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La música de las esferas

Los nazis cultos no se negaban el placer de las mejores cosas de la vida, el arte degenerado.

Juan Esteban Constaín
Nada hay más descorazonador en la vida –decía Percy Thrillington, el gran músico y bohemio inglés– que coincidir en nuestras admiraciones y emociones con gente despreciable y perversa. La frase exacta, si mi memoria no me falla, pues la leí hace mucho tiempo, es esta: “Nada más peligroso para las cosas magníficas del mundo que la admiración que por ellas sienten los imbéciles...”. Es un sabor muy triste el que nos queda en el paladar cuando las mejores cosas están en las peores manos; un sabor imposible de borrar.
Fue lo que pasó, quizás como nunca antes en la historia de la humanidad, y esperemos que como nunca después, con los nazis. Y no me refiero, por supuesto que no, Dios me libre, a sus ideas delirantes y atroces. No. Ni me refiero a su disciplina o a su lealtad o a su destreza científica o económica o militar, detrás de las cuales, y por las cuales, se escondieron y se justificaron y fueron posibles ese horror y esa infamia de los que el mundo no se cura todavía, y que aún hoy, más de 70 años después, no podemos explicar del todo, porque para eso no hay explicación.
Me refiero a un hecho que la historia tiene documentado de sobra, y es esa especie de refinamiento cultural que exhibían muchos de los jerarcas del Nacional Socialismo, y muchos de sus lugartenientes y militantes rasos también, y que los llevó a celebrar y a atesorar, a usurpar y a mancillar, grandes obras del espíritu humano: grandes cuadros, grandes libros, grandes piezas musicales. El refinamiento cultural como una aberración –en ese caso lo era–, consumada además a expensas de las víctimas de ese infierno en uniforme.
Claro: el nazismo, como todas las tiranías de la historia, también quemó libros y sabios; ya lo decía Heinrich Heine: “Se empieza quemando libros y se acaba quemando gente”. Y una de las obsesiones del régimen, uno de sus blancos predilectos, fue el llamado ‘arte degenerado’: la música, la pintura, la poesía de los pueblos inferiores. Pero como toda tiranía lo es no solo por sus reglas, sino también por sus excepciones, los nazis cultos e hipócritas no se negaban el placer de las mejores cosas de la vida, el arte degenerado.
Por eso, en los campos de concentración, en casi todos ellos, o en todos, se dio ese fenómeno doloroso y conmovedor que la historia o la literatura o el cine tantas veces han recreado: seres geniales que allí encerrados padecían humillaciones sin descanso, y que pronto fueron usados a placer por sus verdugos, con su talento al servicio de quienes tanto decían despreciarlo. Matemáticos, físicos, médicos, deportistas: seres irrepetibles que después de los trabajos forzados tenían que ir a hacer las delicias de quienes los estaban matando.
Pero el caso de los músicos es el que más me ha conmovido siempre, porque muchos de ellos se salvaron de la muerte por saber tocar un instrumento. O aun sin saber hacerlo, como le ocurrió a la gran Esther Béjarano, que sin saber interpretar el acordeón (aunque sí el piano) lo hizo como por un rapto en la audición que le salvó la vida: fue en 1943, cuando su dilema era la cámara de gas o la orquesta femenina de Auschwitz.
Su relato es desgarrador, por supuesto: la orquesta tocaba cuando los prisioneros iban a trabajar: a trabajar o a morir, quién podía saberlo. Pero esa música no solo salvaba a quienes la hacían con el corazón hecho cenizas, sino también a sus hermanos de infortunio, a los que la llevaron en el alma hasta el último instante.
Nada preserva mejor la memoria que la música, aun cuando se calla. Era la ‘música de las esferas’ de la Antigüedad: la que movía al Sol y a las estrellas.
La armonía de cuando hay grandeza y dignidad.
Juan Esteban Constaín
catuloelperro@hotmail.com 
Juan Esteban Constaín
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