Siete meses antes de que fuera rescatado por el Ejército colombiano, después de 11 años, 7 meses y 13 días en cautiverio, el mayor general Luis Mendieta les escuchó decir a sus compañeros de cautiverio lo innombrable: que su hijo José Luis estaba muerto, que un accidente de tránsito, según les dijo un guerrillero, había acabado con su vida.
Fueron siete meses en los que el oficial de más alto rango que hayan secuestrado las Farc pensó día y noche, sin pausa, en la suerte de su hijo. Siete meses de “tortura mental”. Siete meses desgarradores en los que no hubo nada ni nadie que le pudiera confirmar o desmentir la noticia, porque hacía tiempo que les habían quitado la radio.
Por eso, el domingo 13 de junio del 2010 el general Mendieta buscaba desesperadamente los ojos de su hijo entre el gentío y el bullicio que llegó a Catam para recibirlo a él, a los coroneles Enrique Murillo y William Donato, y al sargento mayor Arbey Delgado tras el exitoso desenlace de la operación Camaleón. Cuando por fin vio a María Teresa, su alma gemela, le preguntó desesperadamente, sintiendo una punzada en el pecho, “¿dónde está José Luis?, ¿dónde está mi hijo?”.
“Aquí está. Este es José Luis”, le respondió ella señalando al hombre de pelo escaso y barba al que el padre no pudo reconocer porque el último recuerdo que tenía de él se había quedado congelado en una fotografía de un muchacho con melena, que le habían enviado ocho años atrás. Vino el abrazo. Y después el “gracias, Dios, porque mi hijo está vivo”, una frase que le viene al general con un hilo de voz.
La tragedia de Luis Herlindo Mendieta y su familia comenzó a las 4:30 de la mañana del primero de noviembre de 1998 en la sangrienta y anunciada toma de Mitú, donde más de 1.000 guerrilleros de las Farc lanzaron una lluvia de granadas, rockets y pipetas de gas durante más de 60 horas contra 120 policías, comandados por Mendieta. A su paso, destruyeron casi todas las casas de la población, volaron el comando de policía y acabaron con la Registraduría, la Alcaldía, los juzgados, el colegio, la Caja Agraria. El frío saldo: 150 muertos, 200 heridos y 61 policías que fueron tomados como rehenes.
La última vez que habló con su esposa fue esa madrugada salvaje que se convirtió en el preludio del horror que aún hoy, después de cuatro años de haber regresado a la vida, lo acecha en sus sueños. Se ve a sí mismo dormido en la selva con cadenas y un candado anclados en el cuello, con medio cuerpo paralizado, con calambres en la pierna, en el brazo y en el cerebro por la falta de oxígeno, tal como lo vivió en los nueve años, que calcula, llevó puestas cadenas.
“Fuimos objeto de múltiples violaciones del Derecho Internacional Humanitario (DIH). En la selva nos encadenaban por parejas 24 horas al día. Nos amarraban con cadenas a los árboles. Otras veces nos metían en esas jaulas, encadenados o sin cadenas. Las Farc crearon unos campos de concentración como los de los nazis”, dice Mendieta, que se levanta ligero para traer un libro sobre Auschwitz. Lo abre. Pasa las páginas y muestra las fotos. Compara las alambradas de allá y las de acá. Compara la inhumanidad. La tortura psicológica. El trato de animales que recibieron, dice. Recuerda que cerca de la “jaula” había una marranera que recibía de parte de los guerrilleros “un trato preferencial” con respecto a ellos: “Nos daban cinco o máximo diez minutos de agua para todas nuestras necesidades y a los marranos, una hora o una hora y media del líquido”.
Fue igual de inhumana, dice, la que él y sus compañeros de secuestro llamaron “la caminata de la muerte”: tres meses de marcha forzada que empezaba a las cuatro o cinco de la mañana y terminaban más allá de las 4 de la tarde, llegando incluso hasta las 10 de la noche, cuando los guerrilleros intentaban huirle al asedio del Ejército en el arranque del Plan Colombia. Poco a poco, Luis Mendieta se fue enfermando, sus piernas empezaron a inflamarse hasta que un día no pudo caminar más. Fue así durante cinco semanas en las que tuvo que arrastrarse para hacer cualquier actividad. “Cuando me tenían cargado me botaban como quien tira un bulto al piso. Y cuando estaba aún convaleciente me volvieron a poner las cadenas”.
![]() Mendieta pasó años en estas “jaulas de concentración”, como él las llama. 02. En una prueba de supervivencia. 03. Aún conserva de su cautiverio una foto en tela de su esposa e hijos, una novena de Navidad con la que hoy reza y las gafas que dejó el periodista Jorge Enrique Botero, y gracias a las cuales pudo leer y escribir en la selva. Fotos: Archivo particular y Mauricio Moreno / EL TIEMPO |
No es una violación del DIH retener a combatientes en un país en conflicto, lo que los vuelve víctimas es el trato que reciben en cautiverio. Y el general Mendieta pide ser considerado como tal, lo que ha desatado una polémica en ciertos sectores. Hace pocas semanas, criticó la labor de la ONU y del Centro de Pensamiento de la Universidad Nacional en la selección de quienes van a La Habana por considerar que están siendo “invisibilizados”. Y la respuesta del Gobierno no le cerró el paso a su demanda.
La voz de Luis Mendieta está llena de calma. Ni siquiera se altera cuando narra lo peor de su viaje al infierno. Es más emotiva la de María Teresa, la mujer que dice haberlo amado antes y después de que se fuera y seguirlo amando hoy. “¿Sabe qué me molesta? –dice ella–. Que obliguen a la gente a perdonar. Lo más correcto es que la persona que agredió y transgredió su humanidad le pida perdón y sea honesta. Hay más humildad en una víctima que ofrece perdón, aunque la otra persona no lo merezca”. El perdón, dice, tarda en llegar. “Luis lleva mucho dolor adentro, y la gente no entiende”. “Yo llevo 14 años comprendiendo, no justificando, cosas muy complejas del ser humano”. “Yo ya crucé”.
El perdón tendrá que llegar, pero no de cualquier manera. “El perdón es individual. Y lo tienen que pedir primero ellos para podérselo dar. También se debe merecer. Y son los hechos los que demuestran ese merecimiento. Para después pasar a otro proceso, el de reconciliación”, dice el general. Pero ambos coinciden: “Los responsables deben pagar por las violaciones de la normatividad nacional e internacional”.
Mendieta sabe que en La Habana está uno de los “encargados de las jaulas”. Su alias: ‘Julián Conrado’. Al resto de los integrantes de esa guerrilla en los diálogos nunca los ha visto. “Yo no tengo interés ni quiero ir a Cuba. Lo que nos mueve en esta causa es la ubicación de secuestrados y desaparecidos tanto civiles como de la Fuerza Pública”.
–Y si fuera, ¿cuál sería su expectativa?
“Que las Farc comiencen a decir la verdad. Que haya ese proceso de reflexión y contrición, y que quieran dar realmente el paso hacia la verdad”.
Mendieta vive en una casa llena de ventanales para contrarrestar esos 11 años, 7 meses y 13 días de luz esquiva, de humedad y de monotonía cromática, porque en la selva –dice– solo hay café y verde. Desde allí cita un proverbio chino para hablar de la búsqueda de la paz: “Un alumno le pregunta al maestro: ‘¿Cuándo debo sembrar un árbol?’. Y él le contesta: ‘Ese árbol debe sembrarse ya, pero si lo hubieras sembrado hace 20 años ya te podrías cobijar bajo su sombra’. Estoy llamando a que se siembre el árbol de la paz, a ver si en 10, 20 o 30 años nos podemos cobijar bajo su sombra. Es saludable que se inicien los procesos”.
Ese árbol lo sembraron hace casi 32 años Luis y María Teresa. Ambos, y sus dos hijos, que ahora no viven con ellos, han preservado algo que la práctica del secuestro ha roto en Colombia. “No pudieron destruir nuestro grupo familiar”, dice ella.
La primera toma a una capital del país
Cerca de 1.000 hombres del comando oriental de las Farc, dirigidos por ‘Romaña’, se tomaron Mitú (Vaupés), el 1.° de noviembre de 1998, con pipetas de gas y granadas de fragmentación. Había solo 120 policías: cinco oficiales –el de mayor rango era Luis Mendieta, que entonces era coronel–, dos suboficiales, 77 patrulleros, seis agentes y 30 auxiliares bachilleres indígenas.
El centro del ataque fue el comando de la Policía, borrado del mapa con unos 200 cilindros de gas, que fueron lanzados por la guerrilla, según la Cruz Roja, solo el primer día del ataque. La toma duró más de 60 horas, en las que guerrilla incendió la pista aérea, lo que no permitió que llegaran refuerzos porque a la zona no se podía llegar por tierra.
Se llevaron a 61 policías, y poco después liberaron a 54.
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PAOLA VILLAMARÍN
Editora Redacción Domingo