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Tolemaida, ¿resort o un modelo de cárcel?

Plinio Apuleyo Mendoza relata lo que vio en su visita al penal antes de ser clausurado.

PLINIO APULEYO MENDOZA
Como es bien sabido, es inminente el cierre del Centro Penitenciario de Tolemaida. A la mayoría de los colombianos no les resultará insólita tal decisión. Todavía está en su memoria un escandaloso informe publicado por la revista Semana en abril de 2011. Lo revelado allí estremeció al país.
Según un reportero de Semana que visitó este centro de reclusión, muchos de los 269 militares que pagaban condenas allí no solo entraban y salían de la cárcel como Pedro por su casa, sino que tenían negocios dentro y fuera de la prisión y no vivían en celdas, sino en cabañas. Su conclusión era que en vez de ser una cárcel de alta seguridad, la de Tolemaida parecía más bien un club de descanso.
Pronto se cumplirán cuatro años de este sonado escándalo. Lo que muchos ignoran es que el de Tolemaida es hoy un centro de reclusión modelo. Lo afirman, ni más ni menos, el INPEC y la Defensoría del Pueblo. ¿Cómo explicar dos visiones tan opuestas? ¿Qué validez tuvieron las aseveraciones de Semana? ¿Qué tan justificable es el cierre de este centro? Para despejar estos interrogantes y conocer de primera mano la realidad, estuve allí la semana pasada. Lo que vi tras una detenida visita me sorprendió. (Lea aquí: Las últimas horas de la cárcel de Tolemaida)
La raíz del escándalo
En torno al escándalo existen verdades y algunas inexactitudes. El hecho que movió a la revista Semana a fijar su atención en Tolemaida fue la presunta fuga del mayor César Maldonado, que pagaba allí una larga condena por su supuesta participación en un atentado al sindicalista Wilson Borja. Lo que cuentan los reclusos es que nunca hubo tal fuga. Todos ellos lo vieron salir en un automóvil del centro de reclusión en compañía del general González Villamil, entonces inspector General del Ejército, y del general Piza Gaviria. Se dirigían a un restaurante ubicado en la vecina Escuela de Suboficiales dentro del mismo Cantón de Tolemaida. Al parecer eran amigos. Como el almuerzo se prolongó más de lo esperado, cuando llegó la hora del conteo de internos, faltaba Maldonado. Fue una falsa alarma. Para evitarle al general una investigación en su contra, se optó por hablar más bien del inexistente intento de fuga.
Revisando el informe de Semana se encuentran, de una parte, denuncias ciertas, pero, por otra, verdades a medias. Cierto: algunos reclusos eran dueños dentro del centro de reclusión de taxis y microbuses, panaderías, papelerías y hasta restaurantes. Cierto también es que habían construido cabañas sin que existiese legalmente autorización para ello. Pero, a propósito de la escandalosa revelación de que 179 condenados seguían activos y se les continuaba pagando sueldo, la revista pasó por alto que aquello no era una prerrogativa del centro carcelario, sino que, por ley, ningún militar detenido puede ser separado del cargo mientras su condena no quede en firme. Tampoco reparó la revista en que los condenados que han pagado buena parte de su pena tienen derecho legal a disponer de 72 horas al mes para salir del penal. No era pues extraño que aparecieran de pronto bebiendo cerveza en algún establecimiento de Melgar o Girardot.
Ahora bien, el insólito paraíso vacacional presentado por Semana se convirtió en un centro carcelario ejemplar. La realidad que encontré días antes de su cierre definitivo fue realmente sorprendente.
Tolemaida hoy
Bajo el cielo azul de enero, la meseta que llega hasta las estribaciones de Sumapaz, donde se encuentra el vasto Fuerte de Tolemaida, ofrece un hermoso paisaje. Al cruzar la garita de entrada del fuerte, se abre una larga y tranquila carretera flanqueada por almendros y árboles de mango de frondoso ramaje. Atrás van quedando escuelas de formación, batallones y un imponente hospital militar hasta llegar al centro de reclusión. No, no es un lugar sombrío como lo sugiere cualquier penal. Verdes prados se extienden en torno a sobrias edificaciones, entre ellas un soberbio edificio de muy reciente construcción que alberga aulas de estudio y talleres.
Como es un día de visitas, por todas partes veo correr niños y diviso parejas tomadas de la mano que pasean por prados y jardines. Poco después me enteraría de que 174 reclusos han reinstalado sus familias en la región. Sus jóvenes esposas trabajan en toda suerte de oficios, incluso como vendedoras o empleadas domésticas. Sus hijos van a escuelas públicas. Las viejas cabañas asociadas con el escándalo de hace unos años fueron derribadas. Hoy, en su lugar, se alzan dos nuevas edificaciones reservadas para las visitas conyugales.
Los reclusos que uno va encontrando en nada se parecen a los que colman los patios de La Picota o de la cárcel Modelo. Pulcramente vestidos, muestran siempre un trato amable y cordial. Las relaciones que guardan entre sí no excluyen el respeto por el rango militar de cada uno. No se registra ninguna riña entre ellos; tampoco, como sí ocurre en las cárceles comunes, problemas de drogadicción, suicidios o intentos de fuga. Muchos esperan que los recursos legales que han interpuesto les puedan devolver la libertad.
Su rutina diaria obedece a las estrictas medidas del centro: a las cinco de la mañana se levantan, a las seis desayunan, a las siete forman en su respectivo patio para ser contados. A partir de ese momento, cada uno de los internos tiene bien prevista su actividad. Treinta y dos de ellos siguen carreras profesionales a través de internet gracias a un convenio con la Universidad Militar Nueva Granada. Otros reciben formación técnica presencial por parte del Sena en los más diversos temas: por ejemplo, administración ambiental, mantenimiento de computadores o gastronomía.
El resto de internos se dirige a los diversos talleres que disponen en el nuevo edificio construido para tal fin. El más sorprendente para mí fue el de aeromodelismo. Con equipos comprados gracias al apoyo de sus familiares, siete devotos de esta curiosa afición construyen drones, o sea, pequeñas aeronaves equipadas con cámaras de fotografía y video digital que pueden mantenerse en el aire a lo largo de diez kilómetros. Algunos de estos aviones, de una perfecta calidad técnica, han sido vendidos por sus familiares a la Armada Nacional y a la Defensa Civil a un precio tres veces menor de los que se fabrican en Estados Unidos y Europa.
Los otros talleres que uno descubre a medida que recorre el centro son igualmente llamativos. El de ebanistería, donde laboriosamente se fabrican muebles; el de bisutería, collares, pulseras, anillos; el de marroquinería exhibe prendas en cuero, como bolsos y chaquetas. Todos estos artículos son vendidos por los familiares fuera del centro de reclusión.
Hay otro taller, también inesperado en aquel lugar: el de diseño gráfico, especializado en anuncios y carteles.
Algo que me llamó la atención es la libertad religiosa que en aquel lugar, como en ninguna otra parte, está presente a la entrada misma del centro de reclusión. Allí se levantan tres iglesias de distinto credo: una destinada a los reclusos cristianos, otra a los adventistas y una tercera, la más concurrida cada domingo, a los católicos.
Los dramas causados por el cierre
Nada de esto excluye el riguroso cumplimiento del reglamento carcelario. Los internos deben permanecer en los patios desde la seis de la tarde, y a las nueve de la noche recluirse en sus celdas, las cuales son cerradas con candado. Cada recluso dispone de una celda individual.
Cuando uno dialoga con los internos en el vasto y confortable comedor recién estrenado, confirma el mismo temor que reina en las Fuerzas Armadas: el de juicios injustos o apresurados por causa de una justicia ordinaria, que ignora todo lo relacionado con operaciones militares propiamente dichas. Así, guerrilleros muertos en combate terminan siendo presentados como “campesinos” o “labriegos” dados de baja, configurando de esta manera un delito de homicidio en persona protegida, por el que se pagan penas de hasta 40 o 50 años. Incluso, hay condenados que nunca estuvieron en el lugar de los hechos.
Lo que pesa sombríamente en el ánimo de los 222 reclusos es la anunciada clausura del CPM de Tolemaida y el traslado de todos ellos a una cárcel en Bello, Antioquia. No solo significa el abandono de un proceso de rehabilitación, el cual se ha convertido en paradigma del establecimiento penitenciario, sino la ruptura de sus lazos familiares. No se puede olvidar que la mayoría de militares presos han reubicado a sus familias en centros urbanos de los alrededores.
Los uniformados que permanecían recluidos en Tolemaida (foto) ya empezaron a ser trasladados a la cárcel militar de Bello.
Qué va a ocurrir con sus esposas e hijos? Es el caso de un capitán a quien le faltan pocos meses para obtener la libertad condicional, padre de una niña de año y medio y con una joven esposa que va a dar a luz en dos o tres semanas. “Cuando me encuentre recluido en Bello, voy a sufrir, pues me sentiré irremediablemente separado de esta familia mía”. En una carta enviada por los internos (oficiales, suboficiales y soldados) a la senadora Thania Vega, expresan que, de realizarse el cierre de Tolemaida, “los más afectados serán nuestros hijos, muchos de ellos menores de edad, nacidos en nuestro encierro”.
¿Cómo se explica que el propio alto mando militar encuentre “debidamente motivada” la clausura del Centro Militar Penitenciario de Tolemaida? Las respuestas del propio ministro de Defensa, Juan Carlos Pinzón, han sido esquivas.
Nadie expone alguna razón concreta. Todo parecería indicar que, para quienes tomaron tal decisión, el escándalo de hace cuatro años sigue vigente. Lo que resulta realmente inexplicable es que, con un déficit fiscal como el que hoy padecemos, se pierdan las millonarias inversiones en infraestructura que se hicieron durante los últimos dos años para la modernización de este centro penitenciario. Por otra parte, el penal de Bello, donde van a ser enviados los 222 internos de Tolemaida, no dispone de las mismas facilidades para recibirlos y alojarlos. Tampoco hay espacios suficientes para el traslado de aulas y talleres, y asegurar las efectivas tareas de rehabilitación que estaban en marcha.
Resulta incomprensible que el ministro de Defensa o el comandante del ejército no hayan visitado el centro para darse cuenta de los avances y cambios allí dados durante los últimos dos años. Si lo hubieran hecho, muy seguramente habrían dado un paso atrás para no clausurar un penal militar que fue, hasta ahora, modelo en el país.
PLINIO APULEYO MENDOZA
Especial para EL TIEMPO
PLINIO APULEYO MENDOZA
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