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Costos del conflicto y beneficios de la paz

Si queremos aprovechar los beneficios de la paz a largo plazo, todos debemos contribuir.

Durante los últimos meses, varios economistas han estimado el potencial dividendo de la paz. Los cálculos de los dos estudios más recientes van de 0,3 a 4,4 puntos porcentuales anuales adicionales del PIB, mientras los estudios anteriores coincidían en un punto porcentual adicional. Los pesimistas argumentan que los dividendos de la paz se capitalizaron tras la reducción en el crimen que se vivió a mediados del 2000. Los optimistas argumentan que el impacto económico del conflicto es tan grande que el cese de este dará un empujón considerable a la economía. La discordancia en las estimaciones, si bien surge de buenos argumentos, también es el resultado de un hecho cada día más evidente: los economistas no podemos preciarnos de nuestra capacidad de predicción. Muchas veces fallamos, y no por poco.
Quiero argumentar, sin embargo, que el fin del conflicto armado brindará beneficios económicos para el país y estos no serán despreciables. Primero, argüir que los beneficios del cese del conflicto ya se capitalizaron es desconocer la realidad que viven muchas regiones del país. Sin duda, la reducción de la violencia a inicios del 2000 atrajo mayor inversión extranjera e incentivó al sector privado colombiano a expandir su presencia. Pero un porcentaje de este incremento estaba impulsado por los buenos términos de intercambio de las economías emergentes, gracias al buen momento de los productos minero-energéticos.
De hecho, nuestro crecimiento no fue muy diferente al de todos los países de América Latina. Y un vasto porcentaje de municipios aún estaban y hoy están sometidos a la violencia. En estas regiones la producción es menor, la inversión poca, la destrucción mucha y las muertes continúan. Todo esto genera costos importantes que cesarán en un alto porcentaje con el fin del conflicto. Si bien capitalizamos algo en estos años, todavía tenemos algunos sectores de la economía, como el agropecuario, y zonas cuyos costos de producción son más altos debido a la violencia y los incentivos a invertir son menores.
Segundo, estudios microeconómicos que no buscan predecir sino calcular impactos actuales del conflicto son contundentes. Estudios de Adriana Camacho, Daniel Mejía, Catherine Rodríguez, Fabio Sánchez, Andrés Zambrano y míos muestran que el conflicto impone costos económicos sobre los productores, las familias y los niños. Además de la destrucción típica, la violencia genera incertidumbre y miedo, debilita las instituciones estatales y pone en riesgo los derechos de propiedad, entre otros.
Estos estudios muestran que, debido al conflicto, las firmas manufactureras salen más del mercado e invierten menos; los productores agrícolas dejan de producir o se dedican a actividades de bajo riesgo, pero baja rentabilidad; los niños asisten menos al colegio y se vinculan al mercado laboral; y la salud de las personas se deteriora, pues los niños nacen con bajo peso, y aumentan los abortos en regiones de aspersión con glifosato. Estos costos son reales. Además de ser un obstáculo para la producción económica, impiden avances más contundentes en las condiciones sociales del país y profundizan la desigualdad, pues afectan a los más pobres.
Pero los costos del conflicto no son los beneficios de la paz. Para capitalizar los beneficios de la paz, el Estado debe hacer presencia en las regiones olvidadas, poner en marcha políticas y programas para dinamizar las regiones rurales, restituir a las víctimas del conflicto y dar oportunidades reales a toda la población. Lograrlo requerirá de inversiones y, por ende, de más impuestos. Si queremos aprovechar los beneficios de la paz a largo plazo, todos debemos contribuir y el pago de impuestos adicionales será ineludible. Y a mediano plazo tendremos ojalá un país más dinámico, con menor pobreza y menor desigualdad.
Ana María Ibáñez
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