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Moralidad y religión

La moralidad es cosa del género humano, y no depende de ningún juez celestial que la haya decretado.

Gustavo Estrada
Si no existiera un Ser Superior, sostienen los teístas, no habría moralidad, reinaría el libertinaje y seríamos iguales a los animales. “No todo es lícito, luego Dios existe”, sugiere el escritor ruso Fiódor Dostoievski. Pues ambos dictámenes están equivocados y la ciencia lo está así confirmando: la moralidad y la religión son cosas independientes.
La moral –el estudio del bien, en general, y de nuestras acciones, en lo que respecta a su bondad o maldad– y la moralidad –la conformidad de una acción con las pautas de la moral– son asuntos propios de la naturaleza humana. Veámoslo de esta manera: es más recto –más moral– actuar bien y evitar el mal por la bondad o la maldad intrínseca de las acciones que por la búsqueda de una celestial recompensa o por el temor de un infernal castigo. “Debemos ser honestos porque ser honestos es lo correcto”, dijo alguna vez Martin Luther King, el líder norteamericano de los derechos civiles.
De acuerdo con las ciencias evolutivas, el comportamiento moral es un desarrollo cultural que ayuda a la conservación del grupo y de sus miembros. “No hacer daño” favorece la supervivencia de la especie –de mi clan–; “no hacerme daño” favorece la supervivencia del individuo –la mía–. Según el primatólogo Franz de Waal, los comportamientos morales en nuestros antepasados homínidos debieron resultar de la empatía y la reciprocidad; los grupos más aglutinados y mejor estructurados tenían, por supuesto, más opción de sobrevivir y progresar que los individuos aislados. Los solitarios disponían de menos oportunidades tanto de dejar descendencia como de cazar en grupo las proteínas animales que el cerebro del Homo erectus –el antecesor inmediato del Homo sapiens– requirió a lo largo de milenios para aumentar de tamaño.
En el mismo orden de ideas, sostiene el biólogo norteamericano Edward Wilson, “en el curso de la historia evolutiva, los genes que predisponen a la gente hacia la cooperación terminarían predominando en la gran mayoría de la población humana como un todo (así no estuvieran presentes en todos los individuos); tal proceso repetido por millares de generaciones tendría que dar nacimiento inevitable a los sentimientos morales”.
La predisposición a la moralidad resultante de la selección natural se encuentra, por lo tanto, en la misma condición humana. Las normas específicas de conducta, por supuesto, no están codificadas en los genes; allí no hay mandamientos. La moral intrínseca es un faro visible, así sea borroso, que guía nuestros actos.
La observación de un cierto sentido de equidad en monos y antropoides ha sido estudiada en numerosas investigaciones. Tales estudios sugieren que los instintos morales de algunos simios tienen raíces profundas muy anteriores a la aparición del hombre y que hay también una predisposición genética hacia la moralidad en nuestros parientes animales, con características diferentes en cada especie o grupo. No es de extrañar entonces que los códigos de conducta de los humanos, a pesar de algunas reglas similares entre ellos, sean diferentes en cada cultura. Lo común en los códigos es la predisposición humana a una conducta moral, no los detalles de las normas específicas.
Franz de Waal sostiene que las raíces de la moralidad se manifiestan en los animales sociales y, en particular, en nuestros primos los chimpancés y los bonobos. Sus expresiones de empatía y sus expectativas de reciprocidad son equivalentes al sentido moral en sus parientes humanos. Según la revista The Economist, las investigaciones de este holandés “proveen abundante evidencia de que la religión no ha sido necesaria para que algunos animales tengan comportamientos que lucen sorprendentemente iguales a la moralidad humana”.
Escribe Franz de Waal en El bonobo y el ateo, su libro más reciente: “La moralidad surgió primero y la religión moderna se aferró a ella. En vez de constituir las pautas de la moral, las grandes religiones fueron inventadas para reforzarla. Apenas estamos comenzando a explorar cómo hace la religión para aglutinar a la gente y para hacer obligatorio un comportamiento. No es mi intención minimizar este papel... Pero las religiones no son la fuente de la moralidad”.
La moralidad es, pues, cosa de nosotros y para nosotros, el género humano, y no depende de ningún juez celestial que la haya decretado. Y menos aún requiere de jueces terrenales, sean autonominados o delegados por las religiones organizadas, para que actúen como portadores o intérpretes de mensajes divinos.
Gustavo Estrada
*Autor de ‘Hacia el Buda desde el Occidente’
Gustavo Estrada
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