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La odontóloga de las 'ollas' de Bogotá

El 'Bronx', 'Cinco Huecos', Las Cruces y Santa Fe son las zonas donde esta mujer trabaja.

CAROL MALAVER
“Doctora, sí, usted. Déjeme decirle que va a tener el privilegio de tocar mi boca por primera vez. Nunca me la he lavado”. Esta frase, que a otros odontólogos les hubiera causado repulsión, a Íngrid Paola Barrera Guauque le generó una carcajada descomunal.
Él era un mecánico de unos 54 años que había caído en la desgracia de las drogas y el alcohol. Sus dientes realmente ya no existían; más bien, tenía un cúmulo de cálculos que sostenían los pocos rezagos de lo que alguna vez fueron sus molares. No había nada que hacer, retirar todo era la opción porque el dolor había acabado con el letargo etílico en el que acostumbraba a sumergirse.
¿Cómo lo hace? Fue su opción desde que salió graduada de la Universidad San Martín. Hizo su rural en Belalcázar (Cauca), zona roja en aquella época.
Por trocha llegaba al enclave indígena de Tierra Adentro en viajes que duraban horas o más si era montada en el lomo de un caballo, y así, en condiciones precarias, atendía toda clase de población. “Nunca voy a olvidar cómo fue mi primer fin de semana allá. Vi llegar a un joven campesino que lo habían acabado de coger a hachazos. Tenía el pecho abierto y heridas en la cabeza. Del miedo que sintió se había orinado. Quedé petrificada”, contó.
La noche siguiente hubo toma guerrillera. “Me metí debajo de una cama y esperé a que pasara el peligro. Por primera vez supe cómo era la guerra de mi país”.
Íngrid Paola Barrera Guauque se ganó la confianza de los habitantes de las ‘ollas’. Ella se acopló a la dinámica de la calle. La respeta.
El día del mercado era la jornada más pesada; llegaban campesinos procedentes de varias veredas que le pagaban los favores médicos con gallinas o bultos de yuca. “Los lugareños son muy emotivos. Su sonrisa era la mejor paga. Me decían: hágase un sanchochito bien rico, doctora”.
En la vereda Mosoco (Cauca) vio cómo las indígenas parían a sus hijos colgadas de una cuerda de la cocina. Todo eso la hizo una mujer curtida, de esas a quienes ya casi nada las sorprende.
Por eso, cuando llegó a trabajar a los hospitales públicos de Bogotá, no tardó mucho en acoplarse a la dura realidad de dos de las localidades más complejas: Tunjuelito y Chapinero. “Allá trabajé en las 19 casas de desmovilizados, un proyecto del Ministerio del Interior. Fue una locura lo que se vivió allá”.
Mientras su fresa daba vueltas, hacía de psicóloga de guerrilleros y paramilitares. “Las mujeres me contaban cómo las hacían abortar y de las violaciones, y los del otro bando narraban con detalle cómo desaparecían los cuerpos. Las jornadas eran pesadas. Uno salía en 'shock'. Había sangre fría en sus anécdotas”.
Íngrid trató de desempeñarse en puestos administrativos, pero se aburría rápidamente. “Lo mío era la gente; por eso me salí”.
Entonces trabajó con los hogares del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), y en poco tiempo fue convocada a trabajar en el proyecto de Centros de Atención Móvil para Drogodependientes (Camad), la experiencia profesional que hoy ocupa cada hora de su vida.
Las ‘ollas’
A la ‘L del Bronx’, la calle más temida de Bogotá, llegó el 17 de septiembre de 2013, un día en el que se anunciaba con bombos y platillos la llegada de la atención médica al lugar.
Después del ‘pantallazo’ llegó el trabajo real para un médico, dos trabajadoras sociales, dos psicólogos e Íngrid con su auxiliar. Ellos solos en la mitad de la ‘olla’, sin más protección que un carro que los aísla del negocio del microtráfico, la prostitución y la indigencia. Son impermeables; tienen que serlo, de otra manera los que mandan no les permitirían estar ahí. “Somos neutrales, respetamos sus dinámicas y lo único que nos interesa es sanar sus problemas de salud. Nada más”.
Por palabras como esas no pocos se le quitan el sombrero cuando la ven pasar, porque no obstante su discreción no se ha salvado de las amenazas y los improperios con que la tratan.
Es duro tratar de convencerlos de que para que puedan ser atendidos deben haber dejado de consumir por lo menos ocho horas antes de la intervención odontológica. “Hay una explicación médica: primero, porque así vamos reduciendo algo de su consumo, y en esto todo es ganancia, y además porque, si no lo hacemos, el paciente puede sufrir un 'shock' anafiláctico”.
Un día, un consumidor de bazuco sufrió de taquicardia. “Se le obstruyeron las vías respiratorias; por eso yo soy tan delicada con ese tema. Estamos hablando de la vida de una persona”.
Eso mismo pasó con un hombre de 50 años alcohólico. “Lo salvamos gracias a la atención oportuna del médico del Camad”.
Trabajan con más voluntad que protección desde las siete de la mañana, después de un alistamiento en La Perseverancia. De allá salen en la móvil totalmente limpia.
Al comienzo solo asistían en el ‘Bronx’, pero con la llegada de las amenazas tuvieron que turnar sus estadías en cada olla y por días en las localidades de La Candelaria, Santa Fe y Los Mártires.
‘Cinco Huecos’, El Voto Nacional, la zona roja de Santa Fe y San Bernardo son solo algunas de las ‘ollas’ en las que prestan sus servicios.
“Cuídese porque la voy a chuzar, la voy a matar; cuando usted menos lo piense, la voy a apuñalar”. Eso le dijo un paciente solo por negarle una segunda limpieza oral. “Ya se la había hecho una semana antes y él solo decía que tenía que tener sus dientes blancos”.
Sin mostrar el miedo que sintió en esos segundos de tensión, ella se le paró sin chistar: “Aquí estamos vivos es para morirnos; si nos toca, nos toca”.
Días después lo veían transitar por el sector sin siquiera mirarla a la cara. “Aquí nos amenazan por bobadas. Es población muy difícil que todo lo quiere al instante y a las malas”.
Pero no todos son así. Guarda decenas de experiencias que la gratifican. Trabajadoras sexuales a quienes les ha devuelto la sonrisa, habitantes de la calle agradecidos por curar su gingivitis, sus abscesos o sus llagas. Ellos pasan de vez en cuando y la saludan con un gesto explosivo. “Gracias doctora, su manos son de ángel”.
Solo en una hora de trabajo llegaron un atracador de carros víctima de una golpiza, una prostituta a quien la calle le había robado sus dientes, una joven madre cabeza de familia con un dolor de muela que le quitó la calma.
Todos encontraron alivio en medio de ese mundo hostil que escogieron para vivir, y ellos, los vigías de la salud, ahí, en el anonimato de una calle que la mayoría de ciudadanos nunca querrá conocer.
CAROL MALAVER
Redactora de EL TIEMPO
* Escríbanos a carmal@eltiempo.com
CAROL MALAVER
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