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Un 'viaje' al paraíso de la marihuana recreativa

Colombia está viva en este capítulo de 'La sonata del peregrino', novela de Alfonso Carvajal.

ALFONSO CARVAJAL
El vuelo fue un ardid del tiempo. Despegó a las seis de la tarde de Caracas y llegó a las cinco de la mañana a Ámsterdam. Desde el avión vio las tonalidades del amanecer y a una ciudad sumergida en el agua. Finalizaba el otoño y Ámsterdam tenía un color púrpura, producto de la falta de sol o del resplandor de su arquitectura que abarcaba íconos del siglo XVI hasta nuestros días.
Tocó por primera vez tierra europea en el moderno y gigantesco aeropuerto de Schiphol. Sintió una felicidad extraña y efímera. Entraba a un mundo desconocido y querido, gracias a su relación con el arte del Viejo Continente. Pasó la severa requisa de las autoridades, rayos X y las preguntas de rigor: a qué viniste, es la primera vez, a qué te dedicas... todo debido al color y nacionalidad de su pasaporte; bromeó con el sabueso que lo atendió, un desconfiado y eficaz ciudadano holandés de origen portugués, quien no había leído a Saramago y hablaba con soltura el español. Eso le dio al señor P algo de glamour y confianza en sí mismo.
Se instaló en el Misc Eatdrinksleep, un sencillo hotel de dos estrellas muy cerca de un gran canal y de la plaza Nieuwmarkt, un lugar pintoresco incrustado en el centro de la ciudad. En el atardecer salió a caminar. Conoció la Estación Central, que posee una impresionante fachada y que fue construida en el siglo XIX. Es un edificio de 306 metros de largo y 30 metros de ancho flanqueado por dos torres, que le dan a su arquitectura el carácter de “nueva puerta” de la ciudad. Allí sintió el vértigo de los trenes que llegaban y salían para cualquier ciudad de Europa. Al salir de su travesía turística lo recibió una imagen que no olvidaría, un puente de piedra y una incipiente noche multitudinaria, un color de cielo desconocido, de nata pasteurizada, de anuncio invernal. Se habían prendido las primeras luces de los faroles, y algo empezaba a hervir, en esa ciudad, algo, que lo jalaba con fascinación a sus misteriosas entrañas.
Entró al Barrio Rojo, un laberinto de sexo y droga, vio a mujeres en jaulas de cristal, exhibiendo el portento de sus carnes y la diversidad de razas a los acostumbrados transeúntes, a jóvenes malencarados susurrando éxtasis y LSD, restaurantes de comidas internacionales, una torre de Babel en combustión, un perverso murmullo que la noche intensificaba; ingresó al primer coffee shop que encontró, lo atendió un camarero de origen asiático, le pasó el menú: marihuana tailandesa, hawaiana, colombiana la nuestra, hachís de Pakistán, y B-52, una marihuana holandesa cultivada en vivero hidropónico, muy recomendada por la casa. Pidió esa, le trajeron una bolsita con la hierba empacada al vacío, y un par de cueros, se armó un cigarrillo y pidió un agua aromática con sabor a mandarina, miró a su alrededor y le pareció estar en un salón de té, la gente fumaba y conversaba normalmente, fumó su pedido, agazapado entre la multitud, se había subido en un bombardero, cuando se dio cuenta, volaba en cielos inéditos, los efectos de la cannabis le dieron risa, le exaltaron la mente, afloró la imaginación como un corcho de champán, pensó en una ciudad habitada solo por una sinfonía de cerebros excitados, se reía solitario, sintió vergüenza, luego claustrofobia y necesitó de más aire para que sus ideas volaran libres y salió a caminar, afuera lo recibieron luces de colores y el murmullo ininteligible de sus prójimos.
Decidió visitar los canales que le parecieron pinceladas de ficción, había anochecido y el color del agua era de un azul sobrenatural, vio a los paseantes en góndolas adornadas con faroles de fiesta surcar silenciosamente los laberintos del tiempo; algo lo puso a volar en otra dirección, una excitante e impostergable cita, ¿dónde?, en la vereda de las vitrinas, se entusiasmó como solía hacerlo en idénticas situaciones, y se dirigió al vértigo con los pasos lentos de un camello sonámbulo, fue a mirar vitrinas, en la primera encontró tres rubias de azulísimos ojos ataviadas con una finísima ropa interior, holandesas, rusas, polacas, de Georgia, tal vez; en la siguiente observó unos matices seductores: una negra delgada y sinuosa como una pantera de las sabanas de Ghana; una rubia de ojos azules, blanca como una garza, y una muchacha de piel acanelada que le robó la atención, podía ser de Tailandia o una de las nativas que pintó Gauguin en esas islas paradisíacas que le trastornaron benéficamente su pintura, le sonrió con timidez, debería tener unos 23 años, no más, lo invitó modelando el fruto curvo de su cuerpo, él dudó, mientras un inquieto japonés les tomaba fotos, flashes que iluminaban esporádicamente la noche.
Decidió dar una vuelta a la manzana, era un rasgo típico de su carácter, para bajar los nervios, el sexo lo ponía alerta, una mezcla de adrenalina y miedo lo sitiaban, se enamoraba de imágenes, de fugacidades, la muchacha era de pelo negro y una desnudez insinuadora, equilibrada, su espalda terminaba en un precioso culo, la grabó en la mente, le daba vueltas como si estuviera examinando una fotografía, eso excitaba su deseo, animaba sus siguientes pasos, repasó esa sonrisa pícara, de mentira, el volumen estético de sus nalgas, caminó perdido entre luces y la noche libertina, caminó elíptico, zarpó sinuosidades y volvió al lugar de los hechos, encontró al fotógrafo japonés que lo intimidó pero ignoró su paciencia oriental.
La vio rotunda, allí estaba intacto el deseo, le volvió a sonreír, no resistió el guiño de cazadora, se acercó y ella le indicó una puerta paralela, ingresó a un cuarto sencillo, una cama, un baño, una mesa de noche y una lámpara inútil, estaba desconcertado, le hablaría en inglés, cómo se entenderían, era muy joven, cierta tristeza cubría sus ojos negros. ¿What is your name?, dijo por fin, Antonia, respondió ella, y en el tono descubrió un dejo conocido, una sonoridad familiar, una tailandesa llamada Antonia…, y usted? dijo ella, yo, P. Usted es colombiana, y usted es colombiano. Sí, rezaron al mismo tiempo, se rieron y abrazaron. Yo pensé que usted era de Tailandia, y yo que usted era español. Soy de Natagaima, Tolima, no lo puedo creer exclamó P. Y qué hace acá, la vida, la pobreza, buscando otras oportunidades. Estuve un tiempo en Japón, pero me sacaron corriendo la comida, puras hierbas y carne cruda, el idioma, y unas costumbres muy raras. Una amiga holandesa me trajo a Ámsterdam y llevo tres años por acá, no me quejo, sostengo a mi mamá y tres hermanos en Colombia. Aquí hay gente mala, buena, regular, gente de todo el mundo y euros. ¿Y usted?, pues paseando, estoy en un trimestre sabático y mirando a ver qué hago, luego voy a España. Y cómo están las cosas por allá, iguales, la historia no cambia, la desigualdad, un paraíso de contrastes, un vividero de mierda y placer…
–No me va a pedir rebaja, son precios únicos –dijo Antonia. P la miró desconcertado. –Es una broma hombre, es que el otro día vino un compatriota de Medellín y me lo pidió fiado.
Se desnudaron y acostaron como dos hermanitos. Se hicieron el amor en paz, se consintieron, se murmuraron palabras bonitas, compartieron con abrazos su exilio, qué hermoso culo le dijo P mientras besaba esas curvas inclinadas y recias, morenas, tostadas por un trópico ausente, qué color de piel tan hermosa y tersa, qué ricura de cuerpo, cuerpito, cuerpote.
Ella sonreía y lo invitaba a decirle más cosas dulces, él la palpó, la olió, la besó, la palabreó, mujerona, mujercita, niña tibia, mujer, labios morados de agua, ojos alazanes. Agradecieron al azar el encuentro, besó su redondez y lamió otra vez su portentoso trasero, luego merodeó sus tetas como a las crestas de un cielo nocturno y se hundieron silenciosos en el lejano río de la patria.
ALFONSO CARVAJAL*
Periodista, poeta y narrador. Columnista de EL TIEMPO
ALFONSO CARVAJAL
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