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Las desgarradoras cifras de la violencia contra los niños

De 1985 al 2012 fueron desplazados forzosamente 2'520.000 menores de edad. Crónica de Juan Gossaín.

JUAN GOSSAÍN
Ni siquiera sé por dónde comenzar. Esto es desgarrador. A uno le duele el alma al saber lo que la violencia les está haciendo a niños y jóvenes de Colombia. Confieso que, mientras hacía las averiguaciones periodísticas para mi crónica, sentí ganas de echarme a llorar.
Las cifras, por lo general, son frías, y las estadísticas desalmadas. Lo contrario ocurre con las palabras, que llevan sus propias emociones cargadas en el hombro. Pero esta vez los números no son insensibles porque se refieren a la vida humana. Más todavía: se refieren a jovencitos muertos, desplazados, desaparecidos, destruidos por la violencia que ha agobiado a este país durante tantos años.
Perdido en la maraña de mensajes que llegan cada día a mi correo electrónico, entre la propaganda interminable de cuanta chuchería mandó Dios al mundo, encontré un boletín de noticias que me enviaron los periodistas de la Universidad Nacional. Decía que las mayores víctimas del conflicto armado han sido la niñez y la adolescencia.
La verdad escueta y amarga es que, según indican las informaciones que tiene en su poder el Registro Único de Víctimas (RUV), en los veintisiete años que van de 1985 al 2012, fueron desplazados forzosamente 2’520.000 menores de edad. A vivir en la miseria y del delito, o vendiendo cigarrillos en los semáforos. Sin contar que otros 342 fueron víctimas de las minas antipersonas y que en tiempos más recientes 154 niños fueron asesinados.
El inventario de la barbarie
Ahora es posible saber la verdad porque Martha Nubia Bello, profesora del Departamento de Trabajo Social de la Universidad Nacional, se puso al frente de un grupo de investigadores que viajan por toda la nación, conversando con los niños, las mujeres, los ancianos. Llevan ocho años en ese apostolado, trabajando día y noche, movilizándose a lugares tan distantes y distintos como las selvas del Putumayo, la costa del Caribe, las comunas de Medellín, las veredas del Chocó, los barrios de Buenaventura, las playas de Tumaco, las colinas del Cauca, las sabanas de Cundinamarca.
Los casos que han encontrado y los relatos que les hacen son un monstruoso catálogo de la perversidad humana. Los niños han sido víctimas o testigos de asesinatos, de torturas a sus familiares, de la muerte de sus compañeros de juegos, de la destrucción de sus hogares.
Tras medio siglo de violencia, la muerte se ha extendido por todos los rincones de Colombia, por campos y ciudades, por calles y caminos, hasta el punto de que los mismos autores del terror se convierten luego en sus víctimas. No hay región del país que haya escapado al drama.
Dolor, terror y valor
En medio de tantos ajetreos, la profesora Bello saca sus ratos para responder mis inquietudes. En enero de este año, gracias a una licencia que le concedió la universidad, pudo asumir la dirección del Museo de la Memoria, que por estos días ha sido noticia en la prensa, porque está a punto de inaugurarse. Le pregunto por los testimonios que mayor impresión le han causado.
–Ay, Dios –me responde, estremecida–. No sé por dónde empezar y, literalmente, se me arruga el corazón. He oído contar tanto horror y tanto dolor, pero también tanto valor…
Guarda silencio un instante. Luego agrega: “Las narraciones que he escuchado se grabaron en mi alma y en mi conciencia. He oído historias que he sido incapaz de contar o de escribir. Se me quedaron adentro y aún me perturban el sueño”.
Antes de que la profesora y sus compañeros iniciaran esa tarea de titanes, era como si los niños no existieran en los terribles registros de la guerra. “Las pérdidas significativas para ellos, como sus mascotas o sus objetos preciados, no figuran en el inventario de daños y, por lo tanto, nunca serán beneficiados con una reparación”.
Odio y venganza
Al llegar a este punto, prefiero respetar su pena, y ahora soy yo quien se queda callado. Pero poco después la profesora Bello me escribe de nuevo y agrega:
–No solo escuché; también vi y percibí. Me quedaron tatuados en el corazón muchos rostros con expresiones de asco, de repugnancia, de odio, de tristeza profunda. Se me quedaron en la cabeza las imágenes de pueblos que fueron prósperos y ahora están abandonados y devastados, casas que fueron hogares y hoy son ruinas, iglesias y escuelas marcadas por la violencia. Tengo grabados en la memoria unos espacios fríos y oscuros usados como escenarios de torturas y fosas. Aún siento escalofríos. Tengo talladas en mi memoria unas fotografías viejas, amarillas y ajadas, que las víctimas cargan como estremecedor testimonio de sus familiares muertos o desaparecidos.
Según el Registro Único de Víctimas, en 20 años unos 13.000 menores de edad han sido reclutados por grupos armados ilegales.
Los padres de esos niños arrastran consigo una pesada carga de sentimientos. Es una mezcla de rabia, rebeldía, miedo y deseos de venganza.
La violencia sexual
Además de desplazarlos, asesinarlos o desaparecerlos, los muchachos también han sido víctimas de otros delitos atroces. El Grupo de Memoria Histórica encontró, por ejemplo, que en las regiones del Caribe –Magdalena, Córdoba, Bolívar– las niñas han sido víctimas de más violaciones sexuales que en las otras regiones del país.
La mayor parte de esos casos ocurren en inmediaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta, donde han campeado durante años tanto la guerrilla como los paramilitares. “Estas terribles experiencias”, dijo la profesora Bello a los periodistas de la Universidad Nacional, “dejan en las niñas unas huellas físicas y emocionales que nos les permiten volver a confiar en los otros, que afectan su propia estima, que les impiden entablar una relación basada en el placer y el respeto”.
Como si fuera poco, se han reportado numerosos casos de enfermedades sexuales y embarazos involuntarios.
Los huérfanos y sus mascotas
Los hombres y mujeres del Grupo de Memoria Histórica empezaron en el 2007 y todavía prosiguen. Gracias a esa labor ahora viene a saberse la verdad de lo que la violencia les está haciendo a los colombianos más pequeños.
–Esos niños han perdido a las personas más importantes de sus vidas –me explica la profesora–: sus padres, sus abuelos, sus maestros, sus amigos de juegos. De ellos, los que no han muerto o fueron desplazados, están escondidos, cuidando lo poco que les queda, o están huyendo.
Los niños suelen evocar con mucha nostalgia algunas pérdidas causadas por la guerra que para los adultos no son tan significativas. “Les duele mucho que hayan desaparecido sus mascotas y compañeros, como el caballo, el perro o un pollito en las regiones campesinas. O sus cuadernos o libros. O los espacios de juego, como ríos y caminos a los que no pudieron volver”.
Capítulo aparte merecen los menores que van quedando huérfanos por culpa de la violencia. Su desamparo es mayor cuando la madre es la que muere, porque entonces el pequeño suele ser entregado a parientes o amigos, con lo cual se desintegra el núcleo familiar y su sensación de pérdida es mayor.
Los registros de Bienestar Familiar señalan que, entre los huérfanos del conflicto armado, hay 526 en Antioquia, 360 en Nariño y 65 en Casanare. Pero la profesora Bello considera, por su conocimiento del tema, que no se dispone de una aproximación confiable a las cifras de la orfandad.
Región por región
Además de la invaluable ayuda que me prestó Martha Nubia Bello, también pude consultar a diferentes especialistas y organizaciones humanitarias que me pidieron reservar sus identidades por un justificado temor a convertirse en objetos de represalias.
Según sus investigaciones, en los últimos veinte años alrededor de 13.000 menores de edad han sido reclutados a la fuerza por los grupos armados ilegales, en su mayoría guerrillas, pero también paramilitares y hasta bandas comunes de secuestradores. En el solo año 2011 pudieron detectarse 385 casos. Entre ellos hay numerosos niños indígenas y negros. La mayoría tiene de 10 a 13 años. Tales reclutamientos han ocurrido en 25 de los 32 departamentos del país; es decir: en el 78 por ciento del territorio nacional, nada menos.
Según pudo establecerlo la Defensoría del Pueblo, las regiones más afectadas por ese reclutamiento obligatorio han sido, en su orden, Meta, Putumayo, Tolima, Cauca, Guaviare, Norte de Santander, Nariño, Caquetá, Cundinamarca, Cesar, Antioquia, Arauca y Bolívar.
Ni para qué hablamos de los niños que han sufrido mutilaciones, secuestros y muerte en ataques a escuelas o a pequeños hospitales.
Epílogo
Todas las cifras que he mencionado a lo largo de esta crónica no son más que muestreos parciales. En esos pueblos perdidos hay mucha gente que, naturalmente, tiene miedo de hablar. O vergüenza, como en el caso de las niñas violadas. Abrir la boca puede ser una condena.
–Los hechos atroces que han padecido estos muchachos –concluye la profesora Bello– quedarán estampados para siempre en sus memorias. Será muy complejo devolverlos al seno de la sociedad y hacer que encuentren de nuevo su personalidad.
¿Hasta dónde vamos a llegar, por Dios Santísimo? ¿Será Colombia el primer país del mundo en extinguir a sus propios niños? Lo que está pasando es aterrador, pero no dispongo de elementos de juicio para saber si las reuniones que se están celebrando en La Habana son o no son la solución. No soy santista ni uribista: soy periodista. Y mi obligación consiste en contar la verdad completa.
Ahora recuerdo que, en medio del infierno que vivía España en la guerra civil de hace casi ochenta años, el poeta García Lorca dijo que su país estaba lleno de fe, pero falto de luz. Colombia está en las mismas. Así que de ahora en adelante, cuando alguien vuelva a preguntarle qué país les vamos a dejar a nuestros hijos, hágale usted la pregunta contraria, que es la correcta: ¿qué hijos le vamos a dejar a nuestro país?
JUAN GOSSAÍN
Especial para EL TIEMPO
JUAN GOSSAÍN
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