¡O témpora, o mores!, que en traducción deliberadamente libre significa: “¡Lo que hay que ver, Dios mío!”. Hace un tiempo la prensa, con grandes titulares, hablaba de la corrupción en América Latina y resaltaba la reinante en cuatro países: Guatemala, Brasil, Panamá y México. Leyendo el informe, yo no sabía si reír, llorar, mesarme la barba (que no tengo) o arrancarme los cabellos como “la Virgen en su agonía”.
La figura ético-literaria que define esta situación se llama simplemente fariseísmo, que es sinónimo de hipocresía. En palabras de Jesús de Galilea: “Es mirar la paja en el ojo ajeno y no querer ver la viga en el propio”.
Después de esta introducción entro en materia. ¿Cómo se puede hablar de la terrible corrupción de las naciones latinoamericanas sin nombrar a Colombia? Si bien el informe fue elaborado desde España, el periodista colombiano que lo transmitió debió siquiera nombrar a nuestro país, haciendo las debidas aclaraciones. Y en cambio, a pesar de que dice que Chile es uno de los Estados menos corruptos de América, sí destaca los negocios del hijo de la Presidenta. Ojalá la nuestra se limitara solo a los presuntos (¡'presunto'!, maldita palabra) negocios del hijo o de los hijos de algún gobernante o alto funcionario del Estado. Aquí ya nos acostumbramos a que cada semana aparece un gran negociado, o robo o estafa de los dineros de los esquilmados contribuyentes colombianos. Somos campeones mundiales en salto largo de corrupción y nadie parece arrebatarnos por estos pagos este título vergonzoso, que hemos conquistado con grandes dosis de malicia, picardía, sinvergüencería y falta de ética y decencia.
Una de las cosas que más me impactan es la pasmosa tranquilidad con la que implicados en robos y truculencias niegan toda culpabilidad. Al final todo se termina descubriendo, y demostrando que los mentirosos sí son culpables. Y los descarados ni se ponen colorados. Entre nosotros, o sea en nuestra clase gobernante y entre los políticos, se ha perdido todo sentido de vergüenza. Esta virtud, lo he dicho varias veces, debería ser la primera de los hombres públicos y ha sido reemplazada, desgraciadamente, por el cinismo y la desfachatez. Me gusta la frase de Fortebraccio: “Nuestros hombres de gobierno no solo no saben gobernar, sino que ni siquiera saben avergonzarse de ello”.
La corrupción no es solo robar y robar en cantidades astronómicas, como han hecho y hacen los contratistas, los alcaldes que sabemos, los senadores y gobernadores y alcaldes que también sabemos, etcétera. Hay otras formas de esta, igualmente detestables e incluso peores. Por ejemplo, la de la justicia. Este sí es el caso de recordar el Evangelio: “Si la sal pierde el sabor, ¿con qué se la salará?”. Un amigo me decía que se quedaría con la guerrilla, pero no con la corrupción de la justicia, y cree él que esta es la principal tragedia del país. Hubo un tiempo, “dichosa edad y dichosos tiempos aquellos”, en que cuando todo estaba ya podrido lo único incorruptible era la justicia. Yo también creía en la majestad y grandeza de la justicia. Pero hoy, en los recintos de las altas cortes y en los juzgados municipales hay “cierto olor a podrido”, del que se salvan algunos jueces admirables. Y no solo la corrupción por influencias y dineros, sino por lo errático de las sentencias: condenas fuertes a delitos menores y ridículas condenas (¿amañadas?) a los grandes ladrones y estafadores del Estado y defraudadores de la confianza de los ciudadanos. Ni el Chapulín Colorado nos puede salvar, porque ya se murió.
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Alguien que no debió morirse nunca, y menos ahora, cuando tanto lo necesitamos, es Otto Morales Benítez. Fue y seguirá siendo gloria imperecedera de una patria lastimada y necesitada de honestidad, cultura y alegría. Nunca te olvidaremos, Otto.
Andrés Hurtado García