Si antes viajaba a Chile un par de veces al año, ahora Isabel Allende se organiza para hacerlo cada dos o tres meses. El motivo son su madre, Francisca Llona, y su padrastro, Ramón Huidobro, el “tío Ramón”, quienes ya acusan las dolencias de su avanzada edad: 95 años ella; 99 él. Después de casi tres décadas en California (EE. UU.) y convertida en celebridad mundial, la escritora chilena enfatiza el carácter privado de estas visitas.
Su último viaje, sin embargo, combinó el espacio privado con la expectación pública. Recibió el primer doctorado honoris causa que la Universidad de Santiago otorga a una mujer, y dio esta entrevista a propósito del lanzamiento de su novela El amante japonés. (Lea también: Isabel Allende: la reina de las ventas)
Después de incursionar en la literatura policial con El juego de Ripper (2014), Isabel Allende, de 73 años, elige nuevamente San Francisco como escenario. “Esta es una novela totalmente americana, contemporánea”, subraya.
Envejecer, tema central
El amante japonés se inicia en el 2010 y su protagonista es “una vieja alta, fachosa y arrogante”. Rica por fortuna familiar y por sus exclusivos diseños en seda, a los 80 años Alma abandona su mansión para vivir en Lark House, una residencia de ancianos progresistas. Con la mayoría de ellos mantiene distancia, lo mismo que con el personal de servicio, a excepción de Irina Bazili, una joven de Moldavia a la que convierte en colaboradora.
Irina descubre las misteriosas cartas en sobres amarillos que le llegan a la anciana, y le cuenta a Seth, que visita asiduamente a su abuela con el propósito de escribir la historia de su familia, los Belasco, y la motivación oculta de ver a Irina. “No tuve grandes desafíos literarios –reconoce la autora–, salvo que los personajes van y vienen del presente al pasado”.
Enlazada con sucesos históricos y con la realidad actual, la novela va armando el perfil de Alma Mendel, una niña polaca que ante la amenaza del nazismo es enviada por sus padres –cuyo rastro se pierde en el gueto de Varsovia– a la casa de sus adinerados tíos en San Francisco. Nathaniel, su primo, e Ichimei Fukuda, el hijo del jardinero japonés, logran atenuar su tristeza y su desconcierto en esos primeros años. Y permanecerán unidos a ella.
“Yo creo que uno de los temas importantes de esta novela es la edad –explica–. Es envejecer, es la memoria. Y no es casual, porque yo estoy en los 70 y porque mis padres están muy viejitos, y porque veo envejecer a la gente que me rodea. ¿Cómo es posible que mi hijo esté perdiendo el pelo?”.
A veces, cuenta Isabel Allende, las historias le caen en las faldas. Y fue así como surgió El amante japonés. “Venía caminando con una amiga, en Nueva York, y ella me cuenta que su mamá había tenido, durante 40 años, un amigo que era jardinero japonés. Yo le pregunté: ‘¿Pero se acostaban?’. ‘Ay –me dijo–, cómo se te ocurre’. Pero cómo no se me va a ocurrir. “No, mi mamá jamás”, me dice. Me puse a pensar en el jardinero japonés y salió el libro”, resume divertida.
¿Cómo construyó a Ichimei?
No me costó mucho imaginar al personaje porque tengo un amigo muy querido que es japonés, el doctor Miki Shima, que estuvo a mi lado durante la enfermedad de mi hija Paula, cuando la traje a California. Miki me ayudó emocionalmente y mantuvo cómoda a Paulita con sus agujas y sus hierbas milagrosas. Veintitantos años más tarde seguimos siendo amigos. El resto fue imaginación e investigación. El hecho de que Ichimei fuera japonés me obligó a investigar la época en que le tocó vivir y así descubrí la historia callada de los campos de concentración para japoneses en Estados Unidos.
Ese es un episodio muy desconocido de la Segunda Guerra. ¿Cómo lo investigó?
Los campos de concentración para japoneses se mencionan apenas en los libros de historia. Y la colonia japonesa, que tiene un gran sentido de la dignidad y del honor, se sintió tan humillada con lo que había pasado que toda una generación no lo mencionó. Son los hijos y nietos los que han resucitado la historia, y hay un museo.
¿Se había propuesto escribir sobre la Segunda Guerra?
No. Yo quería escribir una novela centrada en una mujer mayor. Como contrapartida, hay una historia de amor de jóvenes, pero la novela es una historia de amor de gente de edad. Entonces, claro, tenía que estudiar la vida de esa persona. ¿Y cuáles fueron los acontecimientos más importantes en esa vida? Sin duda, la Segunda Guerra Mundial.
Alma considera que San Francisco es provinciano. ¿Qué opinión tiene usted?
A cualquiera de Boston o de Nueva York le puede parecer provinciano. Yo creo que en California somos distintos al resto de EE. UU. Ahí nacieron el movimiento gay, los derechos civiles, la epidemia del sida...
¿Por eso ha sido el mejor lugar para usted?
Sin duda. En el sur de EE. UU. ya me habrían linchado; mis libros están prohibidos en algunas partes y hay otras que tienen un clima infernal y una vida muy agitada. En Nueva York aguanto cinco días.
***
Sobre la vejez, que en esta novela se suma a otros temas que la obsesionan, como las mujeres fuertes, los padres ausentes, los seres marginales y las familias no convencionales, explica: “La generación mía está enterrando a sus padres, lo que antes ocurría mucho más temprano. Ya no es anormal cumplir 90. Y hay una serie de problemas éticos que surgen. ¿Qué queremos de la vida, de la vejez y de la muerte? ¿Cómo nos preparamos para la vejez? ¿Hay derecho a mantener viva a una persona que no quiere seguir viviendo porque ya no puede más? ¿Se puede elegir morir en tu cama sin tratamiento? ¿Por qué te obligan a morir enchufada en un hospital? Hasta ahora está planteado el soporte de la medicina, pero ¿y toda la parte espiritual, el tratamiento moral, emocional de la muerte?”.
También el dolor está presente en la novela, y la doctora Catherine Hope es un personaje central...
La doctora es mi amiga Grace. Hace ocho años tuvo un accidente horroroso en el (puente) Golden Gate, la chocaron de frente, dos meses en coma, 19 operaciones; tiene más titanio en el cuerpo que un robot. Ella creó la clínica del dolor. En la inmovilidad, el dolor es insoportable. Esta mujer, que está en silla de ruedas, sabe más que nadie de eso. Y es mi amiga íntima. Antes del accidente, ella adoptó a la nieta de Willy (pareja de Isabel), somos familia.
¿Fue por ella que situó la novela en Lark House?
Ella estaba buscando un lugar donde vivir que le diera la asistencia que necesitaba. Investigamos y el más famoso de todos es The Redwoods, que es el que describo en el libro. Cuesta mucho entrar y es un lugar donde va la gente más liberal, más hippie. Y existen los Seniors for peace, que salen a protestar en sus sillas de ruedas, con sus andadores, con carteles, ¡son fantásticos! Y siempre llega la policía. No tuve que inventar el lugar, sino que hablé con la gente y pasé días ahí.
En ese sitio hay fantasmas. ¿Es difuso para usted el límite con los vivos?
Estoy abierta a todas las posibilidades, a todas las cosas locas y mágicas. Mi hijo, Nicolás, que es completamente científico y zen, no entiende mi mentalidad, pero la acepta, y por lo tanto tiene una vida mucho más limitada que la mía. En el caso de los fantasmas, mi hija (Paula) no se me aparece, pero la llevo en la memoria. Sé que si estoy a medio dormir en la mañana, y siento que la Paula está ahí, es una cosa mía. No es que esté ahí, es que yo creo que ella está ahí o yo quiero que ella esté ahí. Y a veces pasan cosas mágicas.
¿La ficción se confunde con la memoria?
Nadie puede decir cuál es el límite. Yo tengo la ventaja de que le escribo a mi mamá todos los días y ella me responde. Le cuento lo que pasó, lo que recordé, lo que soñé, que peleé con el marido. Y al final del año me devuelve las cartas y yo las meto en una caja de plástico en un clóset. Entonces si tú me preguntas qué pasó en el 2010, en octubre, ahí está al día, pero esa es mi versión, de todos modos es subjetiva.
¿Y las cartas de ella también las guarda?
¡Por supuesto! Es el único tesoro que tengo. Mi mamá quiere que las queme cuando se muera, pero no pienso hacerlo. Se quedarán ahí y hasta que me muera voy a poder abrir una carta de mi madre cada día.
¿Hubo alguna razón para fechar la última carta de Ichimei el 8 de enero, día en que empieza sus novelas?
Nada más que literaria. De repente significa algo que no sé.
En el libro dice que la vejez no nos hace más sabios, sino que acentúa lo que hemos sido. ¿Qué rasgos se le han acentuado?
Por ejemplo, que soy muy botarate. Según la gente que me conoce, es una generosidad patológica, pero no es generosidad porque no tengo ningún apego. El padre (san Alberto) Hurtado dice que la generosidad es dar hasta que te duela, pero yo por más que dé no me duele nunca. Se me ha acentuado la imaginación, porque tengo más historias, más experiencia, relaciono más cosas. Escucho más y mejor. No soy tan hiperactiva. Se me ha acentuado la necesidad de estar sola y en silencio. No veo televisión. Me he puesto poco sociable, hay que arrastrarme para afuera. Cada vez me gustan más los animales, no puedo vivir sin ellos. Tengo un par de perras, idiotas las dos, y las echo más de menos que a nada.
¿Y el amor, que ha sido uno de sus grandes temas?
Mira, con Willy estamos con muchos problemas. Estamos envejeciendo en forma diferente; no sé a dónde va a conducir esto, pero no estamos en un buen momento. Y siempre lo he querido mucho, llevamos 27 años juntos, y yo tenía la esperanza de envejecer de la mano con alguien, pero puede que no se dé. Y tengo que encontrar entonces dentro de mí suficientes recursos para poder vivir sola.
¿Le teme a la soledad?
Pocas cosas me asustan. La muerte no. Me asusta la dependencia, el dolor físico, la violencia. Lo veo alrededor mío, cómo una se va quedando sola. Entonces tienes que encontrar recursos; si voy a depender de mis nietos para entretenerme, estoy frita.
Tampoco quiero cargar a mi hijo y a mi nuera con mis problemas. Mientras pueda valerme sola, estamos bien. Ahora, creo que nunca me voy a aburrir, porque me encanta hacer collares y me gusta escribir. En inglés hay una diferencia entre be lonely y be alone. Be lonely es la soledad profunda y be alone es estar solo. Puedo estar sola semanas, y no pasa nada, pero la sensación de soledad, de que tú no le importas a nadie, eso es distinto.
¿La escritura ha sido para usted un “poder irresistible”, como dice Seth en el libro?
Sí. Para mí es irresistible que alguien me cuente una historia y escribirla, transformarla, unirla con otra historia, enredar las dos, cambiarlas en el tiempo. ¡Ay, qué maravilla!
Seth la usa para conquistar a Irina. ¿Se propone lo mismo con sus lectores?
Lo que me importa es imaginar la cara del lector cuando lo sorprendo, cuando lo espanto, cuando lo seduzco. Ah, eso me fascina. Si no hubiera interlocutor no habría escritura; si mi mamá no estuviera al otro lado, yo no escribiría un diario. Si son las 11 de la noche y vengo llegando de algún evento en que he tenido que firmar 500 libros y no le escribí a mi mamá, me siento y le escribo aunque sean tres líneas.
Con los lectores siento una tremenda complicidad. Saber que hay alguien que va a comprar mi libro en vez de comprar otra cosa, y que va a sacar el tiempo de su agitada vida para que yo le sople algo al oído. Eso es maravilloso. Yo me siento privilegiada, francamente.
La combinación fatal para un escritor, dice en su libro, es “ser grandioso en ideas y desordenado en hábitos”.
Yo soy muy ordenada en hábitos; escribo rigurosamente, soy disciplinada. Y veo a mi marido, que escribe 11 minutos al día y cree que con eso es escritor. No pues, señor, se escribe, se investiga, se corrige hasta la saciedad, y si no, cómo vas a ser escritor. No hay que ser tan grandioso de ideas, porque si te planteas que vas a escribir la gran novela americana, nunca vas a salir de las primeras seis páginas. Hay que tener un poco de humildad.
¿Hubo para usted un “momento definitivo” para su vocación, como para Alma es el encuentro con la artista Vera Neumann?
A mí se me dio con La casa de los espíritus, cuando vi la primera copia del libro, que la consiguió mi padrastro en Venezuela, a través de un amigo diplomático en plena dictadura. Hasta que no lo vi impreso no creí, y fue ese momento, como cuando Alma ve a Vera, en que tú dices: “esto es lo que quiero hacer el resto de mi vida”. No tienes ninguna duda, ya sabes que encontraste tu camino. Mientras lo estaba escribiendo no tenía ninguna esperanza de que se publicara.
¿Qué viene ahora, después de tantos libros publicados?
Este año no voy a escribir porque tengo que hacer una tremenda promoción con este libro y porque, como te decía, mi relación con Willy está en las cuerdas. No tengo idea de qué va a ser lo próximo, posiblemente un libro muy personal. Nada me ha surgido. Hay veces que las historias te caen en las faldas y otras veces que se demoran.
MARÍA TERESA CÁRDENAS
El Mercurio (Chile)