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Navarro

Solo el más desleal de los rivales podía negarle a Navarro que ha logrado ser un buen hombre.

Ricardo Silva Romero
Hubo una vez en Colombia un minuto de silencio. Fue hace un par de semanas, el miércoles 28 de enero, cuando se supo que el hijo del senador de izquierda Antonio Navarro se había quitado la vida. Un puñado de guerreristas de cafetería se atrevió a leer la noticia, demoledora e íntima, como un hecho inevitable: justicia divina. Y sacó a la luz, como si fuera una primicia y además viniera al caso, el pasado guerrillero de Navarro: “Navarro sigue conmovido por suicidio de su hijo. ¿Y por las víctimas del M-19 también?”, trinó el más perverso, el menos padre. Pero el resto, que fue todo el mundo, supo callarse. Todos los políticos, desde los viejos copartidarios hasta los adversarios de siempre, desde el desbocado expresidente Uribe hasta el exasperado presidente Santos, fueron capaces de ponerse del lado de esa familia doblegada por el dolor.
Y el duro lamento del senador, “hicimos la paz para que los padres no siguieran enterrando a sus hijos y no pude evitar que me pasara”, fue lo único que se oyó en este país.
Durante ese largo minuto de silencio fue claro que, frente a frente con el peor revés que puede sufrir una vida, solo el más desleal de los rivales podía negarle a Navarro que ha logrado ser un buen hombre: que lo que él ha hecho en este país que olvida pero no perdona –irse a la guerra, asumir en carne propia los horrores del conflicto, reconocer el fracaso del “todo o nada” del fundamentalista, hacer la paz, rendirse a la imperfecta democracia, evitarle a Colombia la venganza por el asesinato de Pizarro, trabajar cara a cara con el establecimiento en la Constitución de 1991, legislar con seriedad, gobernar con sensatez, pedirles perdón a las víctimas, ser de frente, con lealtad, el hombre que es– lo ha estado haciendo con el corazón en la mano. Vivir es sobreponerse. Y Navarro ya ha sabido volver de su guerra, de la tortura y de la cárcel.
El viernes 6 de febrero, en una conmovedora carta leída en la instalación de las sesiones extraordinarias del Senado, agradeció la compañía de los compasivos, reveló “la decisión familiar de salir adelante juntos”, y se dijo a sí mismo “y vamos a lograrlo”.
Y de inmediato el país pasó a lo suyo: al ruido. Y aterrizamos de barriga en este lugar en el que un par de imbéciles se permiten asesinar a cuatro niños desplazados porque nadie está mirando, pero una marcha por la vida es un problema. Y arrinconados por los fantasmas de sus espías, como ganándole la carrera a la justicia, los uribistas retomaron la inescrupulosa misión de enlodar a todo aquel que no les crea. Y Uribe llamó enemigo a cualquiera que pasara por ahí –en 2015 fue el noble Antanas Mockus, en 2006 fue el propio Navarro– como un general enajenado que insiste en la guerra cuando ya está perdida. Y se fue con sus posesos a Washington, como parodiando a sus víctimas, a defender “las libertades”, a declararse “perseguido”. Y a sus devotos una vez más no les cupo en la cabeza que no hay que ser santista para cansarse de Uribe.
Iba a escribir “ustedes me van a matar por decir lo obvio...”, pero no se debe jugar con esa expresión en esta tierra. Digo, mejor, que el problema de fondo es que la solución a nuestro horror es la compasión, y es el temple, y no sé si vamos a lograrlo. Si algo ha conseguido Navarro en esta vida, por ejemplo, ha sido sacudirse tanto el fanatismo como la mitomanía colombianas, tanto el descaro como el culebreo criollos, para portarse como si Colombia fuera el duelo de todos, para tratar a los demás –para liderarlos, para oponérseles– como si tuvieran hijos, como si tuvieran padres. Pero esa humanidad sigue siendo un talento, una vocación que, como todas, solo se oye en el silencio. Y aquí suele gritarse por oficio.
Ricardo Silva Romero
Ricardo Silva Romero
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