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Las casas de la cultura

¿Por qué no recurrir a las casas de cultura para construir nuevas mentalidades, nuevas ciudadanías?

El año pasado tuve oportunidad de visitar varias casas de la cultura del país. Quedé impresionado de muchas maneras, conmovedoras todas, pero quisiera llamar la atención sobre un par de puntos. El primero es la eficiencia, traducida en la cantidad de frentes de trabajo que tienen, la enorme población que atienden y la capacidad para hacer rendir los diminutos presupuestos que se les asignan. Son increíbles. El segundo es que las casas de cultura han sido las únicas instituciones públicas que no se convirtieron en objetivo militar para los distintos grupos armados durante los peores momentos de violencia que vivieron.
Creo que una cosa lleva a la otra. No se convirtieron en objetivo militar porque son instituciones que “no roban”, ejecutan bien el presupuesto, son un servicio social evidente y sirven a toda la comunidad, sin distingos de raza, religión, ideas políticas o capacidad económica. Los instructores de las casas de la cultura son respetados en todas las regiones. De alguna manera, los actores armados los protegen porque saben que prestan un servicio invaluable para la comunidad.
Escuché historias increíbles. Los guerrilleros no se meten con estas instituciones culturales. Los paramilitares, tampoco. Dejan viajar por el territorio a grupos de danza, de música, de teatro; permiten el libre tránsito a bibliotecarios que hacen esfuerzos ingentes para llevar unos cuantos libros a las veredas más apartadas. No nombro ninguna casa de la cultura en particular, porque con seguridad nombrarlas las pondría en peligro. Es decir, las politizarían.
Pude ver los alegres recibimientos que les hacen a los instructores en los barrios considerados ‘duros’, estigmatizados por violentos. Un bus de una casa de la cultura puede ser tanto o más respetado que una ambulancia de la Cruz Roja. Supongo que habrá excepciones, sin duda, pero la gran mayoría de las casas de la cultura tienen algo de sagradas para la población.
Las personas que trabajan allí no pretenden enriquecerse a costa del Estado. Tienen una vocación de servicio a toda prueba. En ocasiones sacan de sus propios bolsillos para financiar empresas quijotescas. Su trabajo es su vida. Son modelos de funcionarios públicos.
La cultura siempre ha sido la cenicienta de todos los gobiernos. El presupuesto que se le asigna es casi simbólico. Simbólico porque los distintos gobiernos jamás han creído en el poder que tienen las distintas manifestaciones culturales para transformar sociedades. Antanas Mockus demostró que lo primero que debíamos cambiar en Bogotá era la mentalidad. Usó símbolos, mimos, poetas, músicos para lograrlo. Y lo logró, apoyándose en distintas manifestaciones artísticas.
Claro que los problemas de Colombia pasan por lo económico. Pero pasan con igual importancia por lo cultural. El Estado podría tener en las casas de la cultura a sus mejores aliados para afrontar el famoso posconflicto. Porque desde las casas de la cultura se refuerzan los valores humanos. Las humanidades, que tanta falta hacen en los colegios, en los trabajos, en la vida diaria. En Colombia entera. A la hora de construir un mejor país, el verbo pensar es tanto o más importante que el verbo tener.
Si las casas de cultura han sido bastiones de humanidad en medio de la guerra, ¿por qué no recurrir a ellas para construir nuevas mentalidades, nuevas ciudadanías? Para ello, el Estado tendría que luchar con la idea retrógrada de que la cultura es solo diversión inofensiva. Tendría que reconocer el poder transformador de las instituciones culturales. Y después, claro, meterse la mano al dril.
cristianovalencia@gmail.com
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