El libro ha tenido una gran aceptación en Colombia, aunque no haya despertado mucha polémica. Su tema es la desigualdad entre los países ricos y pobres del mundo, como resultado histórico del perfil de las instituciones políticas y económicas. Y aunque ha sido muy comentado, nada se ha dicho sobre uno de sus argumentos centrales: que el “sentido común” es su fundamento, y no las mismas teorías de siempre. Es importante analizar ese “sentido común” para entender lo que el libro dice de sí y cómo ha sido escrito para convencer.
El texto asegura que no hemos entendido bien el problema de la desigualdad en el mundo por culpa de tres argumentos sempiternos: el de la geografía, dónde hay países mejor ubicados para la riqueza; el de la cultura, que piensa el desempeño de las naciones según sus tradiciones y creencias; y el de la ignorancia, según el cual los países son pobres porque sus gobernantes no conocen bien la teoría económica. Pero no, nos dice: los países ricos son desarrollados porque sus instituciones son incluyentes, y los países pobres son atrasados porque las suyas son extractivas. En los ricos, las instituciones distribuyen el poder de manera amplia y pluralista, protegiendo los derechos de propiedad e impulsando una economía de mercado que motiva la inversión y la innovación tecnológica. En los pobres, el poder se concentra en unos pocos que manipulan las instituciones para explotar a la gente, violando los derechos de propiedad y desincentivando la actividad económica. Irrefutable.
Pero su contundencia dura poco. La respuesta a cómo se forman esas instituciones no logra convencer en quinientas páginas. Dice que estas surgen en procesos históricos complejos, definidos por la interacción entre las instituciones preexistentes y unos pocos acontecimientos –coyunturas críticas: “grandes eventos que rompen el equilibrio político y económico”, como la peste negra o la Revolución Industrial. La deriva institucional de un país es, entonces, un camino sinuoso y pleno de bifurcaciones. De acuerdo. Pero el libro nunca explica de dónde o por qué aparecen esas primeras instituciones. Y lo que es peor: al meter al mundo entero en un modelo simple, no logra superar un marcado determinismo histórico que se contradice consigo mismo y que fija el desarrollo a un destino único: Inglaterra, la industria, el neoliberalismo.
Pero analizar el libro no es fácil, pues está armado hasta los dientes. Es un best seller bendecido por los grandes diarios de Nueva York; elogiado por cinco ganadores del Premio Nobel de Economía y ocho profesores de las más prestigiosas universidades de Estados Unidos. George Akerlof dice en la carátula que la obra será imperecedera, como La riqueza de las naciones, de Adam Smith; una obra publicada con reserva en el Olimpo de los dioses.
El texto fue escrito con tres unidades que le dan forma y sentido: países, riqueza-pobreza e instituciones. Pero ninguna está definida, a pesar de que el texto sea una alusión permanente de lo mismo. Aquí los “países” son Estados y también naciones y economías, pero ya sabemos que eso es una confusión muy primaria. El Estado como unidad político-administrativa, la nación como comunidades políticas, y la economía como contabilidad nacional son conceptos que fueron desintegrados por las ciencias humanas hace ya varias décadas.
El libro también ha dado por supuesto el que sea muy obvio diferenciar a un país rico de uno pobre, como si la riqueza pudiera señalarse por la ventana. Y no es que sea relativo el “tener” del “no tener”, sino que habría que contextualizar mejor el “qué” y el “para qué” tener. La Inglaterra del siglo XIX sería muy rica entonces; hoy, ese país nos parecería miserable, contaminado y cruel; con la población viviendo en condiciones infrahumanas, mientras unos pocos celebran su riqueza, su “blancura” y el haber sido elegidos por Dios para ello.
Las “instituciones” son también poca cosa en este libro: el sistema legal que protege o no a la propiedad privada, y el sistema político que controla o no el ejercicio del poder. Douglass North, quien ha estudiado el asunto, dice que las instituciones son reglas de juego de la comunidad: “Una guía para la interacción humana, de modo que cuando deseamos saludar a los amigos, manejar un automóvil, comprar naranjas, pedir dinero prestado, establecer un negocio, enterrar a nuestros muertos, sabemos cómo realizar esas actividades”; todas fundamentales para el desarrollo. Pero Acemaglu y Robinson lo negaron al echar a la cultura por la puerta trasera, dejando las instituciones reducidas a oficinas de gobierno y a ley escrita.
El libro teje, pues, su escritura a parir de hilos invisibles. Una teoría sin definiciones que espera convencernos con ideas que parecen evidentes, porque su estrategia es mantenernos en las mismas confusiones de siempre: que las naciones son países y economías, que la riqueza y la pobreza dependen del crecimiento industrial y que las instituciones son el sistema legal y las ramas del poder político; todo, a la medida de Inglaterra –puro “sentido común”–.
Además, el libro está escrito con un “estilo” muy celebrado por su claridad; un estilo que encuentro muy propio de la literatura de autoayuda o emprendimiento. Hay títulos así: ‘Cómo las instituciones que promovieron la prosperidad crearon una retroalimentación positiva’; otro: ‘He visto el futuro, y funciona: el crecimiento bajo instituciones extractivas. Lo que Stalin, el rey Shyaam, la Revolución Neolítica y las ciudades-Estado mayas tienen todas en común’... Volteretas de fábula y consejos personales de felicidad aplicados aquí a la historia de los países y del desarrollo económico.
Y no es un estilo inofensivo, si- no una poderosa estrategia para darnos “lecciones de vida”, repitiendo siempre lo mismo: que “las instituciones extractivas”, que “la coyuntura crítica”, que “Inglaterra y Estados Unidos”; anécdotas de personas o de países que han seguido supuestamente esos mismos principios: los romanos, Stalin, el homo sapiens sapiens, no importa. La idea es convencer con identificaciones. Como en la fabulosa historia de dos hermanos coreanos que se reencontraron después de unos años. Uno hermano era pobre y el otro, rico. –¿Tienes un teléfono? –“No –dijo el hermano pobre, que estaba enfermo y cubierto con un abrigo roído–. ¿Por qué? Porque vivía en el norte, donde las instituciones eran extractivas; el rico vivía en el sur, donde eran incluyentes. Bravo. Además, Corea del Sur es rica –concluye– porque fue liderada por S. Rhee, un anticomunista educado en Harvard y Princeton, que fue asesorado por los Estados Unidos en su gobierno. Literatura de autoayuda con política exterior.
Pero la historia es quizá la estrategia más importante del libro. Porque la historia es escritura enmarcada en un conjunto de reglas propias a un contexto particular, de acuerdo con unos objetivos específicos. Acemaglu y Robinson la utilizan para defender sus ideas, y eso está bien. Pero sorprende el que hayan usado unas reglas tan anticuadas para escribir un libro que se vende como novedad. Si aislamos el estilo de Por qué fracasan los países, quedamos en el siglo XIX: un libro eurocéntrico e industrialista, que explica los fenómenos históricos a partir de los orígenes de quienes se salvaron, o fueron condenados, por seguir o no los designios de “la Inglaterra”, así fuera en la prehistoria.
Estas reglas de historiografía decimonónicas son además peligrosas, porque dan vía libre a indeseables como el antihispanismo y el racismo, quizá sin quererlo. La manera como el libro trata a México y a los mexicanos es francamente irrespetuosa. No queda latino con cabeza, ni aquí ni en Europa; la pobre Venecia es descrita como un museo decadente para ir a comer helados –todo porque no fue Londres–. Y lo peor es que pareciera que revive con gusto la Leyenda Negra contra España; esa idea absurda que arrastramos los hispanos hace siglos y que nos hace sentir predestinados al fracaso; lamentable. Como el racismo que se les escapa no pocas veces: dice que Buenos Aires “se ve muy diferente a Lima, Ciudad de Guatemala o incluso a Ciudad de México” porque “no se ven indígenas, y usted no ve a los descendientes de antiguos esclavos”.
La teoría de las instituciones incluyentes y excluyentes está bien. Pero sus autores no debieron hacer una macrohistoria para tratar de convencernos de supuestas novedades, escritas con viejos prejuicios, maquillados con lenguaje de superación y emprendimiento: neoliberalismo del siglo pasado, escrito con la historiografía del antepasado, disfrazado de institucionalismo de última generación. Los libros de historia no deberían usar nuestras coherencias de siempre para confundirnos en nombre del sentido común, metiéndonos gato por libre. Los buenos libros de historia son los que, por el contrario, rompen nuestros paradigmas en pedazos, ponen pies arriba nuestro sentido común, y dejan el camino libre para que pensemos algo enteramente nuevo sobre nuestro presente. Pero este no es el caso.
MAURICIO RESTREPO PEÑA
Economista de la U. del Rosario, inició estudios de Maestría en Historia en la U. de los Andes. Actualmente es profesor la U. del Valle y de la Pontificia Universidad Javeriana, Cali.