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Adolfo Pacheco, el juglar que no se cansa de cantar

Cartagena le rindió un homenaje al compositor de 'La hamaca grande' y 'El viejo Miguel'.

Una vez más, el célebre compositor de La hamaca grande puso a sus pies al encopetado teatro Adolfo Mejía. Ya lo había hecho en conversatorios con Joan Manuel Serrat y Joaquín Sabina, en tertulias literarias-musicales con Juan Gossaín y Daniel Samper Pizano, o con sus compadres de lucha folclórica, Ariel Castillo y Numas Gil Olivera, en el festival que lleva el nombre de su reputada canción, que invita a los vallenatos a mecerse en una hamaca gigante.
“He venido a todos los conversatorios y homenajes que le han hecho a Adolfo Pacheco, y siempre encuentro algo novedoso, que no había escuchado. No sé de dónde saca tanta palabrería mágica para envolver al público”, dijo el profesor de literatura Gustavo Buendía, al término del homenaje que le brindó la Alcaldía de Cartagena el pasado jueves.
Enrique Muñoz, uno de los que más han estudiado la música popular del Caribe colombiano y quien sirvió de moderador en el reciente conversatorio, presentó a Pacheco como el ‘artesano de la palabra’, el agricultor de la poesía’ y el ‘viejo pajarero’, para tratar de explicar la profunda huella literaria que ha dejado la música del músico oriundo de San Jacinto (Bolívar).
‘Quise ser poeta’
Pacheco contó apartes de su trasegar a un costado de la poesía, desde la época del colegio de banquitos de la seño ‘Crucita’, su paso por el colegio de Pepe Rodríguez, las lecciones que recibía de su madre Mercedes Anillo con la cartilla Alegría de leer y la poesía de Gustavo Adolfo Bécquer, el salto a Cartagena al colegio Fernández Baena, donde aprendió, de manos del profesor Alfonso Parra París, la historia patria del hermano Justo Ramón y las filigranas que se podían tejer con el abecedario.
“Siempre quise ser poeta y por eso leía mucho, especialmente el romanticismo, por eso muchas canciones mías tienen esa influencia. No voy a decir, como dicen algunos, que la inspiración me bajó de un momento a otro; todo tiene su sentido de ser y, aunque sea en el subconsciente, siempre hay alguna influencia detrás de toda creación”, dijo Pacheco.
No es de extrañar que en su época de profesor de matemáticas, en el mismo colegio de Pepe Rodríguez, sus alumnos se deleitaban leyendo poemas.
“Nos ponía a leer la poesía de Machado, Lope de Vega, Rubén Darío y de Quevedo, de Marroquín, Silva y Barba Jacob, y ahora caigo en la cuenta que era la misma época en que ya estaban despuntando varios de sus mejores creaciones como No es negra es morena, El aromo, El cordobés, Mulata, entre otros”, sostuvo Numas Gil Olivera, quien fue su alumno en primaria y después autor de una biografía de Pacheco.
En la cumbia No es negra es morena (se oyeron gritos de fiesta/cuando cantaba soledad), dice Pacheco que se nota la influencia que tuvo García Lorca en sus versos, especialmente en la musicalidad del poema La muerte de Antoñito el Camborio (“voces de muerte sonaron/cerca del Guadalquivir”).
Los ancestros
Guiado por Muñoz, el compositor se remontó a los tiempos del arribo del bisabuelo Laureano Pacheco a San Jacinto, a mediados del siglo XIX.
Un hombre blanco, andariego y soñador, que salió de Ocaña con una recua de mulas en busca del tesoro del tabaco en los Montes de María, y que encontró en San Jacinto la felicidad con una negra ‘manumita’ (manumisa), que era famosa porque hacía los mejores bollos limpios (envueltos de maíz blanco) de la región. Allí vino el primer contacto de un Pacheco con la raza negra; luego, llegaron los Carmona para aportar a la familia la sangre india y con los Anillo, de raza blanca, se completó la trietnia que lo marcó en su trayectoria musical.
“En San Jacinto hubo dos palenques, extensiones del de San Basilio, que fueron Paraíso y El Trozo. De ahí que la influencia africana haya buscado el lado del indio nativo y fue entonces cuando se produjo esa explosión rítmica que conocemos con Los Gaiteros de San Jacinto, con Andrés Landero y todos esos músicos que han hecho leyenda”, explica Pacheco.
De esa parentela también nacieron creaciones que invitaban al “esclavo negro a cantar sus melodías”, o el “lamento zambo” que conjugó las tres razas.
Entre todos esos versos vestidos de zafra y tambores, una cumbia esplendorosa asomó sus narices para reafirmar su orgullo de sangre africana: ‘Cuando lo negro sea bello’, de gran resonancia en México en la voz de Andrés Landero, pero poco conocida en Colombia, a pesar de la glamurosa horma de sus versos ancestrales:
“Yo soy un tigre dormido que todas las noches sueño
Con el mundo que dejé, y quitaré vengativo
Cuando lo negro sea bello, las cadenas de mis pies…”
El viejo Miguel
Hasta que apareció la figura del viejo Miguel Pacheco, su padre.
Negro, como su abuelo Laureano, fue la estampa que siempre adoró la mitología del niño que no se apartaba de los músicos que iban a empeñar los instrumentos donde Mercedes Anillo, su madre, la mujer que llevaba las riendas de la casa.
“A mi padre le decían el ‘cincuenta negocios’, porque quería estar en todos y en todos estaba: un salón de baile llamado San Andrés, una cantina que se llamó El Gurrufero, una tienda, una tostadora de café, una piladora de maíz y, en el alma, solo era un músico frustrado que tuvo el atrevimiento de ponerle serenata a mi madre con Toño Fernández y su gaita”, recordó su hijo.
Ese hombre, que a pesar de haber cursado solo hasta segundo elemental, era tan persistente y pundonoroso que llegó a ser el contador de la casa Matera (familia italiana que se hizo empresa en la región) pero que no pudo soportar el contundente golpe de haber enviudado cuando los negocios marchaban como un relojito gracias a la habilidad natural que tenía su esposa Mercedes.
“Mi padre se desplomó y empezó a beber y a descuidar los negocios, pero aun así siempre quería lo mejor para mí y me puso a estudiar en Cartagena y después en la universidad Javeriana, hasta que llegó el ‘desastre de los 60’, cuando yo estaba en Bogotá”, puntualizó.
Así que cuando el viejo Miguel tomó la decisión de marcharse para Barranquilla, en busca de la paz para su corazón, el incipiente compositor pensó que era un paso normal que debía tomar con naturalidad y fortaleza, pero no fue así.
“Quise creer que ya no dependía de mi padre, porque ya yo me había independizado, pero cuando se marchó y a la mañana siguiente no tenía para dónde coger a tomarme el café y a recibir de su parte el deseo de la ‘buena suerte’ para el resto del día, me di cuenta que algo muy grande se había marchado de mi alma”, dijo.
Lógicamente, todo ese chaparrón de sentimientos que revoloteaba en su pecho tenía que desembocar en un poema, que tomó ritmo de merengue vallenato y que es catalogado como el más hermoso canto que se ha hecho de un campesino que sale a buscar suerte a la desconocida ciudad:
“Buscando consuelo, buscando paz y tranquilidad
“El viejo Miguel del pueblo se fue muy decepcionado
“Yo me desespero y me da dolor porque en la ciudad
“Tiene su destino y tiene su mal para el provinciano”.
‘Perdí algo esencial’
Cuenta Adolfo Pacheco, que sus mejores canciones nacieron antes de que se graduara de abogado cuando tenía 40 años de edad.
“La gente pensaba que después de haber estudiado esa carrera me iba a ser más fácil componer cuatro versos, pero fue al revés: perdí algo esencial que se necesita para explicar con pocas palabras una historia, el poder de síntesis. Ahora, para hacer una canción demoro hasta seis meses y escribo casi un periódico entero”, señala.
Y con el tiempo, dice, también se ha perdido la autenticidad de no esperar que una composición se convierta en un cajero automático para que le diera plata.
El cordobés, el himno nacional de los galleros de Colombia, nació tan espontánea como el ojo de un riachuelo, la tarde en que acompañó a Andrés Landero a tocar en la finca de Nabonassar ‘Nabo’ Cogollo en Cereté (Córdoba), en el año 1963.
“Landero le dijo que yo era profesor y que me gustaba componer canciones, y ‘Nabo’ me dijo que escogiera el gallo que me gustara para mandármelo a San Jacinto. Así ocurrió, y en el siguiente encuentro en su finca de Cereté le llevé mi regalo en forma de merengue. La primera vez que lo oyó frunció el ceño y dijo: ‘Esto es como una poesía’, es decir, no le gustó mucho, pero durante la parranda la canté varias veces y le fue gustando tanto que duramos nueve días bebiendo ron”, recuerda Pacheco.
Así, nació Mercedes, en el salón de clases del Instituto Rodríguez, con una colega profesora que nunca se rindió a sus cantos; o El mochuelo, preso en una jaula de amor; o el hermoso reclamo que les hizo a los vallenatos cuando desconocieron la grandeza de su compadre Andrés Landero, composición que, con el pasar de los años, se ha convertido en la voz del orgullo sabanero: La hamaca grande.
Aquí, el encumbrado compositor toma las riendas de su sabiduría popular e insiste en reconvenir a sus colegas por no llamar por su nombre a cada tipo de música diferente que se hace con el acordeón.
Ya lo hizo con su Hamaca grande, en 1969. Más tarde lo recalcó con La diferencia y El engaño:
“Buscaron a Alfonso López, hicieron un festival
“se valieron de la prensa y dijeron que el folclor, típico y regional,
“legendario y bullanguero era de Valledupar,
“y, como en Cien años de soledad, glorificaron a Rafael,
“hoy, el que no toca el ritmo aquel, es como si no tocara na’ ”.
“Han querido mostrarme como si yo fuera un enemigo de la música vallenata, pero no es así: yo amo el vallenato, me gusta esa música y he compuesto cantos vallenatos, pero en lo que no estoy de acuerdo es en que no se llamen las cosas por su nombre”, advierte.
Toma un vaso de agua y hace una explicación de cómo los cubanos tomaron la rumba, el son y la guaracha y la fueron decodificando con su nombradía, y así la gente no se confunde y diferencia cuando escucha un bolero o un cha cha chá, todos descendientes de un mismo patrón musical.
“La fuerza de la palabra ‘vallenato’ ha sido tan grande que ha arrasado con todo, y todo el mundo piensa que una cumbia o un porro que se toca con acordeón es vallenato, eso no es así, y por eso insisto en mi pedagogía”, dice
Y subraya: “Por ejemplo, muchas canciones que escuchamos ahora, como ‘el ‘Glu glu glú’, son muy hermosas, pero no creo que pueda entrar en la cofradía de la esencia del vallenato original que es una crónica narrativa, y a esos cantos deben ponerle un nombre distinto”, sentenció.
Su vida en un libro
Recientemente se publicó el libro ‘El juglar de los Montes de María’, sobre la vida del maestro Adolfo Pacheco Anillo, con la coordinación del magistrado Jorge Pretelt Chaljub. Viene en formato de lujo, acompañado de dos CD, en los que algunas de las mejores voces del Caribe rinden homenaje al compositor bolivarense.
Participaron Juan Carlos Coronel, Poncho Zuleta, Aglae Caraballo, Iván Villazón, Jorge Celedón, Peter Manjarrés, Silvio Brito y Jorge Oñate, entre otros.
JUAN CARLOS DÍAZ M
CORRESPONSAL EL TIEMPO
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