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La insoportable levedad del internet

Tenemos que aprender a leer internet con la cautela que merece un medio donde nada es refutable.

Para que no haya malentendidos, debo empezar diciendo que internet me parece un avance extraordinario. Más aún, soy de los pioneros que usaron, hace unos 30 años y con computadores poco amigables, a su predecesor BITnet (BIT por because it’s time –‘porque ya es hora’–). Pero mi gusto por la red no descarta la prevención. Me refiero a la difusión de información dudosa, a veces falsa, presentada con ropajes de seriedad.
Es diferente a lo que sucede con las bases bibliográficas científicas. A estas, los artículos llegan con firmas de personas y aval de instituciones identificables. Su contenido es sometido a una evaluación por expertos que juzgan la solidez de los argumentos, su coherencia lógica y la fortaleza de las evidencias en las que se basan las conclusiones.
Una vez publicado, el trabajo es objeto de críticas que pueden refutar sus afirmaciones. Cualquier búsqueda posterior le permitirá al lector saber qué ha sido refutado y qué no.
En internet cualquiera puede escribir lo que quiera. No tiene que asumir ninguna responsabilidad. El contenido no es revisado por nadie. Se dice que la gente va depurando la red de las malas informaciones, pero eso no sucede.
Cualquier búsqueda en Google va a dar una lista con decenas de miles de resultados. No se leerán más de los 20 primeros. Por tanto, el orden de aparición define qué se va a leer. Este orden se fija con un algoritmo que mide número de lecturas, enlaces con otras páginas y su popularidad. Es decir, decide que hacia el futuro se leerá lo que más se ha leído. Con una campaña de citaciones mutuas, se puede manipular el listado para aparecer en un buen lugar. Las refutaciones son inútiles porque quedan en una posición que no se lee. Una nota puede permanecer en los primeros puestos varios años después de que se demostrara falsa.
La moda actual llama ‘investigación’ a informes periodísticos que se basan en una búsqueda en internet. Infortunadamente, la academia a veces cae en la misma trampa.
Hace unos días un profesor de economía escribía en este diario sobre el “triptófano modificado genéticamente” y los males que producía. El triptófano es una molécula sencilla; no tiene sentido la afirmación de su modificación. El caso fue una intoxicación que en 1988 produjo una enfermedad seria. Se demostró que ella se debió a la contaminación industrial de un suplemento nutricional.
Pero al entrar hoy a Google y teclear ‘triptófano y transgénico’ aparecen 21.000 entradas. Entre las primeras 20, 18 presentan el hecho como actual. Esas notas provienen de asociaciones no científicas, partisanas de la lucha contra los transgénicos. El profesor no se tomó la molestia de leer literatura primaria, ni de entender qué es químicamente el triptófano, ni de validar sus fuentes.
Otro profesor de economía, aún más eminente, alertaba en su columna sobre un problema de nutrición. Leyó rápido y confundió grasas trans (llamadas así por su configuración química) con grasas transgénicas, que no existen.
Una médica nutricionista decía, en un programa radial de alta audiencia, que el aumento de la alergia al gluten en los últimos diez años se debe al trigo transgénico. Al teclear en Google ‘alergia, gluten y transgénicos’, aparecen 54.500 entradas. Trece, entre las primeras, apoyan esa denuncia. La afirmación es bastante extraña, porque el trigo transgénico no existe. Hay algunos laboratorios que experimentan con él, pero nunca se ha cultivado.
Algo similar le pasará al lector si indaga sobre seguridad de vacunas, teoría de la evolución o energía de las pirámides de cuarzo. Tenemos que aprender a leer internet con la cautela que merece un medio en el que se puede decir cualquier cosa y donde nada es refutable.
Moisés Wasserman
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