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Julio Cortázar vivía en París, pero escribía en Buenos Aires

A raíz de los 30 años de su muerte, un relato de la relación del escritor con la ciudad que dejó.

JOSÉ VALES
Dicen que Julio Florentino Cortázar murió en París aquel 12 de febrero de 1984 con los zapatos puestos. Nadie alega haber sido testigo de semejante detalle. Ni su exesposa y amiga entrañable, Aurora Bernardes, la única testigo del momento final del que fuera el escritor argentino más versátil y transformador y, por qué no, de uno de los más queribles en América Latina. Nadie logró corroborarlo, pero aquel día en el gélido París, tenía los zapatos puestos.
Llevaba viviendo allí desde 1951, cuando agobiado por las formas de un peronismo que lo invadía todo, había llegado a la conclusión de que se sentía asfixiado en Buenos Aires, su ciudad –a pesar de haber nacido en Bruselas 37 años antes–, la que siempre había despertado en él su deseo más grande.
Aquí había traducido ya a André Gide y a Chesterton, y en colaboración a Édgar Alan Poe; ya había escrito su memorable crítica sobre Adán Buenosayres, de Leopoldo Marechal, y su célebre Casa tomada; ya había publicado el volumen de cuentos La otra orilla, su novela (la primera) Divertimento y El examen, que vio la luz poco después de su deceso pero que permite percibir al Cortázar que vino una década después en términos literarios y avizorar las razones del por qué decidió abandonar su país y su ciudad, a la que le dedicó la mayor parte de su obra.
Se había agotado de los desvíos que ya manifestaba el país, al que siempre iba a analizar y criticar en cartas o en público, y, sobre todo, necesitaba seguir viviendo en el estado que mejor le sentaba a su gigantesca humanidad: el literario.
Había regresado de una estadía en la ciudad de Mendoza como profesor universitario, en 1946, con la intención de vivir aquí “para siempre”. Pero con el correr de los años, esa ciudad que él solía devorarse paseando por barrios perdidos, en veladas boxísticas y noches de jazz o tertulias literarias; la que le permitió codearse con Borges y admirar a Ramón Gómez de la Serna, se fue convirtiendo en lo que él rebautizó ‘Peronlandia’, desde que el peronismo irrumpió en la esfera política en 1945. Por eso y por un europeísmo que llegó a entender como “lógico” –ya que había nacido allí, por azares familiares–, Cortázar ya prometía desde sus primeros días en París quedarse allí “de por vida”. Se fue y como principal equipaje se llevó la materia prima con la que construyó la parte esencial de su obra.
A veces más, a veces menos, siempre se vio obligado a explicar el por qué de aquella decisión. En entrevistas o en cada uno de sus seis viajes de visita a Argentina. “Nos molestaban mucho los altoparlantes gritando en las esquinas ‘Perón, Perón, que grande sos’. Porque se intercambiaban con el último concierto de Alban Berg que estábamos escuchando...”. Fue décadas después, Revolución Cubana mediante, cuando Cortázar revisó su antiperonismo de entonces, pero no esa ambivalencia que desde 1946 había comenzado a sentir por esa ciudad a la que narró, reinventó y recorrió literariamente como nadie.
“Yo no me considero una persona que escribe en español. Yo escribo en argentino y, por qué no, en porteño”, solía repetir. Y ahí están algunos de sus relatos para corroborarlo, como Torito o Segundo viaje.
Ciertos sectores políticos y algunos círculos literarios no le perdonaron esa distancia ni sus posturas de entonces y, por qué no, de las herramientas con las que escribía. El humor a prueba de todo y un genio que lo llevaba del tango a la plástica, del jazz al tango y los arrabales bonaerenses. Tampoco tomaban en cuenta esos sectores cuando él, entre 1976 y 1983, combatió con fervor militante a la dictadura militar, denunciando las violaciones de derechos humanos y recibiendo en París a los refugiados políticos. “Lean mis libros y verán que son muy argentinos (...) encontrarán que tal vez no me haya ido nunca de Buenos Aires”.
Y en sus libros y en sus cartas están los rasgos de lo que fueron su literatura y su vida cotidiana. También en sus personajes como Horacio Oliveira y Manolo Traveler, el Del lado de allá y el Del lado de acá, en Rayuela.
Cortázar vivía en París, pero escribía en Buenos Aires. No faltan ensayos ni investigaciones al respecto, pero hay una carta que le escribe, en 1953, a su amigo Eduardo Jonquières y que Diego Tomasi rescata en su libro Cortázar por Buenos Aires, Buenos Aires por Cortázar, en la que una década antes de la publicación de Rayuela (1963) ya brindaba pistas del por qué debía estar de los dos lados: en “El de acá” y en “El de allá”.
“Es asombroso advertir cómo una cadena de decisiones puede modificar una vida y su circunstancia. Por lo menos la circunstancia de modo tan radical. ¿Soy yo aquel que traducía pasaportes en la oficina de la calle San Martín. ¿No estaré todavía traduciendo? Deberías ir a ver”.
Ya no existe ni el café Richmond de Florida, donde conoció a Aurora,ni la London, donde pasaba sus horas en tertulias, pero sí esa oficina en San Martín 424 segundo piso 17. Por allí pasaba Cortázar, para certificar si su parte porteña estaba allí, en cada una de sus cinco visitas a Buenos Aires, previas a aquel último viaje, que comenzó el 30 de octubre de 1983, en plena efervescencia por la recuperación de la democracia.
No más amigos
A diferencia de los primeros viajes, cuando se aburría o lo abrumaba la situación social y política, en los últimos disfrutaba de ser un escritor popular. Le encantaba que los voceadores de periódicos lo reconocieran en la calle y que las señoras lo saludaran y le dijeran que lo había leído, pero el país le dolía cada vez más profundamente, como dejó testimonio en innumerables cartas, luego de cada una de sus visitas.
Si bien en 1973, luego del triunfo del peronismo proscrito durante 18 años, Cortázar presentó El libro de Manuel (el texto más abiertamente político de toda su obra) en medio de cierto hostigamiento por su condición de antiperonista y por vivir en París. En este logró revisar sus posiciones políticas, en parte gracias a su adhesión a la Revolución Cubana y sentar las claves de su relación con “la mujer” de su vida.
“Hubo un tiempo en que Buenos Aires y yo dejamos de ser amigos. Como cuando uno se pelea con una mujer, a pesar de lo cual la sigue queriendo. Para mí, las ciudades son siempre mujeres. Mi relación con ellas ha sido siempre la de un hombre con una mujer (...) Buenos Aires es, de alguna manera, la mujer de mi vida. Esa que queda ahí a pesar de todo, y (...) digamos, París es la gran amante (...)”.
A esa mujer volvió para despedirse 10 años después. Aquel 30 de octubre, a escasos 10 días de la asunción de Raúl Alfonsín, un Cortázar enfermo llegaba en el mismo vuelo que un reconocido dirigente sindical. En el aeropuerto, un nubarrón de periodistas, lo obviaron casi por completo. Todos esperaban al sindicalista.
Unos días después, en una fugaz e improvisada rueda de prensa, volvió a repetir qué significaba Buenos Aires para él. “Es como si no me hubiese ido. Yo a Buenos Aires lo llevo puesto como otros llevan puestos sus zapatos (...)”.
Fueron días muy agitados para su ya frágil humanidad. Los dividió entre estar con su hermana y madre, nonagenaria por entonces; con algunos amigos y recorrer los rincones que solía frecuentar el “Del lado de acá”. Dio varias entrevistas en las que se le volvía a cuestionar sobre su “argentinidad” y el por qué había aceptado, en 1981, la nacionalidad francesa. Y, por último, el desplante que el inminente gobierno de Raúl Alfonsín le tenía reservado.
Nunca lo recibieron. Como si su influencia y poder de innovación fueran un pecado para un escritor. No esperó a la posesión presidencial. Se fue el 7 diciembre con la promesa de regresar en marzo para quedarse dos meses. No fue posible, como tampoco fue posible ahora, 30 años después, cuando se conmemoran 100 años de su nacimiento, que exista un año cortazariano o un homenaje a la altura de su obra y de una sencillez y don de gente que en este país y por estos días, representaría un acto revolucionario, como lo fue en su momento Rayuela.
En aquel último viaje, como ahora, lo homenajearon y lo siguen homenajeando sus lectores. Ellos que lo siguen sintiendo, próximo, “Del lado de acá”. Entendieron el mensaje oculto en sus relatos y hasta siguieron al pie de la letra esa última recomendación aquel 7 de diciembre, al pie del avión, cuando dijo “lean mis libros y verán si soy argentino o no”. Por eso, aunque no hayan sido testigos, tienen la certeza de que Julio, el entrañable Cronopio, se fue de este mundo con los zapatos puestos.
JOSÉ VALES
Corresponsal de EL TIEMPO
La escritura como un oficio del riesgo
Por HUGO CHAPARRO VALDERRAMA
Escritor y crítico de cine
¿Por qué Cortázar de nuevo? ¿No es suficiente con lo que ya se ha leído? ¿Cuando ya se ha dicho todo y lo que no se había dicho se intenta decir mejor? ¿Revelando otras sorpresas alrededor de su obra y de su vida hecha obra en términos literarios? ¿Sumándose a la órbita del escritor que despierta una pasión juvenil los volúmenes de cartas que trazan su biografía; el libro que recopila las clases que dictó en Berkeley; las fotografías de su intimidad visible presentadas en un álbum biográfico, Cortázar de la A a la Z, como un fetiche portátil a los veinte años de su muerte y, por azar y coincidencia, a los cien años de su nacimiento? ¿Por qué podría ser Cortázar el hermanito mayor de una generación que escribe en Iberoamérica sin olvidar la enseñanza de su oficio hecho estilo como una invención fantástica?
Porque a estas preguntas, y a las que puedan surgir, la presencia de Cortázar descifrada por sus libros es una aventura auténtica que favorece al lector de una manera entrañable, haciendo de la criatura que desliza la mirada por alguna de sus líneas alguien libre y capaz de comprender la escritura como un oficio del riesgo. Porque volver a Cortázar renueva sin cesar la gracia de una sorpresa que avanza con nosotros en el tiempo. Porque París fue una fiesta cuando en los años 60 Cortázar publicó los cuentos que nos siguen deslumbrando para aterrizar después en el juego de Rayuela
–una novela arriesgada, incluso para los lectores que empiezan a verle canas, pero no pueden negar que Cortázar se atrevió con la convicción más firme de no traicionarse nunca–.
Recordándonos los años de una generación vulnerada por las dictaduras. Cuando Cortázar se impuso ser solidario sin límites. Incluso siendo inocente ante la Revolución Cubana. Escribiendo al ritmo de la historia que le había tocado en suerte. Denunciando el miedo que estremeció al continente. Logrando encajar las piezas de la obra y del autor detrás de esa obra, como una lección que ahora es más necesaria que nunca, cuando la literatura se convirtió en espectáculo y los riesgos desconciertan a editores sin audacia, habituados a las normas antes que a las excepciones. Tendríamos que citar de nuevo la frase de André Gide que le gustaba a Cortázar: “Todo se ha dicho ya, pero como nadie escucha, hay que decirlo de nuevo”. Por eso el retorno insistente al autor que continúa como un compañero de viaje que no defrauda en la ruta.
JOSÉ VALES
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