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La cantante de Buenaventura que llegó a la ópera de Alemania

Conozca la historia de Betty Garcés, la soprano invitada a la temporada de Ópera en Bogotá.

ALEJANDRA LÓPEZ GONZÁLEZ
“Yo no me llamo Beatriz. Me llamo Betty. Betty Garcés. Tengo 31 años. Soy de Buenaventura; claro, el mar. Jamás he visto las ballenas jorobadas. Y la verdad es que al mar le tenía miedo. Eso sí, me sentaba horas a mirarlo y a recibir la brisa única de Buenaventura, que es cálida y me recuerda lo que me inspira. Y el sol; la hora más hermosa del sol es a las cinco de la tarde. Igual que la brisa de Cali. Las cinco de la tarde; esa es mi hora.
“Soy hija de José Garcés e Isabel Bedoya. Tengo dos hermanas, una de 35 y una de 22, y mis papás criaron además dos chicas y un chico. Crecimos todos juntos en una casa de dos pisos. En el primer piso vivían los abuelos maternos y en el segundo, nosotros.
“Mi papá es matemático y fue profesor muchos años en el Pascual de Andagoya. Mi mamá enseñó caligrafía, español, sociales, manualidades. Ella fue pintora y artesana. Todavía viven en Buenaventura.
“Mi bisabuelo materno era el saxofonista de la banda del pueblo, y mi abuelo, el hijo del saxofonista, tocaba la dulzaina. Mi abuelo era ciego. Yo bajaba las escaleras pasito, sin que me oyera, y me ponía a escucharlo. Era muy bonito ese momento y ese sonido. Mi abuela materna era sorda. Imagínese: ¡Él era ciego y ella sorda! Ella no lo oía cuando tocaba dulzaina. Estuvieron juntos toda la vida.
“Crecí oyendo arrullos y alabaos. La música del Pacífico ha estado siempre en mi entorno. Lo mismo que las danzas. Hubo una etapa en la que estuve muy sola, muy triste, muy encerrada en mí misma. Tenía como 8 o 9 años. En la parte de atrás de la casa había un cuarto de los libros de mi papá y mi mamá, y ese era mi lugar.
“El primer recuerdo consciente que tengo de empezar a cantar fue un día después de la muerte de mi abuela. Todos estábamos muy tristes y recuerdo que me hice allá atrás en mi lugar, me senté y comencé a cantar. No sé ahora cómo se llama la canción, pero la letra decía: ‘Cuando no consigas a alguien con quien recordar y nada sonría al pasar, mira lejos y piensa en mí y bajito nómbrame…’. Era la forma de expresar lo que sentía. Porque nadie hablaba conmigo. Todos estaban llorando. Años después me di cuenta de que no estaba tan sola y que todo el mundo me oía cantar. Hasta el que estaba allá en la terraza lavando la ropa me escuchaba.
“En el colegio había una niña que cantaba muy bonito. Se llamaba Tanya. Todos gritaban: ‘Tanya, cantá una canción’. Ella cantaba y todos quedábamos enamorados. ‘¿Alguien más quiere cantar?’. Yo alzaba la mano, cantaba y cuando terminaba me decían: ‘Muy bonito, pero es que a vos no te suena como a Tanya’.
“Mi papá, además de matemático, era salsero. Héctor Lavoe, Willie Colón, el Joe… Hubo un tiempo en que se reunía mucho con sus amigos, tomando sus tragos, canción tras canción a todo volumen. Nadie dormía. Yo observaba. Me hacía en una esquina, me ponía a jugar con mi muñeca y escuchaba las canciones. ‘En los años mil seiscientos, cuando el tirano mandó…’. Esa canción me recuerda a mi papá. La salsa, los arrullos, los alabaos fueron el primer contacto con la música. La memoria musical y el entrenamiento auditivo vienen de ahí.
Betty Garcés está terminando sus estudios en Hannover. Hace parte del Junges Ensemble de la ópera de Gelsenkirchen.
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“Mis papás nos sacaron de Buenaventura. Querían alejarnos de todo eso que estaba ocurriendo, protegernos. La primera en irse fue mi hermana mayor, Adriana. Se fue para Cali a estudiar actuación.
“Yo llegué a Cali a hacer décimo y once en el colegio departamental La Merced, un colegio público femenino. Mi primer día de clases fue duro: era la nueva. Con otra chica, éramos las dos negritas del salón. Pensé: ‘Yo aquí no me la voy a dejar montar’. Estaba prevenida. Los primeros días conté que me gustaba cantar. ‘¡Ah! ¡Cantános!’, me dijeron. Había de todo en mi salón: las maromeras, las que hacían teatro, las que pintaban, las duras de la matemática, las que les gustaba bailar. ¡Nos aceptamos y nos quisimos tanto!
“Ya en Cali entré al Conservatorio. La carrera dura seis años. Ivonne Giraldo, mi profesora, fue la que descubrió mi voz. A mí me gustaba el jazz americano y cantaba jazz solo para mí. Lo hacía igual que cuando era niña. Calladita. Sin que nadie me oyera. Íbamos al jam, pero jamás me atreví a cantar. Hasta que una vez un profesor, al que le tenía mucho miedo, me dijo que siguiera cantando jazz. Me emocioné, seguí asistiendo a sus clases. Pero en ese momento llegó mi profesora Ivonne y me dijo: ‘¡No, usted qué va a cantar eso!
“A la mitad de la carrera llegó Pacho Vergara, el director del taller de ópera en esa época. Hasta el día de hoy me impresiona la forma como él quiso ayudarme. La idea de ir a estudiar a Alemania empezó con él. Yo nunca había pensado en la posibilidad de salir a otro país y especializarme. Pensaba: ‘A mí me gusta mucho cantar, consigo un buen pianista, hago conciertos por toda Colombia y puedo enseñar’. Pacho hizo una colecta entre sus amigos, gente que yo no conocía, para que me pudiera ir.
“Un día me llamó: ‘Venga a mi oficina que tengo que entregarle una parte de la plata para que se la lleve en efectivo’. Yo llegué, entré: ‘Buenas, maestro’. Él sacó varios sobresitos: ‘Esta es la parte que vamos a meter a la cuenta. Esta es la parte que te vas a llevar en efectivo’. Iba explicando. Luego me dijo: ‘Te vas. Y empezó a llorar’.
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“Llegué a Alemania a los 25 años. Yo solo conocía Buenaventura, Palmira, Buga, Cali y Armenia. A Bogotá había ido dos veces: la primera, con un grupo del Conservatorio a ver una ópera; y la segunda, a hacer los papeles de la visa.
“Llegué a Colonia los primeros días sin saber nada de alemán. Me recibió Adriana Bastidas, una mezzosoprano colombiana que estudiaba en el conservatorio. Cuando yo estaba comenzando, ella ya estaba terminando. Me acuerdo que en ese entonces ella era la más.
“Luego me fui a Aachen, una ciudad pequeña, a una hora de Colonia en tren. Me fui porque conseguimos un curso de alemán más barato que en Colonia. Ahí vivía en unas residencias estudiantiles y todavía tenía plata de la que me había dado Pacho. Yo quería estudiar con Klesie Kelly Moog en Colonia. Era una profesora afroamericana que me gustaba mucho. Presenté la audición y me fue muy bien. Pero había que hacer el examen para entrar a la escuela. En total se presentaron doscientas personas.
“La audición es en un salón en donde solo están los profesores y el pianista. Hay que llevar las partituras y un programa de lo que se va a tocar. Yo no había entrado y ya estaba buscando la primera ventana para tirarme. Tenía un vestido de flores que me prestó Adriana. Ella también me prestó los zapatos y el maquillaje. Mi nombre era el único que sonaba latino. Estaba afuera esperando el turno y desde ahí alcanzaba a escuchar a los otros cantando. Pensaba: ‘No, yo no lo hago tan bien. Dios mío, ¿será que me voy?’.
“–Betty Garcés –por fin dijo alguien.
“Entré.
“–Buenas tardes, mi nombre es Betty Garcés –todo esto en alemán, ¿no?
“Canté un aria de una ópera de Verdi. Ellos tomaban nota, comentaban, sentía que no me estaban parando bolas. Pero apenas di la primera nota, voltearon a mirarme. Y yo no sabía si eso era bueno o malo.
“De las doscientas, pasamos cuarenta y de esas cuarenta, entramos solo diez. Cuando me admitieron pensé: ‘Lo logramos’. Eso me afirmó. No soy perfecta, pero tengo un no sé qué…
“Cuando estaba haciendo el máster, dos años después de haber llegado, se acabó la plata que me dio Pacho, entonces busqué trabajo en las vacaciones, primero en coros y en la ópera, y en todas partes me decían: ‘Venga tal día o no, es que no necesitamos sopranos’. Un día un colega me dijo que podía trabajar con alguien para cantar misas y justo el día que nos iban a presentar, esta persona se murió. De tanta vuelta, me recomendaron una agencia que da trabajo a estudiantes.
“Trabajé en una fábrica que empaca comida para aviones. Eran ocho horas de pie haciendo lo mismo. Pagaban 7 euros la hora. Las jefas eran rusas y no eran muy cariñosas que digamos: si uno estaba muy lento, pegaban un grito en alemán. Cuando entré me di cuenta de que la mayoría eran negros. Yo me sentía como en una cárcel.
“Luego, en otras vacaciones, trabajé en una fábrica de empacar helados. Lo bueno era que uno podía comerse todo el helado que quisiera. Un día, mientras empacábamos, una persona me dijo: ‘Me contaron que cantas. ¡Canta, canta! Y yo: ‘No, no, estamos trabajando’. Entonces le dijo a todo el mundo: ‘Miren, ella canta’. Y todas gritaron: ‘¡Cántanos algo!’. Canté una balada en inglés. En ese instante fue como si hubiera salido el sol. Cuando terminé, ellas empezaron a cantar en ruso. Ese fue el último día en esa fábrica y el único día que las vi reír.
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“Ahora estoy terminando mis estudios con la profesora Gudrun Pelker en Hannover. Es un título más alto. En este momento estoy preparando conciertos para presentar exámenes. Termino el próximo verano.
“Quiero estar en las grandes casas de ópera, como la Royal Albert House en Londres o el MET en Nueva York. Sueño hacer el papel de Aída de Verdi o Tosca. Pero en este momento soy Liu en Turandot. Hay que esperar qué pasa con los años. Por ahora, mi mayor anhelo es pulir ese diamante que hay dentro de mí. Y que en él se puedan reflejar todas las luces. Y todas las impurezas”.
ALEJANDRA LÓPEZ GONZÁLEZ
Para EL TIEMPO
ALEJANDRA LÓPEZ GONZÁLEZ
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