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Uribe

Uribe sabe que todo lo que él diga será tomado por hecho por la gran mayoría.

Quién aquí se atreve a decir que Uribe está haciendo lo que está haciendo por el bien de Colombia. Estamos en el infierno de la campaña presidencial: eso es verdad. Pero quién –luego de padecer en vivo y en directo esa letanía de verdades a medias e infamias que aquel ha estado lanzando a siniestra y siniestra– es capaz de poner las manos en el fuego por la cordura del expresidente. Hay que tener muy alto el umbral de la vergüenza para enlodar a su sucesor, envilecer al fiscal y celebrar al procurador en una sola página. Ya no da risa: da miedo. Ya no es una incomodidad, sino un peligro. Pues es claro que, como un caudillo de manual o un genio de la propaganda (como un lector feroz, mejor, de Psicología de las masas), Uribe sabe bien que se nos ha vuelto un vicio y una fe, y que basta con que él repita su hipnótico monólogo sin matices para despertar en “los colombianos” la tentación de la tiranía: del “que yo no me entere...”.
Uribe sabe que no es solo él, sino su pueblo embrujado, el que ha caído en el desprecio de la justicia, en la obstinada negación de la guerra, en la atracción fatal por el avasallamiento: los tiranos son elegidos en las urnas, señoras y señores, y la libertad no es tan popular como uno cree.
Fue escalofriante esa última entrevista en la W en la que en menos de diez minutos Uribe consiguió convertir la noticia “el presidente se negó a hablar con mafiosos” en el escándalo “Santos fue financiado por el narcotráfico”, e imponer de paso la idea de que la obscena campaña uribista –ya es claro que el candidato es él: pierde uno el tiempo hablando de “Zuluaga”– no es una red de espías recalcitrantes, sino una cruzada “integérrima”: Uribe sabe, porque va unas páginas delante de nosotros, que todo lo que él diga, sea la barbaridad que sea, será tomado por hecho por la gran mayoría; que no hay que hablarle a la inteligencia, sino al miedo de los electores; que, como le dijo Stalin al oído, “el arma esencial para el control político es el diccionario”; que Twitter, por ejemplo, también puede servir para sembrar esa confusión que es la esencia de la manipulación de las masas.
Solo nos quedan nueve días para encontrar un candidato a la presidencia: nueve angustiosos, resbaladizos e indecisos días. Y, como empujándonos al precipicio, una primera encuesta acaba de decir que –gracias a sus golpes de astucia de estos días e igual que hace cuatro años– Uribe va a ganar. Porque no titubea. Porque habrán avanzado las comunicaciones, pero nuestra desinformación sigue y nuestro miedo es el mismo. Porque millones le creen que él es un pobre abuelo de mano firme perseguido por un castrista, que los espías confesos de su campaña (Nixon renunció por menos) trabajaban para estrategas preclaros, y que Santos es el cuerpo cansado de un comunista vendepatrias poseído por el espíritu de Chávez.
Se escucha por los temerosos e irritados pasillos colombianos, a propósito, el vaticinio “a punta de líderes mediocres se nos va a acabar subiendo un Chávez”. Creo más bien que estamos corriendo el riesgo de soportar de vuelta “un Uribe”. Que, tal como va esta campaña tan sórdida, puede ocurrirnos un próximo presidente que reavive la pelea insensata con la pobre Venezuela, que siga impidiendo, a punta de demagogias, que pasemos del complejo de inferioridad a la resistencia, y estire y extienda esta guerra que está ocurriendo ahora mismo como un hábito –mientras escribo, mientras lee– con la complicidad de tantos incautos hechizados por el monólogo tramposo de “la paz sin impunidad”: la historia del mundo está llena de buenas personas al servicio del horror.
Quedan nueve días para las elecciones: ese es el lío. Y yo cumplo doce años de votar en vano contra Uribe.
www.ricardosilvaromero.com
Ricardo Silva Romero
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