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'Hacer rascacielos elimina el concepto de comunidad', expertos

Sigue polémica por decreto que permite construcciones en altura en la ciudad.

¿Está condenada Bogotá a ver la muerte definitiva de barrios en torno a los cuales se ha construido comunidad y tejido social, en aras de poblar su territorio de torres de edificios hasta el cielo?
La pregunta ha comenzado a rondar entre expertos y ciudadanos del común a raíz del decreto 562 del 2014, mediante el cual el alcalde Gustavo Pedro autorizó la libertad de altura para densificar lo que él ha llamado el centro ampliado.
Esa zona, que va de la avenida Primero de Mayo, en el sur, a la calle 127, en el norte, y entre los cerros orientales y la avenida Boyacá, en el occidente, fue declarada por el decreto como de renovación urbana, en la modalidad de reactivación. En términos sencillos, implica la autorización de ‘tumbar’ (demoler) y volver a construir. Y pueden construir rascacielos en los que la altura prácticamente la determina el bolsillo del interesado.
En materia de ciudad “hay que planificar bien y hacer gestión”, advierte Édgar Cataño Sánchez, coordinador Nacional de Programas ONU Hábitat en Colombia, que señala a lo urbano como el escenario en el que el país debe poner sus apuestas para mejorar la calidad de vida de los ciudadanos, mucho más de cara a un posible posconflicto.
En el barrio Santa Isabel los vecinos quieren defender su barrio de la llegada de los rascacielos. Juan Manuel Vargas / EL TIEMPO
Los expertos, por su parte, se preguntan si planear bien en el caso de Bogotá significa abrir la puerta para que desaparezcan los barrios tradicionales, como en su concepto hace el decreto 562. Y lo preguntan porque, si bien hay zonas deterioradas del centro de la ciudad que claman a gritos ser demolidas y vueltas a construir, la norma permite construir edificios de altura libre en barrios consolidados con vivienda de dos y tres pisos, en los que el concepto de ‘comunidad’ es visible y ha permitido construir tejido social.
Santa Isabel, Ciudad Montes, San Rafael y Ciudad Jardín, en el sur; Santa Bárbara, Santa Ana y La Alambra, en el norte, son solo algunos ejemplos de este tipo de barrios incluidos en el decreto que ahora enfrentan el asedio de constructores que esperan convertir sus casas en nuevos rascacielos de la ciudad. O peor aún, que ha abierto el apetito de algunos vecinos que creen que entregar su propiedad a desarrollos urbanísticos les generará ganancias insospechadas.
Este diario le ha solicitado información a los curadores urbanos para saber cuántas licencias están en trámite desde la expedición del decreto hace seis meses, pero no ha habido respuesta.
En los barrios ya hay alerta. En Santa Isabel, que hace dos años, cuando se expidió el hoy suspendido Plan de Ordenamiento Territorial (POT) de Petro enfrentaron el acoso de compradores de sus casas, invadieron las ventanas con avisos de ‘esta casa no se vende’, que ahora piensan reactivar ante el nuevo decreto. “Tuvimos que hacerlo para defender el barrio”, dice Luis Augusto Pedraza, que vive en la zona hace veinte años.
“Este es un típico barrio familiar, con su parque, sus árboles, sus zonas verdes, es una comunidad tranquila, no queremos que se dañe con edificios”, dice una vecina que reside en la zona de Ciudad Montes, donde los lazos vecinales son tan fuertes que la celebración de la Navidad es un asunto del barrio que se organiza y celebra en comunidad.
El barrio Ciudad Jardín del Sur es uno de los incluidos en el decreto que permite edificar rascacielos. Juan Manuel Vargas / EL TIEMPO
Y no es que todos los residentes de estos y otros barrios le huyan a la edificación en altura.
En Ciudad Montes, por ejemplo, algunos propietarios decidieron convertir sus casas de dos pisos en edificios de cuatro y cinco niveles. Y aprovecharon la norma para tumbar y volver a construir, sin ningún control.
En respuesta al discurso de la administración, que insiste en la necesidad de densificar el centro ampliado (más habitantes por kilómetro cuadrado), el urbanista Mario Noriega advierte que “densidad no es sinónimo de rascacielos”, mientras Eduardo Behrentz, experto en temas ambientales de la Universidad de los Andes, agrega que “una ciudad densa no necesariamente es bien planeada”.
Noriega defiende el papel que ha cumplido el barrio para configurar la ciudad, no solo en Bogotá, sino en Colombia y el mundo. “Cuando se elimina el concepto de barrio, y se reemplaza por edificio, donde lo que importa no es la calle, ni el parque, ni los servicios, sino el ascensor, el portero y el celador, empieza a perderse el concepto de comunidad”, dice.
Y la comunidad se construye en el espacio público, que debe ser el eje sobre el cual deben planificarse las ciudades de ahora y del futuro, como lo aseguró en la reciente cumbre mundial de ciudades de Medellín el director ejecutivo de ONU Hábitat, Joan Clos. ¿Qué tan cerca va a estar ese espacio público de los nuevos rascacielos si los constructores pueden pagarlo en dinero?
Behrentz advierte que Bogotá debe pensar en casos como el de Barcelona, donde el espacio público no se mide en metro cuadrado por habitante, sino por la distancia a la que están las personas de los parques, zonas verdes y espacios comunales.
Los expertos coinciden en la necesidad de una trilogía: infraestructura, gente y economía. Y eso al final implica comunidad. Cuando se proyectan megaproyectos, rascacielos o cualquier otro tipo de propiedad horizontal, es indispensable que desde el comienzo se piense cómo será el tema de la comunidad y la convivencia que tendrán, incluso, con el entorno.
Hugo Acero, exsecretario de Convivencia y Seguridad de Bogotá y consultor en el tema, dice que “las constructoras están obligadas a pensar si sus conjuntos se prestarán o no para la venta de droga, si se necesita que tengan casas de justicia”, máxime cuando, la ciudad está en mora de enfrentar el problema de la convivencia en la propiedad horizontal, como advierte el concejal Juan Carlos Flórez.
Los críticos cuestionan que el decreto permita a los constructores y desarrolladores compensar obligaciones de construir estacionamientos, vivienda de interés prioritario y espacio público en dinero, y que en cambio no incluya obligaciones para garantizar que los edificios estarán acompañados de nuevos espacios para crear comunidad: parques, mejores vías para soportar las nuevas cargas de carros y otros escenarios.
Los expertos advierten que no se oponen a densificar, ni buscan satanizar los edificios. De hecho, en Bogotá, el 52 por ciento de la vivienda es de propiedad horizontal. Pero hacen preguntas que por ahora no tienen respuesta: ¿qué tan alto necesita Bogotá crecer?, ¿hay estudios que certifiquen esa necesidad? y ¿se debe pagar el costo de acabar con los barrios y de paso con el concepto de comunidad?
Yolanda Gómez T.
Editora EL TIEMPO
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