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Sara Rayo, la encargada de seguir el legado del Museo Rayo

Hija del maestro Ómar Rayo y de la poetisa Águeda Pizarro expone sus obras en la Casa Cano.

Sara Rayo salió de Colombia cuando aún era muy niña. Creció entre el ruido y los rascacielos de Nueva York y entre dos artistas que marcaron su vida y su obra: el maestro Ómar Rayo, su padre, y la poetisa Águeda Pizarro, su madre.
Es especialista en diseño de comunicación y en dirección de arte. Se graduó en el Instituto Pratt en 1999 y ha trabajado como diseñadora gráfica y directora de arte para L’Oréal, Liz Claiborne, Speedo y Zyscovich. Regresó a Colombia en el 2007 con su esposo y su pequeño hijo, Mateo. Tras su llegada, ayudó a poner en marcha el Departamento de Diseño de Comunicación de la Universidad Javeriana de Cali y hoy hace parte, de manera muy activa, de la junta del comité del Museo Rayo en Roldanillo, Valle.
¿Quién es Sara Rayo? ¿Cómo ha sido su trayectoria?
Criada en Manhattan, estudié en el colegio femenino donde estudió mi madre y donde mi abuela rumana enseñó latín. Me gradué de Diseño de la Comunicación Gráfica en el Pratt Institute, de Brooklyn. Decidí ser diseñadora gráfica, una profesión prima hermana de la de artista. Tenía el poder de la creatividad en un ambiente un poco más corporativo y estructurado. Algo que buscaba.
¿Usted estudió en Nueva York en su infancia o vivió en el Valle del Cauca?
Viví en Nueva York casi 30 años. El balbuceo constante, movimiento incesante. Estructura y organización. Colombia en los veranos siempre fue mi orgánico, mi tranquilidad, mi verde. Esas dos partes se pueden ver hoy en mi trabajo artístico. Ahora que estoy radicada en Colombia con mi esposo, que me apoya y comparte mi amor por el viaje, viajamos a Nueva York con Mateo, mi hijo, en los veranos, para que él viva la misma experiencia que yo viví y que me enriqueció tanto.
¿Cómo hizo para mantener su conexión con Colombia?
Durante mi crianza en Nueva York, mis papás siempre me llevaban a Colombia durante los tres meses de vacaciones de verano que tenía del colegio. Me acuerdo mucho de llegar al aeropuerto de Cali y recorrer el Valle del Cauca en los taxis de antes: negros, grandes, de marca Dodge. El olor del Valle, a caña, a algodón, a maíz... Muchas veces, llegábamos de noche y la luna llena iluminaba la cordillera. ¡Qué diferencia de Nueva York! Colombia siempre fue el yang para mi ying.
Muchas veces, los hijos de grandes artistas se rebelan y deciden hacer otra cosa completamente distinta a sus padres.
En su caso, usted decidió seguir los pasos del maestro Rayo...
Ser artista siempre ha corrido por mis venas. No fue decisión propia, fueron los genes.
¿Cómo fue crecer al lado de un maestro como él?
Siempre iba con él a su estudio los domingos. Salíamos del apartamento a caminar las 10 cuadras que nos separaban de su estudio. Comprábamos almuerzo chino en una tienda de barrio y llegábamos a almorzar. Mi papá prendía la radio en la estación de música clásica, me hacía espacio en su gran mesa de trabajo, me cortaba un pedazo de su tela, me daba pinceles y pintura y me dejaba. Mientras yo pensaba qué iba a pintar, él acomodaba su lienzo. Lo que más me quedó de aquella época fue la imagen de sus manos recorriendo la tela, sintiendo la textura, buscando el punto exacto para echar la sombra. Terminaba en ese punto, suspiraba y buscaba el siguiente. Así, con el sonido de la música clásica, pasaba la tarde.
¿Qué fue lo que más la marcó de la forma de trabajar de su padre?
Aprendí a trabajar el intaglio, el manejo del papel, el trabajo y las técnicas del sombreado usando el acrílico, como el puntillismo. Mi papá no me imponía ningún tema, me dejaba inventar mis propios mundos y espacios.
La serie de animales de Ómar Rayo, su zoológico, fue hecho para usted… ¿Qué recuerdos o anécdotas tiene de eso?
La colección se llama Sarita’s Zoo. Eran inventos de juguetes mágicos hechos para mí. De hecho, también hizo una colección dedicada a mi hijo Mateo, que se llama Mateo’s Toy, basado en la misma idea.
Cuando usted empezó su camino de artista, ¿recibía consejos de su padre? ¿La regañaba?
Los regaños de mi papá eran por otras razones. En cuanto al arte, siempre fue un guía, un maestro, un profesor, un mago. Él siempre me decía que la disciplina era todo, que sin disciplina no llegaría a ningún lado.
¿Cómo ha sido el proceso de encontrar su estilo propio, en el que, de todas maneras, se ve una influencia grande de su padre?
Por muchos años, pinté acrílico sobre lienzo, eso sí, formas orgánicas, buscando siempre la naturaleza. Hace unos dos años, había llegado a un punto en que mi arte ya no me satisfacía, entonces decidí hacer una residencia artística en Nueva York para revolver el material, a ver qué pasaba. Lo que salió es el estilo que estoy trabajando en este momento. Algo más geométrico, pero a la vez orgánico, sobre una superficie que mi papá me había mostrado en sus intaglios: el papel.
¿Le molesta que la reconozcan en el medio artístico por ser hija de su padre? ¿Siente que de alguna manera este hecho pesa más que su propia obra?
Aquí en Colombia siempre ha sido así. No me molesta. Estoy orgullosa del trabajo que él ha hecho por este país.
Su madre, la poetisa Águeda Pizarro, ¿cómo la ha marcado?
Mi madre es la poesía de mi vida, la brisa fresca, que a veces se convierte en un ventarrón que me empuja y me hace despertar. Los recuerdos que tengo de ella son cuando componía como una sinfonía su famoso Encuentro de Mujeres Poetas. Desde Nueva York, empezaba el trabajo de la convocatoria, y llegando a Colombia, en el verano, todo el ambiente alrededor del evento. Amigas que llegaban, la casa se llenaba de risas y rulos. Esos encuentros despertaron en mi conciencia el poder creativo de la mujer en las artes. Fue una importante etapa en mi desarrollo intelectual y artístico.
¿Cómo era para usted vivir entre dos personas tan fuertes de carácter?
Ellos dos también son, o fueron, ying y yang.
¿Cómo fue trabajar como diseñadora gráfica y directora de arte para marcas tan prestigiosas como L'Oréal o Liz Claiborne?
Esa etapa fue parte de mi carrera como diseñadora. Fue una etapa donde aprendí mucho la disciplina. Aprendí a pensar rápido y a crear de acuerdo con los estándares y demandas de mis clientes, algo muy diferente a lo que uno hace como artista. Era muy gratificante ver mi trabajo expuesto en una tienda. Aunque las horas eran muy largas y el trabajo, difícil, siempre encontraba un momento o un fin de semana para trabajar mi arte. Algo que mi papá no dejaba de preguntarme era: “¿Estás pintando, Sara? ¿Cuándo vas hacer otra exposición?”.
¿Considera que en Colombia sí hay apoyo a la cultura, al arte?
Pienso que por lo menos para nosotros, en el Museo Rayo, ha ido creciendo el apoyo a la cultura y al arte. Cuando mi papá estaba recaudando fondos para el Museo Rayo, en los años 70, era muy diferente a como estamos hoy en día, tuvo que hacer un esfuerzo enorme para lograr lo que logró. Fue una lucha titánica.
A propósito del Museo Rayo de Roldanillo, ¿sí recibe algún tipo de apoyo del Ministerio o de las entidades culturales del país?
Mi madre es la actual presidenta de la fundación y directora del museo, y ha formado un equipo del que yo hago parte como directora de arte. Después de la muerte de mi padre, nosotros, en el Museo Rayo, hacemos muy juiciosamente todos los proyectos necesarios para recibir el apoyo del Ministerio de Cultura en su programa de concertación. Recibimos lo máximo que puede recibir una institución como la nuestra, ya que siempre cumplimos con todo lo que diseñamos en los proyectos. Tenemos alianzas y acuerdos con otras instituciones culturales como el Museo Nacional y la Biblioteca Departamental del Valle, y recibimos algunos fondos de la Gobernación del Valle y de la Alcaldía de Roldanillo. Gracias a esto, el Museo Rayo se ha transformado en una de las instituciones culturales más dinámicas del país con exposiciones extraordinarias, talleres para niños y adultos y otras maravillas.
Su obra es muy poética, llena de sensualidad, pero a la vez hay rastros de sangre de la realidad colombiana...
Mi obra consiste en niveles, fases, espacios. Una constante búsqueda de la perfección, la geometría encontrada en la naturaleza –diátomos, flores, fruta, hojas–. Es increíble la perfección que existe bajo un microscopio. Corto y doblo la superficie para revelar otra dimensión. Algunas piezas tienen tinta derramada, pero es la representación del azar, lo orgánico, lo crudo, como la lluvia sobre una hoja, el color rojo o burgandy representa más la vida y la pasión que la sangre.
Hablemos de su exposición de Casa Cano.
En mi producción más reciente de los últimos 7 meses nace una flor de papel doblado o lo que parece una corola de un objeto que cae a un líquido. Los cortes metódicos producen pétalos idénticos que rodean el espacio central. Interviene el azar con el goteo de tinta que cae dentro de la corola. La explosión crea un contrapunteo entre la simetría de la flor suspendida encima del papel y el azar de la tinta derramada sobre la superficie. Experimento con tamaños y nuevos volúmenes. Exploro más niveles y creo nuevas sombras. Esta producción es un juego entre la forma y el fondo, lo tridimensional y lo plano, el misterio y la realidad del papel vulnerado que ha sido acariciado, extraído, forzado, presionado y creado por mi propia mano.
Alejandra López González
Especial para EL TIEMPO
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