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Ají me gusta

De Los Ángeles a Buenos Aires, este es el recorrido de una adicción particular por el picante.

Heriberto Fiorillo
Me gusta el ají picante desde mis tiempos de estudiante en Los Ángeles, ciudad que, como buena parte de los Estados Unidos, había sido de México.
El término picante no existe en todas las lenguas. Lo traducen por hot en inglés, sinónimo de caliente. Nada más lejos de su significación precisa, aunque ello explique por qué hay en Estados Unidos tantos torneos para escoger al más quemante de los ajíes. Como si la ardentía y no el sabor de este pariente del tomate fuera lo más relevante.
Me envicié en ajíes durante una travesía que hice a principios de los setenta, a lo largo del gran país azteca, donde me enseñaron a comer sin miedo bocadillos en familia, como la quesadilla habanera y el sándwich jalapeño.
Desde entonces, el ají acompaña mis comidas. En salsa de tomate, chipotle o aceite de oliva, se lo mezclo siempre al arroz, la carne, los granos y la ensalada, y al pan, la arepa y el bollo de yuca. Mi mujer y mis hijos también son sus seguidores. El picante es elemento esencial de nuestra dieta.
Cuando Cristóbal Colón llegó a América, en 1492, indagó por el nombre de varias frutas, entre ellas los ajíes. Le respondieron: haxi, chilli y uchú, pero él los asoció mejor con los pimientos, que ya habían sido llevados a España desde el Lejano Oriente. Por eso, y otras cosas, Colón se convenció de haber llegado a la India. Esos pimientos eran la más ardiente prueba de ello.
La vida después me revelaría ventajas saludables del ají. Con las pocas calorías que aporta, acelera el metabolismo, obliga a masticar y degustar con lentitud los alimentos y previene el cáncer, la diabetes y las enfermedades cardiovasculares. Se sostiene también que una de sus hormonas provoca el magnífico cierre de la comunicación arteriovenosa, origen de erecciones y orgasmos.
Algunos médicos señalan con gran curiosidad, desde sus laboratorios, que cuando la capsicina (sustancia picante del ají) toca con su ardor las terminaciones nerviosas de la lengua y de la boca las induce a enviar señales falsas de dolor al cerebro que, por proteger al organismo, secreta analgésicos naturales o endorfinas y estas, como una inyección de morfina, producen una relajante sensación. La siguiente porción de ají provocará mayor liberación de endorfinas, hasta generar una oleada de placer y bienestar, lo que explica la adicción.
En una ocasión, de visita en Buenos Aires, mi mujer y yo decidimos probar unas atractivas empanadas que ofrecía la agradable cafetería frente al hotel. Estoy seguro de que si los meseros del lugar no hubiesen detectado nuestro acento extranjero, nos habrían puesto de patitas en la calle.
–¿Tienen picante? –pregunté, casi con naturalidad, a punto de pegar un primer mordisco a la empanada, mientras mi mujer contemplaba la suya, con sus labios en la copa de vino.
–¿Picante? –preguntó el mesero, alzando la ceja–. ¿Qué picante?
–Salsa picante –le insistí.
–Para echarles a las empanadas –agregó mi mujer, con cierta compasión por el hombre, que estaba a punto de salirse de la ropa.
–Señores –habló él desde su soberana autoridad de salón vacío–, la única salsa que tenemos es la chimichurri y esa es para la carne y el chorizo.
–Oiga… –quise decir algo, pero me contuve.
–Esas empanadas son buenísimas. ¿Para qué echarlas a perder? –advirtió otro mesero, que se había acercado, abrumado por nuestra anómala petición gastronómica.
La escena se repitió en varios lugares de Buenos Aires, ciudad a la que empezamos a volver con cierta frecuencia, solo que esa misma tarde mi mujer tomó la sabia decisión de llevar siempre en nuestros viajes un par de frascos de ají picante en su maleta. Y eso es lo primero que ponemos, donde sea, en la mesa de todo restaurante.
Heriberto Fiorillo
Heriberto Fiorillo
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