En este país, donde pasa de todo y nunca pasa nada, los titulares de prensa que en otras latitudes serían causa de alarma se vuelven pan de cada día. Desde el viernes pasado, cada noticia es más triste, más grave o más dolorosa que la otra, pero al final todas terminan convertidas en poco menos que molestos zumbidos de mosca.
Para la muestra, estos botones hallados al repasar las páginas de EL TIEMPO de estos días feriados: ‘Secuestrada niña de 11 años’, ‘Recapturan a implicado en el caso de Jineth Bedoya’, ‘Inseguridad dispara venta de armas no letales’, ‘El triste final de Adrián Hernández, un hombre que lo tuvo todo’ , ‘Bogotano en la mira del FBI por escándalo en la Fifa’, ‘Crisis de la salud pública no cesa’ y ‘Natalia Ponce de León dio su primera declaración ante el juez’.
Los anteriores titulares, más aquellos que hablaban de los implicados en el cartel del azúcar, el balance de los muertos y heridos que dejó la final del fútbol y la emergencia ambiental causada por las Farc son apenas parte del paisaje noticioso de un país donde los niños son secuestrados por cualquier razón inaceptable; donde los ‘revolucionarios’ dinamitan torres de energía y dejan sin electricidad a miles de colombianos humildes; donde esos mismos ‘revolucionarios’ derraman miles de galones de petróleo, con los que inundan caminos veredales, destruyen cultivos, atentan contra la fauna y contaminan fuentes de agua; donde los jueces se corrompen; donde la justicia cojea, pero no llega...
Y es el mismo país donde ya estamos acostumbrados a ver cómo los hinchas del fútbol se insultan mutuamente, se agreden unos a otros o se matan entre sí porque su equipo pierde o porque su equipo gana; donde respetables empresarios de importantes compañías se asocian en carteles para manipular los precios del papel higiénico, del arroz, de los cuadernos, del azúcar...
De hecho, las malas noticias ya no solo no sorprenden a nadie, sino que terminamos tan habituados a ellas que, en un gesto casi de agradecimiento, pensamos que la cosa pudo ser peor: que la masacre pudo ser más numerosa, que la catástrofe pudo ser más espantosa, que la herida pudo ser más grave, que el robo pudo ser más cuantioso, que el rescate pudo ser más caro, que el desfalco pudo ser más grande, que las heridas pudieron ser más serias o que el secuestro pudo ser más largo.
En una lógica de conformismo sin límites, en vez de indignarnos por la barbarie del secuestro, la cobardía del atentado o la sevicia de la masacre, los ciudadanos terminamos diciendo, y creyendo, que lo importante es aprender la lección que nos deja cada atrocidad, que cada vez que sobrevivimos a una desgracia salimos fortalecidos, que no hay mal que por bien no venga...
A su vez, los encargados de velar por la seguridad, aquellos a quienes les corresponde evitar el secuestro, prevenir las tragedias anunciadas, combatir la corrupción, perseguir a la delincuencia, proteger al consumidor o evitar el vandalismo, se rasgan las vestiduras prometiendo investigaciones exhaustivas, anunciando recompensas, proponiendo leyes nuevas o citando estadísticas viejas para ‘explicarnos’ que a pesar de todo estamos mejor que hace veinte o treinta años.
En este frenesí de resignación, o de falsa catarsis colectiva, nos comemos el trillado cuento de los manuales de ‘management para dummies’, según los cuales hay que convertir las crisis en oportunidades. Si así fuera, Colombia sería la meca del emprendimiento. Lo que toca es atacar las causas de las crisis para tratar de evitarlas.
Eso sí, en este mar de indiferencia nuestra paciencia es infinita solo cuando los perjudicados son otros, pues cuando somos nosotros los directos afectados, ahí sí todo se vuelve gravísimo. Pueblo indolente.
@Vladdo