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Entrevista en BOCAS: Beatriz González, de la sonrisa al dolor

Esta entrevista es un recorrido por su obra, su círculo artístico, y hasta la pelea con Gloria Zea.

MARÍA PAULINA ORTÍZ
Cuando cursaba quinto de primaria pintó una mandarina y una monja, al ver la obra, le gritó al curso entero: “¡una artista!”. Comenzó a estudiar arquitectura, pero pronto dio el salto a las Bellas Artes en la Universidad de Los Andes donde le cogió el gusto a eso de ser pintora. Desde entonces, desarrolló un estilo muy particular que alcanzó la cima cuando, basándose en el trabajo fotográfico de los reporteros gráficos, condensó una obra que mezcló el dolor causado por la violencia y la muerte en Colombia, con una visión sarcástica, sagaz y muy personal. En esta entrevista, además de recorrer su vida y obra –y algunas amenazas–, recuerda crudamente a su círculo artístico: Roda, Traba, Caballero y Botero, entre otros. Y, punzante, como siempre ha sido, también relata cuál fue su pelea con Gloria Zea.
Por María Paulina Ortíz / Fotos Pablo Salgado
Un hombre y una mujer tomados de la mano. Sostienen un ramo de flores. Miran de frente. Esta imagen, encontrada por azar en una foto de periódico, se convirtió en las manos de Beatriz González en su cuadro emblemático: Los suicidas del Sisga. Era la mitad de los años sesenta y a partir de ese momento la artista, nacida en Bucaramanga en 1938, dejó en claro el camino que iba a tomar su obra: “la mirada al otro a través de la mirada de otros”, como ella lo dice. La obra completa de Beatriz González es un recorrido crítico y agudo por la historia del país. A veces con una sonrisa, a veces con dolor. Desde el comienzo, su propio carácter rebelde la hizo tomar rumbos diferentes: en lugar de usar lienzos finos y tradicionales, Beatriz González decidió usar metal, muebles, llantas, cortinas de baño, vasijas de barro. Sus personajes han sido los de la vida política, social, religiosa del país, radiografiados con ironía a través de su ojo punzante.
El presidente Julio César Turbay, tal vez, fue quien más estuvo en su mira durante los primeros años. A partir de la década de los ochenta –específicamente tras la toma del Palacio de Justicia– su obra se centró en el dolor. En las víctimas. Cadáveres rescatados en los ríos, mujeres masacradas por balas que venían de cualquier parte, la muerte. A partir de ahí el color de su pintura también cambió. Una de las obras simbólicas de esta etapa son sus Auras anónimas, los casi diez mil columbarios del Cementerio Central que recuerdan los tantos muertos anónimos de este país.
Beatriz González decidió usar metal, muebles, llantas, cortinas de baño, vasijas de barro. Sus personajes han sido los de la vida política, social, religiosa del país, radiografiados con ironía a través de su ojo punzante.
Desde su primera exposición en 1964, en el Museo de Arte Moderno de Bogotá, su obra ha sido exhibida sin cesar. No solo en salas del país, sino del mundo. A mediados de este año participó en la octava Bienal de Berlín con Pictografías particulares. Historiadora de arte, investigadora, maestra. Beatriz González Aranda es un mundo completo. El artista Luis Caballero la describió: “Beatriz es la única gran pintora colombiana. La única que ha sido capaz de pintar colombiano”. El pintor Juan Antonio Roda dijo alguna vez: “Beatriz es la mejor pintora colombiana. La mejor de las mujeres y mejor que muchos hombres”.
Consentida de Marta Traba, alumna juiciosa de Roda, fundadora y muy cercana del Museo de Arte Moderno hasta cuando se peleó sin remedio con su directora, González ha caminado siempre sin medias tintas. Cuando la llamamos para proponerle esta entrevista, lo primero que dijo fue: “No”. Y agregó que lo hacía porque no le gusta mucho esta revista (esta, BOCAS, a la que al final le dijo que sí). Ella, y su obra, es sinceridad de primera mano, sin medir efectos. Cargada de su humor ácido y su seriedad que es más timidez, la maestra me recibió en su estudio, este lugar lleno de arte en el que entra la luz ideal para hacer lo que ella ha hecho todos los días durante décadas: pintar.
¿Cómo llegó la idea de su cuadro más representativo, Los suicidas del Sisga?
Estaba desesperada. Me sentía una de esas “señoras que pintan”. Andaba en una crisis terrible. Pintaba y me salían unas figuras boterianas, un desastre. De repente vi la foto de la pareja en El Tiempo, una foto gris, con manchas. ¡Esto es lo que quiero hacer!, dije. A mí no me importó la historia del suicidio. Me trataron de romántica, de no sé qué más, pero la historia ni la leí. Solo me interesó la imagen. Y fue una fortuna porque los suicidas se habían retratado y mandado la foto a sus parientes. Cuando desaparecieron y encontraron los cadáveres, los parientes le dieron la foto a El Espectador. Allá la publicaron nítida. El Tiempo cogió la foto de El Espectador y la copió chiquitica. Eso fue definitivo para mí. Ahí mismo empecé a pintar.
Los suicidas del Sisga, su obra más emblemática.
Lo mandó al Salón Nacional de Artistas, ¿… y lo rechazaron?
Sí, porque algún miembro del jurado dijo que “era un Botero malo”. No sé si fue Jorge Zalamea o quién el que hizo ese comentario. Pero después lo revaluaron y lo metieron. Terminó ganándose un premio.
¿Qué piensa hoy al ver Los suicidas del Sisga?
Los miro con mucho detenimiento. Hay tres. Del primero no me gustó que tenía un cuadro debajo e intuía que con el tiempo (cosa que puede pasar) el color de abajo pudiera salir y se vieran las huellas. Entonces hice un segundo, que está en el Museo de La Tertulia, rosado y con flores blancas. En ese momento no me gustó, así que hice un tercero, más pequeño, que está en el Museo Nacional. Me acuerdo que un día Marta Traba me dijo: “Pero ¿tú no te vas a pasar toda la vida haciendo Los suicidas del Sisga, no?”. Y era que yo estaba en un problema: quería hacerlos perfectos.
¿Lo logró?
No.
¿Cuál de los tres prefiere?
El que más me gusta hoy es el que está en La Tertulia.
¿Qué pasó a partir de ese cuadro?
Fue algo como mental. De ahí salí al centro de Bogotá, a la sexta con doce y once, a comprar estampas de santos, de próceres, de todo eso. Y empecé a sentir que el lienzo y el óleo eran demasiado finos para esos temas. Si yo quería tener éxito con lo que iba a hacer, necesitaba algo menos elegante. Cerca de mi casa había un parqueadero que se llamaba Libertador y el nombre lo tenía en un óvalo de metal con un perfil de Bolívar. Lo miré y pensé: yo debo pintar en metal. Encargué unos óvalos, les puse la bandera nacional al borde y comencé. Pinté a Bolívar y Santander. Esos óvalos fueron un éxito, y un escándalo también. Escribieron cosas espantosas en los periódicos. Yo solo pensaba en mis papás, leyendo eso.
Menos mal siempre ha tenido humor. Usted y su obra.
Eso me viene de mi mamá. Cuando ella murió, me reuní con algunos amigos y recordamos las cosas que decía. Era genial. Cuando uno es crítico, tiene humor. Eso me ha ayudado a pintar. Creo que el humor te permite resolver muchas cosas de composición, de selección.
¿Cuándo se dio cuenta de que pintaba bien?
No me di cuenta. Pintaba todo el tiempo en el colegio y creía que lo hacía igual que las otras niñas. Mi papá sí lo notó. Cuando había un atardecer bonito –vivíamos en Bucaramanga en una casa con un balcón muy grande–, él me llamaba y me decía “venga la niña que es artista y mira el atardecer”. Y no era para que lo pintara, era para que lo mirara. Mi papá tenía alma de artista, aunque era un líder político. En quinto de primaria sí fue la apoteosis: la profesora nos puso a pintar una mandarina. Un carboncillo. La pinté como pude y la monja la cogió y la mostró a toda la clase: “una artista, una artista”. Guardé esa mandarina durante muchos años, pero mi mamá botó esos papeles. Desapareció la prueba reina.
¿Se hablaba mucho de arte en su casa?
Mi mamá leía mucho y era de muy buen gusto. Cuando yo tenía 4 o 5 años vinimos a vivir un tiempo a Bogotá porque mi papá fue elegido en la Cámara de Representantes. Alquilamos una casaquinta en la avenida Caracas con 43 y mamá la amobló toda con muebles cubistas. Divinos. De regreso a Bucaramanga, llegamos con eso allá. La gente iba a mirar los muebles porque no entendían qué eran. Ella era refinadísima. Lo mismo mis tías, que se iban a Nueva York a comprar ropa. Mamá me llamaba la atención cuando veía algo “charro” y me lo señalaba para que no se me fuera a ocurrir usarlo. Por ejemplo, en la primera comunión las niñas iban con coronas de seda grandísimas y yo con un encajito traído de Suiza.
Eso debió influir en su obra.
En los dos sentidos. Cuando pinté Los suicidas del Sisga, me di cuenta de que lo que mi mamá me decía que no hiciera era lo que yo quería hacer.
¿Alguna vez habló con ella sobre eso?
Nunca me dijo nada. Mis tías sí estaban escandalizadas. Cuando empecé a hacer los muebles, por ejemplo, ellas los miraban con incredulidad. Porque, claro, yo antes hacía cosas refinadas y salían notas en la prensa que decían “Beatriz González, fina e inteligente” y ellas contentas. Pero eso cambió. Después se abstenían de hacer comentarios, aunque con seguridad pensaban que me había vuelto loca. Y no solo ellas. En una exposición en 1967, en la que empecé a mostrar cuadros con pinceladas sucias –no armónicas–, Eugenio Barney Cabrera me cogió del brazo y me dijo “pero ¿por qué haces eso?” y me señalaba en concreto un perro que había pintado todo deforme. Había mucha incomprensión, sí. Tanto que los muebles terminé por regalárselos a mis amigos y a la gente que era querida conmigo. Los que tengo es porque no los alcancé a regalar.
¿Cómo fue llegando al estilo de sus pinceladas?
El oficio de la pintura nunca se aprende del todo. Las pinceladas son un producto del pincel. Yo uso un pincel redondo porque me gusta que esté cargado de color, pero después suavizo las pinceladas con un pincel de esponja. No me gusta que la superficie quede con brillos. Esto no lo aprendí en ninguna parte, solamente es cuestión de habilidad y de gusto.
Usted ha dicho que la etapa de los muebles también llegó por azar, como haberse encontrado con la foto del periódico...
Porque fue el azar. Yo había ido a acompañar a mi marido a comprar unas cosas de cemento en el barrio Los Mártires. La señora del local tenía afuera una cama usada, anaranjada, rechinante. Me quedé mirándola, le pregunté si la vendía y me dijo que sí. Le dije a mi marido que la compráramos. ¡No se imagina la cara de los vecinos cuando nos vieron subir esa cama, nosotros recién casados! La pusimos recostada en la sala y ahí quedó. Por esos días yo estaba pintando El Señor de Monserrate. Cuando terminé el cuadro, miré la cama, me dio por ponerlo encima y encajó perfecto. ¡Era del mismo tamaño! Eso es el azar, ¿o no? Así surgieron los muebles.
¿Su mirada sobre el arte se vio influida, también, por el colegio en el que estudió?
No lo había pensado nunca. Es posible. El colegio se llamaba Santísima Trinidad y era de unas monjas franciscanas que llegaron a Bucaramanga a poner un lugar donde pudieran estudiar las niñas pobres. Mamá estaba tan desesperada con el colegio de La Presentación –no nos enseñaban nada y a ella, que era maestra, eso le parecía fatal– que se fue con otras señoras a rogarles a las franciscanas que nos recibieran. Nosotros éramos de otro nivel económico, pero nos aceptaron. Era un lugar muy democrático. Estudiaba la hija de una mujer que trabajaba en la plaza, la hija de un carpintero. Lo recuerdo con placer, aunque me costó ser buena alumna.
¿De verdad? No parece.
Sí, porque todo el tiempo dibujaba y chupaba dedo y hacía cosas solo como para mí. A mamá no le gustaba que yo dijera que era retrasada mental, pero ante la lucidez de mis hermanos –Jorge y Lucila, que hacían todo bien– yo no era nada. Hasta un día, como en tercero de bachillerato, que me inventé una fórmula de álgebra y la monja la mostró a la clase, igual que la mandarina. Eso fue como si se me hubiera corrido un telón en la mente. O tal vez era que ya no sentía la presión de tener esos hermanos tan geniales.
¿Creció en un hogar católico?
No, todo lo contrario. Era una familia con mucha liberalidad. Por eso soy católica: porque nunca me obligaron a ir a misa ni a rezar. Para mis papás esas cosas eran espantosas. Ellos se trataban con protestantes, que era algo prohibido en Santander. No sé si así era en todo el país, pero allá estaba prohibido. Incluso había himnos contra los protestantes que supuestamente habían llegado a corrompernos. Yo iba a la iglesia y me confesaba: “Me acuso, padre, de que mis papás fueron al matrimonio de unos protestantes”. Rezaba por ellos porque creía que se iban a condenar. Era muy mística.
Tampoco parece.
Tanto que, por ejemplo, cuando iba al campo y encontraba unas flores pequeñitas que me parecían lindas, me arrodillaba y le daba gracias a Dios por haberlas creado. Después de ver Juana de Arco, con Ingrid Bergman, salí convencida de que yo era Juana. Fui una niña juiciosa. Lo único grave que me pasó es que casi pierdo el brazo derecho cuando tenía 13 años. Me puse a brincar cerca de una reja que tenía una lanza y me la enterré. El dolor era tan fuerte que ni lo noté, pero cuando me vi todo eso abierto casi me desmayo. Estuve hospitalizada y quedé con una cicatriz terrible. El médico dijo que el brazo se había salvado porque ya existía la penicilina. “Eso sí: no va a poder ser bailarina”, me dijo. Igual, no me interesaba. Mi hermana era una bailarina maravillosa. Yo nunca aprendí a bailar.
Estudió Bellas Artes en la Universidad de los Andes, se graduó allá, pero siempre ha dicho que los profesores eran malísimos...
Pésimos. Yo me había vuelto a Bucaramanga y había empezado a trabajar en decoración de vitrinas. En eso estaba cuando vi un anuncio de un curso de historia del Renacimiento dictado por Marta Traba. Viajé a tomarlo y me pareció fantástico. Ahí me enteré de que ella daba clases en Los Andes y decidí entrar. La carrera la dirigía Hena Rodríguez, a la que ya le había pasado su hora. Había sido famosa en los treinta, pero ya no servía para manejar una escuela de Bellas Artes. Tenía un grupo de profesores mediocres y lambones. Yo le decía que eso era como la escuela de Bucaramanga, que para esa gracia me había quedado allá. Y ella, con sus ojitos de ratón miedoso, me contestaba “mejor, pásate a otro año”. Y me subía un año. Pero eso no funcionaba así. Estaba de profesor Mardoqueo Montaña, también Armando Villegas (con su reciente muerte, no puedo decir nada), el de diseño gráfico era un caricaturista borracho que no llegaba a clases... Todos eran así: artistas malitos, aunque hábiles.
Pero estaban Marta Traba y Juan Antonio Roda.
Ah, bueno, Roda y Marta eran el equipo perfecto. Y Ramón de Zubiría, que nos dictaba humanidades. También tomé durante tres años el seminario de filosofía de Danilo Cruz. Maravilloso. Poco a poco fuimos armando un grupo chiquito con Camila Loboguerrero, Gloria Martínez, Anita Murillo y yo. Ramón de Zubiría nos dio una casa dentro de la universidad para que la usáramos como estudio. Allá cocinábamos, pintábamos hasta la noche, hacíamos exposiciones. En ese lugar nació mi gusto de ser pintora. Por la rivalidad. Tú veías que todas pintaban bien y no te ibas a quedar atrás.
¿El poder de Marta Traba en el mundo del arte sí era tan grande como se cree?
Marta manejaba todo. El término de “papisa” era más que merecido. A nosotras cuatro nos adoraba, pero cada jueves, que salía La Nueva Prensa, íbamos voladas a leer su crítica de arte para ver de quién había escrito.
¿Solo había mujeres en su grupo?
En el grupo y en la carrera. Éramos noventa mujeres. Yo decía que ahí entraban las niñas bogotanas para casarse bien, pues en esa universidad estudiaban los hijos de toda la gente importante.
Pero usted se casó con Urbano Ripoll, arquitecto que conoció allá…
Sí. A mi marido lo conocí en Los Andes, pero él ya había terminado la carrera y venía de vivir en Suiza. Fue tan impresionante cuando nos conocimos: empezamos a hablar y él decía unas cosas y yo a todo contestaba “sí”. Pensará que soy boba, me dije, porque siempre estaba de acuerdo con él. Una empatía total. Acabamos de cumplir 50 años juntos.
¿En ese grupo de Los Andes no estaba también Luis Caballero?
Lo adoptamos. Cuando Luis entró, nosotras ya íbamos en tercero. Pero sus compañeras de curso se burlaban de él porque se comía las uñas, porque le temblaba la pierna. Luis prefirió andar con nosotras. Era muy jovencito, pero siempre participaba en nuestras charlas con Marta y Roda. Como desde niño había visitado museos del mundo, hablaba con propiedad.
¿Cómo era Roda de profesor?
Maravilloso. Su manera de enseñar era distinta al resto. Llegaba la modelo y él la dibujaba. “Ahora, háganlo ustedes”. “Quedó mejor que el mío”, nos decía. Era una persona muy generosa, porque a veces los artistas son egoístas. No, él era lo contrario. Las cosas que Roda aconsejaba no se le olvidan a uno. Todavía, cuando estoy pintando, me parece oír su voz.
Y fue en una clase con él, precisamente, cuando usted empezó a encontrar el camino que quería tomar con su obra…
Eso fue muy lindo. Roda se fue un mes a Estados Unidos y nos dejó de tarea pintar un cuadro. Yo empecé a pintar a unas niñas que iban a una cafetería que quedaba cerca de la universidad, adonde íbamos a menudo. Lo titulé Los cretinos del Pan-pan, porque así se llamaba el sitio. Pero el cuadro me quedó horrible. Todas las demás ya tenían lista la tarea y yo no sabía qué hacer. Unos días antes de que Roda volviera, cogí un lienzo en blanco y le chorreé trementina. En el salón había un afiche de Velázquez, un detalle de La rendición de Breda, apenas se veían los sombreros. Pinté eso. Y ese cuadro se volvió un acontecimiento. Marta fue a verlo, a Roda le fascinó. Ese fue uno de mis puntos de partida: ahí me convencí de que no podía pintar del natural, sino de algo dado, en fotografía o lo que fuera.
¿Qué siguió después?
Empecé a trabajar con La encajera, de Vermeer, un cuadro que me gustaba mucho. Y comencé a exponer. La primera muestra formal fue en el Museo de Arte Moderno de Bogotá. Me llegó una carta firmada por Marta en la que me decía que el museo tenía un programa para promocionar artistas jóvenes y la junta me había escogido como la primera. ¡Qué junta iba a ser! Eso fue ella. Expuse variaciones de La encajera y unas obras casi abstractas porque había leído De lo espiritual en el arte, de Kandinski, y me había vuelto abstracta. Después ya me arrepentí. Pero siempre pesaba mucho en mí la forma de pintar de Roda y el concepto de figura de Botero.
¿Le gustaba mucho Botero?
Para mí los mejores artistas eran Obregón y Botero. Pensaba que Botero había hecho lo que yo quería hacer. Pero él llegó hasta el 69. En adelante no me gusta. Es una lástima porque es un gran dibujante. Pero como pintor... La historia del arte es un misterio. Para mí Botero es un misterio. Tantos dotes, tanto conocimiento del oficio. Falta de autocrítica, tal vez.
Se necesita mucha autocrítica en el arte, “el detector de mierda” del que hablaba Hemingway.
Yo uso semáforos en rojo. Cuando voy llegando a un punto que no me cuadra mucho, digo, no, aquí paso algo, y pongo semáforo en rojo. Y cambio.
¿Es un mundo de muchas rivalidades, también?
Muchas. Eso no cambia. A mí siempre me sacaban en la prensa como “la controvertida artista”. Y siempre estaba “entre otros”. Si algún día se escribe la historia del arte basada en las críticas de esos años, yo no figuraría sino “entre otros”. Y de todos esos grandes artistas, como Negret, Ramírez Villamizar, Grau, Botero, Obregón, Wiedemann, los únicos que nos reconocían eran Ramírez Villamizar y Grau. Ellos sí se dieron cuenta de que éramos otra generación. Pero Negret y Botero, ni hablar.
¿Por qué terminó de pelea con Gloria Zea, por citar solo una de sus controversias?
Yo trabajaba en el Museo de Arte Moderno. Llevaba catorce años sin cobrar un centavo dirigiendo la oficina educativa. Gloria me respetaba, me quería. Pero un día quiso modificar la estructura del museo de forma que se adaptara a sus amigos del momento. Hizo muchos cambios. Renuncié. Pasado un tiempo me llamó y me dijo, “corazón, estamos sin un peso, ¿me darías un cuadro tuyo para vender?”. Le dije que no tenía inconveniente, que yo quería mucho el museo, pero le aclaré que no me había gustado el hecho de que yo hubiera hecho allá una retrospectiva y ella no hubiera bajado a verla. “Pudiste sacar un minuto de tu vida”, le dije. Me contestó que tenía un novio a quien adoraba y si se le ocurría irse a la Conchinchina a verlo, se iba. Le mandé una carta en la que le aclaré que no le daba el cuadro porque la crisis del museo no era económica, sino ética. Se acabó la amistad. Ella ha tratado de acercarse, pero yo no. Gloria se tiró el museo.
Usted es de blancos o negros.
Sí.
Hubo personajes a los que les dedicó muchos de sus cuadros, en tono claramente de crítica, como al presidente Julio César Turbay…
Eso era lo más miedoso. Él mandaba detectives a mis exposiciones a preguntar qué era lo que había. Pero lo que me pasó el año antepasado sí fue increíble: hice una retrospectiva en Medellín y allá me preguntaron lo de Turbay y dije todo eso que siempre digo, que era un señor de mal gusto, inmoral, eso. Cuando volví a mi casa, encontré un sobre de pergamino escrito con tinta gruesa que decía: “Beatriz, yo la estimo y alguna vez pensé comprar un cuadro suyo. Pero después de leer lo que dice sobre Turbay, le aclaro que quiero verla en un juzgado. Julio César salvó este país, lo dejó como en un jet y lo estrellaron los que lo siguieron”.
¿Quién le envió eso?
La esposa, Amparo Canal. Días después me encontré con Alfonso Gómez Méndez en una reunión y le dije que de golpe lo iba a necesitar.
¿Por qué dice que la toma del Palacio de Justicia, en 1985, cambió el rumbo de su obra?
Cuando pasó la toma, yo estaba en Pasto dictando un taller con el Banco de la República –donde he estado vinculada durante muchos años como asesora–. Llegué por la noche al hotel y prendí el televisor. Vi que un tanque estaba entrando al Palacio de Justicia y pensé que era una película. Volví a Bogotá y me dije que no podía seguir haciendo las cosas chistosas de Turbay y eso. Después de lo del Palacio, uno no se podía reír más. A partir de ahí mi obra toma un carácter diferente. Cambiaron mis colores, todo.
Su obra Túmulo funerario para soldados bachilleres, que vemos aquí en su estudio, tuvo origen en una historia con su hijo, ¿no es así?
Sí, porque durante la presidencia de Betancur se lo llevaron para el Ejército. De nada valió que fuera hijo único. Nosotros lo dejamos ir, no hicimos eso de comprar la libreta militar porque no queríamos darle ejemplo de nada deshonesto. A todo el grupo con el que estaba los vacunaron contra la viruela. Menos mal que mi hijo ya tenía esa vacuna y no se la pusieron. Eso produce fiebre. Al día siguiente se los llevaron para el municipio de Nilo, que es como a 40 grados de temperatura, y desde las cuatro de la mañana los pusieron a subir un cerro. Cincuenta de ellos cayeron deshidratados. Dos murieron. El Ejército decía qué es la cosa, si hubo apenas dos muertos. Los padres mandamos una carta de protesta a Belisario y la respuesta que obtuvimos fue que nos trasladaran a los muchachos a Cartagena del Chairá. Duramos más de seis meses sin saber de ellos. Yo me acordé de los túmulos funerarios. En esa época El Divino Niño no era famoso; a su templo no iban los narcos ni los presidentes. Conseguí una imagen de cemento y lo pinté de camuflado. La idea que tenía era alquilar un helicóptero y llenar de imágenes todas esas zonas de guerra, pero no fue posible.
¿Será que ahora sí estamos cerca de que la guerra se acabe? ¿Cree en este proceso de paz?
Tengo grandes esperanzas y expectativas en los diálogos de paz de La Habana. Creo que para todos, jóvenes y viejos, es una novedad vivir en un país en paz. No es que nos hayamos acostumbrado al dolor y a la guerra, sino que nos podemos considerar sobrevivientes.
Otro aspecto importante de su carrera es la pedagogía. ¿Le gusta enseñar?
A mí la enseñanza me fue saliendo de a poco. Al principio no me gustaba enseñar. Mi mamá era maestra, pero no ejerció sino como un año. Creo que eso más bien se lo heredé a mi tía Esther Aranda, que sí fue profesora durante mucho tiempo y fundó una escuela normal para niños del Chocó y del Bajo Cauca. Ella era una sabia en ese tema. Al final, la educación resultó una parte central de mi vida.
Varios alumnos suyos son hoy figuras muy importantes en el arte, como Doris Salcedo.
He tenido tres grupos. El primero fue el de Doris. Yo estaba en el Museo de Arte Moderno y mandé cartas a las universidades en las que invitaba a estudiantes de Filosofía y Bellas Artes que quisieran participar en una escuela de guías. Empecé con un grupo chiquito. Recuerdo que cuando vi llegar a Doris, con su pelo así, alborotado, me dije “esto va a ser terrible”: porque yo siempre les decía que no debían tener cosas llamativas y eso. Pero fue maravilloso. Después llegaron José Alejandro Restrepo, Luis Luna... Se formó un grupo buenísimo. Yo les hacía una lista de obras para leer y discutir. Por eso me quiere Doris. Yo no fui maestra de arte suya, fui su maestra de lectura.
Usted ha trabajado durante décadas en museos. ¿Cuál es ese museo que no se cansa de visitar, que está por encima de todos?
Dios mío. A ver. Me parece que sigue siendo el del Prado. El Louvre está muy loco, esa pirámide fue un error, y para encontrar cosas maravillosas hay que caminar mucho. Hay otro museo que me gusta: el Gemäldegalerie, de Berlín.
¿Y en Colombia?
Están todos mal. Del Museo Nacional me retiré porque sentí que había cumplido mi misión. Pero después se volvió un desastre. Entiendo que quisieran cambiar lo que se había hecho, pero es que empezaron a hacer como chistes con el museo. Y ni hablar del Museo de Arte Moderno, que es un capricho. La señora Gloria ha debido retirarse ya. El del Banco de la República está bien, sabe cuál es su misión. Le hace falta un edificio.
Acaba de participar en la Bienal de Berlín con su obra Pictografías particulares. Parece que no pudiera parar...
Nunca he dejado de pintar. No puedo hacerlo. Y a veces es difícil porque no se me ocurre nada. No aparece una sola idea. Pero aquí estoy en el estudio, todos los días, porque las ideas aparecen cuando uno está sentado trabajando. Eso no se da por gracia del Espíritu Santo.
¿Cómo ha vivido el paso del tiempo?
Es difícil. Hay muchos artistas en el país y no quisiera olvidar que existen buenos entre los jóvenes. Me gusta el contacto con ellos, ir a exposiciones, saber que hay otra gente diciendo cosas. Pero es muy duro. Ahora estoy yendo a pilates y eso. Porque la decadencia no solo es mental, sino también física.
¿Se siente bien con lo que ha hecho?
Sí. Cuando miro atrás, me gusta. Me gusta lo que rodea cada cuadro: un pedazo de historia. Vivo satisfecha. Un poco incómoda, tal vez, porque todo esto ha debido ser mi hermana y no yo.
MARÍA PAULINA ORTÍZ
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