En la discusión que hoy se surte sobre la urgente necesidad de reformar la justicia, pero sobre todo la política que la infiltró para corromperla y destruirla, uno de los temas olvidados es la seguridad jurídica de los más pobres y la relación entre la superación de la pobreza y la funcionalidad del sistema de justicia.
A pesar del esfuerzo sostenido en el curso de los últimos 50 años por combatir la pobreza, el hambre y las enfermedades tratables, millones de seres humanos siguen viviendo en la miseria absoluta. En Colombia, tenemos una pobreza del 32,7 por ciento (2012) y una malnutrición del 12,6 por ciento (2010-12).
Cuando pensamos en la pobreza, rápidamente nos enfocamos en el hambre, las enfermedades, la falta de agua potable, el desempleo, la vivienda precaria o el analfabetismo, pero pocas veces ponderamos la vulnerabilidad crónica de los pobres a la violencia. Fenómenos como la violencia sexual, el trabajo forzado, la detención ilegal, el acoso y la amenaza de las pandillas y las bandas criminales, el robo de tierras, el abuso policial, el asalto callejero y la opresión se esconden bajo las privaciones más visibles. Estas condiciones de inseguridad humana no son necesariamente una consecuencia de graves rupturas del orden, sino el producto de la violencia criminal común que acompaña a los pobres, vulnerables por su condición, y que los obliga a vivir en una situación de explotación que aumenta su debilidad, frustrando así su salida de la pobreza.
Pero, por ejemplo, en el caso de la violencia sexual que en Colombia permanece en la más absurda impunidad, la estimación internacional sugiere que una de cada tres mujeres en el mundo es violada, abusada o golpeada por lo menos una vez en su vida. La distribución de esa victimización no es uniforme. La vulnerabilidad se concentra entre las niñas y las mujeres más pobres y menos educadas. El Banco Mundial estima que la epidemia de la violencia sexual mata y mutila más mujeres entre 15 y 44 años que la malaria, el cáncer, los accidentes de tráfico y los conflictos armados juntos; pero como son pobres, no pasa nada.
Gary Haugen y Víctor Boutros ponen un muy serio énfasis en The Locust Effect (Oxford 2014) en este tema en particular: los efectos nocivos de esta violencia cotidiana sobre los menos favorecidos del mundo efectivamente anulan y revierten todo lo que se está haciendo para mejorar sus vidas, porque “si no estás seguro, nada más importa”.
Mientras la seguridad pública en los barrios periféricos se deteriora, se han creado sistemas paralelos de seguridad privada que funcionan de una manera bastante abusiva pero afortunada para quienes pueden pagarla. De esta forma hemos institucionalizado una ciudadanía de segunda clase, a la que se le niega la salida de su condición de pobreza, pero, además, la libertad más fundamental de todas: el derecho a vivir libres de miedo.
Ni nuestros sistemas de seguridad pública, ni las garantías de la justicia están diseñados para proteger a la gente de los criminales, sino a los poderosos de la gente. Los grandes hampones de este país no sufren las humillantes condiciones de hacinamiento en las cárceles. La presunción de inocencia y las garantías más fundamentales no operan para los ladrones de caldo de gallina, y es eso, exactamente, lo que tiene que cambiar. La lucha contra la pobreza y la inequidad pasa necesariamente por un cambio radical en el tratamiento que tienen los ciudadanos ante la ley y por mejorar los esfuerzos para proteger a las comunidades pobres de la brutalidad física y el abuso humillante que les hacen imposible salir de la miseria.
Natalia Springer