A juzgar por su aspecto exterior, la habitación parece desierta. Pero adentro, un hombre en la oscuridad espanta las tinieblas agitando una linterna. El chorro de luz ilumina por instantes los fragmentos de un cilindro perfecto de casi 8 metros de diámetro, sin ventanas, construido en piedra hace 128 años por Pietro Cantini, un arquitecto italiano.
La estructura podría ser un calabozo corriente si no fuera porque todos los días, a las 7 de la mañana, se abre de golpe la puerta negra de hierro que da al parque de los Periodistas, ubicado en el centro de Bogotá, y sale un hombre flaco y viejo, vestido siempre de traje, bamboleando su paraguas. (Vea imágenes del hogar de Manuel dentro del monumento)
Es tan alto –o es una ilusión de su flacura– que parece que creciera todos los días. Y a pesar de su discreción, esa fisonomía de orejas grandes y surcos profundos, una vez vista, es difícil de olvidar.
¿Quién es? ¿Qué está haciendo ahí? La palabra invasor puede resultar prematura. Lo cierto es que no es un vagabundo. Su nombre es Manuel Antonio Fandiño y vive desde hace 40 años dentro del Templete del Libertador, ese monumento de piedras y columnas que soporta a un Bolívar al que le han robado todo (el mundo en sus manos y la espada). (Vea también: La familia que vive desde hace cinco años dentro del puente de Suba)
“Me convertí en el custodio directo del monumento desde el año 74 y nunca he recibido nada por cuidarlo. Me he enfrentado en las noches a machete con los grafiteros y con los indigentes que se orinan en la roca. Exponiendo la vida mía. Le pagaba a los recicladores para que barrieran los alrededores. Le he invertido casi todo a este monumento”, dice el viejo, que por estos días anda triste porque su llave de entrada no funciona.
Desde hace 20 días, Manuel rodea el monumento con una sensación de irrealidad, como pasa en los sueños cuando no se logra entrar al lugar que uno desea.
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El pasado 22 de agosto, los funcionarios del Instituto Distrital de Patrimonio Cultural forzaron los cerrojos y se encontraron de repente con ‘su casa’: un mobiliario sobrio, un salón circular oscuro donde Manuel se procuraba los placeres de un náufrago (calentar café en un fogón alentado por alcohol etílico, dormir en un sofá viejo, silbar aprovechando el eco).
Abrieron y confirmaron una vez más que mientras existan espacios vacíos en las ciudades, siempre habrá hombres dispuestos a habitarlos. Aunque tal vez no con tanta dignidad.
Los encargados de la revisión cambiaron la chapa y le dejaron un aviso en la puerta contándole que el monumento sería restaurado. Que su hogar sería adecuado para transformarlo en una sala de exposiciones temporales del Museo de Bogotá.
La contradicción a la que se enfrenta hoy Manuel es un tema universal: esa sensación atávica que dicta que la tierra que uno cuida es de uno y de nadie más; así sea de todos.
Su historia
A sus 87 años, el viejo descubre a diario cuánta austeridad es capaz de soportar. Su vida, hasta hace unos días, era la conquista del insubordinado, del perfecto marginal: nadie lo odiaba ni lo envidiaba ni lo necesitaba. No pagaba impuestos ni servicios y comía casi cualquier cosa.
Las únicas condiciones que ha necesitado para vivir, después de la muerte temprana de sus familiares y de sus pocos amigos, han sido un poco de soledad a un precio que no sea demasiado alto y un lugar para dormir luego de vender los objetos que compra en los remates.
Manuel nunca se ha enfermado, a pesar de mantener una dieta casi monacal: dos panes con tinto en la mañana y un almuerzo cualquiera. Nada en la noche. Tampoco le duele la espalda, aunque su cama haya sido un sofá de resortes arruinados.
Su trabajo comenzó a los 7 años, cuando se escapó de su casa en Moniquirá (Boyacá), y se metió en un camión que transportaba piñas desde Lebrija hasta a Bogotá. Allí, como un adelanto de su vida posterior, resultó viviendo dentro de un vagón del ferrocarril.
“Tenía 7 años y sin pensarlo me le prendí a la carrocería. Me metí por debajo de la carpa y caí adentro. Era un muchacho loco, no sabía ni pa’ donde iba, como una pluma en el aire”, cuenta.
“Llegue a la plaza de mercado y me eché a andar. Todo lo que yo veía me gustaba, pues nunca había visto carros. Llegué al ferrocarril, que era una belleza. Vi que los muchachos les cargaban las maletas a los pasajeros del tren al coche y por eso les daban su propina. Yo hice lo mismo. Con eso comía y en las noches dormía en un vagón”, recuerda.
Esa tendencia a escapar desde pequeño, ese vagabundeo constante, lo ha llevado a tener los oficios más insólitos: buscador de esmeraldas, restaurador de carros, heladero, panadero y comerciante de arte.
Hoy no tiene escapatoria. El viejo, que por ahora vive en pensiones o en casa de familiares lejanos, está a la espera de la respuesta de Integración Social. Patrimonio, por su parte, lo reconoce como el guardián del monumento, pero no pueden permitirle seguir viviendo allí.
![]() Manuel nunca se ha enfermado, a pesar de mantener una dieta casi monacal: dos panes con tinto en la mañana y un almuerzo cualquiera. Foto: Abel Cárdenas / EL TIEMPO |
El monumento
El viejo quedó anclado al monumento el día en que conoció al pintor Luis Germán Barrera, que se había posesionado del Templete para fundar en ese primer piso la sede principal de la Asociación de Artistas Bolivarianos. Allí, Barrera tenía pensado pintar sus cuadros, escribir 5.000 poesías y morir al lado del Libertador.
Como siempre había sido comerciante, Manuel, que pasaba por allí con frecuencia, le propuso al artista un trato en el año 1973. “Yo le vendo sus cuadros por todo Bogotá y usted me da el 20 por ciento del total de las ventas”, le dijo un día.
Barrera aceptó y a los pocos meses le propuso a Manuel que vigilara en las noches los cuadros, que viviera allí. La amistad, que duró 30 años, resultó siendo la alianza ideal entre el comercio y el arte. “Hasta que en el 2003 lo encontramos en el monumento muerto y desde entonces yo seguí solo cuidándolo” dice Manuel.
Esa fidelidad después de la muerte, esa promesa cumplida, recuerda la amistad entre Escalona y Jaime Molina. Solo que en este caso Manuel no recibió el retrato. Y ahora tampoco puede cuidarle su antigua región.
La restauración del monumento
El Instituto de Patrimonio contrató la intervención del monumento por un valor de 222 millones de pesos para atender las humedades, el deshierve, la eliminación de los grafitis, ‘stickers’ y suciedad acumulada en la estructura arquitectónica y de las esculturas. Así como la restitución de faltantes y consolidación de piedra, aplicación de capa antigrafiti y malla protectora de palomas.
SANTIAGO GÓMEZ LEMA
Redactor de EL TIEMPO
gomsan@eltiempo.com