellín que, por ahora, Trinidad prefiere guardarse.
Por sus compras, casi siempre en la mañana, la ingeniera intuía que Trinidad estaba a cargo del almuerzo de la casa. Lo que ahora se cuestiona, y lamenta, es cómo nunca se preguntó por qué una anciana, que andaba lento, con dificultad, y no pesaba más de 40 kilos, todavía trabajaba.
–Una torpeza–, se responde. –Yo, una mujer inteligente, miembro toda la vida de un sindicato en una empresa grande, no vi lo que era evidente–, continúa.
Así fue hasta que hace un poco más de un año, encontró a ‘Trinita’ en el supermercado con la cara morada y los ojos llorosos. Sin detalles, le dijo que en esa casa estaban pasando “cosas horrorosas”. Que la patrona había muerto, y una de sus hijas y un nieto querían vender el apartamento y dejarla en la calle.
Lucía buscó a una abogada del sindicato al que pertenecía, y esta le recomendó preguntarle a la empleada quiénes eran sus patrones, si tenía seguro y si su sueldo era el adecuado. Se espantó de sí misma al ver que en diez años, por pudor, no había ahondado en las condiciones en que vivía su amiga del supermercado.
Entonces, un día –no recuerda la fecha–, le pidió al portero de aquel edificio que llamara a Trinidad al apartamento para entregarle un paquete con algo de ropa y artículos de aseo.
Aunque es difícil entender lo que la anciana habla, porque perdió parte de sus dientes y la audición del oído izquierdo en un accidente al cruzar la calle que separa al edificio del supermercado, con el tiempo, Lucía aprendió a descifrarla, y ese día entendió con claridad y horror la historia de María Trinidad.
Tenía 82 años, 44 de los cuales había trabajado para esa familia. Era la cocinera de la casa y recibía, en los años 70, 300 pesos con derecho a cinco horas de descanso los domingos. No obstante, en 1980, la familia dejó de pagarle argumentando que no tenían dinero, que tenían que esperar a vender una finca en el suroeste antioqueño.
Tampoco tenía vacaciones ni feriados. Trabajaba por la comida y la cama. Jamás estuvo afiliada al Sistema de Seguridad Social en Salud y solo le permitían salir al supermercado para hacer las compras de la casa. De hecho, hasta hace muy poco descubrió con asombro el metro de la ciudad.
Aceptó que la golpeaban y que un nieto de la patrona la agredía con una escoba. Le pedían que no hablara con vecinos ni con nadie en el camino de la casa al supermercado. Además, estaba indocumentada, porque había perdido la cédula y no hubo quién le dijera cómo expedir una nueva.
No obstante, aunque a Lucía le costaba entenderlo, Trinidad aguardaba con esperanza el pago de 35 años de trabajo. Le decía a la ingeniera que los patrones iban a recapacitar y la iban a valorar más. Por eso, y porque perdió contacto con su familia boyacense y no tenía a dónde ir, se quedó en casa de la familia.
Dice Lucía que ‘Trinita’ “estaba sitiada”. Perdió la percepción clara del espacio y del tiempo, de más de 30 años esperando por justicia, encerrada en una vivienda.
Su comportamiento, continúa la ingeniera, parecía el de alguien con el síndrome de Estocolmo: aferrada a ese pedacito de El Poblado y preocupada porque a los patrones les pasara algo si ella hablaba, aunque de por medio hubiera una larga lista de vejaciones.
Los vejámenes
Trinidad se mece en una silla de la casa de su sobrina en el municipio de Caldas, a media hora de Medellín.
Luego de ofrecer insistente agua o café a los visitantes, advierte que su historia es larga y dolorosa, y que a veces sus oídos pierden la comunicación.
Recuerda primero que, hastiada de los malos tratos de su padre y su madrastra, se fue de Pauna cuando apenas era adolescente.
No sabe con exactitud el mes y el año de su partida, solo que dejó la escuela, le pidió ayuda a un sacerdote de Chiquinquirá y este la envió a Bogotá a la casa de un pariente para que trabajara como empleada doméstica.
Allí, en el barrio El Chicó, Trinidad lavaba, planchaba y aprendió el arte de preparar suculentos platillos: arequipe, cañón de cerdo relleno, tamales, lengua en salsa, ensaladas y un plato turco popular entre quienes la conocen.
A la casa también llegó Omaira Rodríguez, una sobrina de Trinidad que se fue de la casa a los 13 años por las mismas razones de su tía, y que se hacía cargo de hacer la limpieza.
Fueron buenos tiempos, buen trato, buena paga y domingos libres para bailar en Zipaquirá, hasta 1971, cuando los Navarro migraron a Estados Unidos y las reubicaron con una familia del barrio La Soledad.
Los nuevos patrones, los mismos de quienes Trinidad se reserva nombres y apellidos, vivían en la opulencia. Tenían una hacienda con 300 cabezas de ganado cerca al municipio de Jericó, suroeste antioqueño, y empresas en Medellín.
Pronto se mudaron a una casona del barrio Laureles, en la capital antioqueña, y cuando los cuatro hijos se casaron y el padre murió, la patrona, una hija y sus dos empleadas se trasladaron a un amplio apartamento de El Poblado.
Omaira no estuvo por mucho tiempo. En 1979 quedó en embarazo y pronto la despidieron por bajo rendimiento.
‘Trinita’ quedó sola en la casa y de un día para otro, en 1980, la señora y sus hijos dejaron de pagarle. Le dijeron que se ganara el hospedaje y la comida con trabajo.
Las llamadas para su sobrina fueron cada vez más escasas y nunca asistió a las invitaciones de almuerzos de domingo o de primeras comuniones que esta le hacía, con la excusa de que no la dejaban salir.
Omaira consiguió trabajo como empleada doméstica en un apartamento cercano y en visitas esporádicas la encontraba con moretones y cicatrices. Le preguntaba qué le había pasado y Trinidad mirando el cielo, le decía “mi Dios verá”.
La mujer le contaba a su sobrina que cuando la familia se iba de viaje, la dejaban sola, sin llaves de la puerta de ingreso, al cuidado de los perros de la casa, con la nevera cerrada con candado y con reservas para preparar arepas y café.
El rencor no es característico de Trinidad. De hecho, se siente incapaz de referirse en malos términos a la familia. No obstante, hay dos cosas que le producen llanto: hablar de la ingratitud de sus patrones y recordar las veces en que se enfermó de gravedad y no recibió atención médica.
Cuando un carro la lanzó varios metros en la calle, su patrona solo le dio una pastilla para el dolor. Cuando recibió una corriente eléctrica fuerte que le torció por varios días el rostro y le impedía comer y hablar, tuvo que aguantarse; y en 2007, cuando se sintió tan débil que no pudo pararse de la cama, la dejaron sola por 33 días en el Hospital General de Medellín, con un diagnóstico de linfoma de Hodgkin (un tipo de cáncer que se origina en los glóbulos blancos).
En esa ocasión, un portero del edificio le avisó a Omaira que ‘Trinita’ estaba grave. Su sobrina la encontró en una sala de urgencias, perdida, sin entender por qué la desampararon.
Trinidad y su sobrina Omaira Rodríguez, con quien ahora vive en el municipio de Caldas.
Cuando le dieron de alta y volvió a El Poblado, Omaira se empecinó en llevarse a su tía para una casita en el municipio de Caldas, donde aún hoy vive con sus tres hijos, pero la respuesta de una de las hijas de la patrona fue: “Trinidad solo sale de esta casa de paticas para el cementerio”.
La anciana se quedó entonces a merced de los malos tratos de la familia y de dos empleadas adicionales que habían contratado y que, según descubrió Trinidad, ponían en los jugos de ella y de su patrona pastillas para doparlas y tener que lidiarlas menos.
La mujer las destapó, a ambas las despidieron y, a los 80 años, los oficios y comidas de la casa volvieron a quedar en sus manos.
“Lavar, planchar, cocinar, atenderlos. Otra vez a trabajar. Nunca se me olvida. Todo lo tengo aquí en la mente”, dice, procurando ser clara, pese a sus dificultades de lenguaje.
“Con esa millonada de plata, y no tenían plata para pagarme nada”, continúa con esfuerzo.
“Me decían: ¿Y es que la comida y la dormida no valen? Y yo pensaba que pasé tan feliz en Boyacá y en Bogotá, pero en Medellín recibí muchos golpes”, culmina y se para a tientas por agua, porque en los últimos días, dice, forzar el habla le seca demasiado la garganta y teme que un día cualquiera ya no pueda decir nada.
‘Trinita’ es libre
En diciembre del 2014, el Juzgado 13 Civil de Medellín falló una acción de tutela que ordenaba a los cuatro hijos de la familia pagarle a Trinidad un salario mínimo y afiliarla a una EPS hasta que un juez laboral se pronuncie y falle definitivamente sobre sus derechos laborales.
El 7 de julio del año pasado, Omaira y Lucía se pusieron en contacto y lograron llevarse a la mujer de la vivienda.
Los análisis médicos que le practicaron mostraban una osteoporosis avanzada y recomendaban que la mujer, entonces de 82 años, ya no estaba en capacidad física de laborar.
Tal vez la libertad le sabe amarga a ‘Trinita’. Le ha costado acostumbrarse a una nueva calle y a unos nuevos rostros en casa de su sobrina, y le ha costado, sobre todo, que pasen los días sin una visita de la familia a la que entregó sus días.
No quiere venganza, solo recibir lo que por derecho le pertenece. Ni siquiera quiere hacer historia, aunque hoy, 22 de julio, cuando se conmemora el Día Internacional del Trabajo Doméstico, un fragmento de su relato será proyectado en el Salón Boyacá del Congreso de la República durante una audiencia pública que insistirá en que haya prima para trabajadoras y trabajadores del servicio doméstico.
El nombre Trinidad dejará de relacionarse con la indefensión absoluta a la que fue sometida. Su nombre y su rostro, tal vez, serán emblema nacional de una lucha que los empleados domésticos esperan culminar con victoria.
MARIANA ESCOBAR ROLDÁN
@marianaesrol
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