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Alá

El fundamentalista ejecuta a quien lo irrespeta porque su Dios tiene fe en él.

Es extraño. Pero también es el mismo horror de siempre. Se entera uno a primera hora de la mañana de que dos fundamentalistas islámicos han asesinado bestialmente a doce personas con cualquier futuro en mente –y a cinco viejos caricaturistas entre ellos– en las oficinas tensas de una revista satírica francesa llamada Charlie Hebdo. Pregunta entonces dónde fue: en el barrio número 11 de París. Pregunta luego por qué diablos como si de verdad pudiera hallarse una respuesta: porque aquella publicación, corajuda, progresista e insolente, se ha estado jugando la vida por ridiculizar hasta la ofensa las alucinaciones de los fanáticos musulmanes. Pero dos horas después, como padeciendo un insomnio a plena luz del día, empieza a sospechar que ese par de encapuchados (“¡hemos vengado al profeta!”, gritaban durante la masacre) no solo estaban poniendo en escena su justicia, su guerra santa, sino su delirio. Y no queda más que capturarlos.
Se da uno cuenta al mediodía, entre el hastío del hambre, y el miedo, de que se le ha ido el final de la mañana defendiendo su mundo: su democracia participativa, su defensa de las libertades, su cuerpo libre entre los cuerpos libres, su reivindicación de los menospreciados, su vocación a la ficción, su derecho a la blasfemia, su secularismo, su Dios que puede dar risa. Pero después de almuerzo es claro que este mundo emancipado sucede en el mundo: que, mientras vamos sumándole episodios a la historia –y Europa cumple un año más de aferrarse a sus conjeturas, y la colección de invierno de Benetton se agota, y Boyhood arrasa en la temporada de premios de cine, y Stephen Hawking insiste, con cierta arrogancia robótica, en que la prueba de que Dios no existe es que el universo no lo necesita para nada– el Corán sigue siendo leído por hombres literales.
Y a esta hora de la tarde, aun cuando se tengan planes para el fin de semana que viene, los fundamentalistas están librando una guerra brutal –se decapita, se viola, se lapida– en nombre de lo que no debe ser parodiado.
Quien duerme en Colombia, que es un agotador compendio de lo que está pasando en el mundo, sabe de memoria que aquel que vive demasiado tiempo entre la guerra un buen día deja de verla, e incluso el horror puede volverse paisaje. Pues bien: este combate que sigue ocurriendo por todo el planeta aunque se acerque la noche no es un combate a muerte contra una religión, ni contra una forma de vida misericordiosa e intraducible, sino contra un ejército de hombres heridos por el insoluble hecho de estar vivos. El fundamentalista no es un conservador ni un musulmán ni un pesado ni un hincha, sino un tirano de a pie, corajudo, sordo e implacable, que se levanta día por día a vengarse de su orfandad: ejecuta a quien lo irrespeta porque su Dios tiene fe en él, y salvo a Alá no tiene nada que perder, pero lo suyo no es el fervor, sino la violencia.
Y no queda más que combatirla, que encararla. Tal como se pueden abordar los ataques sanguinarios, por supuesto, tal como se enfrenta a un par de hombres encapuchados que se han concedido el permiso de matar a doce hombres más: defendiéndose con los dedos cruzados. Pero sobre todo –lo dice el perseguido Salman Rushdie cuando llega la noche– insistiendo en aquellas conquistas que tanto les ofenden a los fanáticos: en esta ilusión de que Colombia puede corregirse sobre su errática marcha como cualquier relato que no ha acabado de contarse; en este empeño de fingir un mundo bello o trágico o risible que celebre lo poco que entendemos el misterio de las cosas; en esta habilidad inesperada para dar la vida por los amores que nos tocaron en suerte; en este anhelo de no ser gobernado ni abrumado ni impedido por el miedo.
Ricardo Silva Romero
www.ricardosilvaromero.com 
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