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Jesucristo, Inc.

Eduardo Escobar
Las grandes ideas tienden a deformarse a medida que se alejan de sus lugares de origen y de su tiempo, sobre todo las descabelladas que son las más durables, y están relacionadas con grandes espantos. El cristianismo está fundado en el drama del sacrificio de un inocente. Y en el absurdo de su glorificación posterior. El cristiano espera después de la muerte como añadidura compensatoria la resurrección.
Nada más, nada menos prometió el cristianismo. Y por un proceso oscuro, a partir de la hiperactividad de un exsargento, la promesa se enturbió y la alucinada esperanza de unos pescadores, un recaudador de impuestos y una muchacha de mala fama, derivó hacia los obispos coronados y las amarguras inevitables del poder.
La reelaboración del mensaje pacífico de Jesús por San Pablo culminó en las cruzadas asesinas. Como si la desmesura de la propuesta de la eternidad hubiera estado condenada por necesidad al exceso: a las quemas de cátaros, a los juicios de herejes y brujas, al potro y los sambenitos. Y todo paró en la banalidad de las iglesias de garaje. Donde la idea fatigante de la inmortalidad se transmutó en la ilusoria prosperidad burguesa. Los trajes de seda, los automóviles de alta gama.
En todas partes, en las regiones más pobres del mundo sobre todo, después de las crisis del catolicismo en la segunda mitad del siglo XX con sus curas guerrilleros, curas paracos, curas banqueros fraudulentos, pederastas o con barragana, las basílicas se desocupan y los fieles se echan en brazos de los pastores calvinistas. Es el fracaso de Pedro por sus pecados según constan en los evangelios.
Los más necesitados de ilusiones y consuelos metafísicos salen de Guatemala para caer en Guatepior. En la pornografía de la religión que consiste en nombrar una iglesia ‘ministerial de Jesucristo Internacional’, por ejemplo, tan cerca del descaro de Jesucristo, Inc. La promesa de la salvación transmutada en maquinaria sicalíptica. Ya no para construir catedrales que demoran siglos en amasarse sino mansiones con piscinas climatizadas en la Florida. Y para amarrar a la cruz del hijo del carpintero y al telar del discípulo de Gamaliel la ramplonería de un partido político.
Eso lo llamaron en tiempos más honorables: simonía. El comercio de la gracia, el baratillo de los dones del espíritu santo, la feria de las profecías. Uno trata de imaginar a qué les sabe la vida a los traficantes de misericordias, a los aprovechadores de los miedos ajenos, que convierten los fantasmas de su prójimo en sus vacas lecheras. Y le enseñan a blanquear los ojos mientras le voltean los bolsillos.
Tengo un vecino. Bondadoso y pobre. A veces viene a mi casa a rebuscar unas sidras en el rastrojo. Es que no tenemos qué echar en la bendita olla, me dice y sonríe. Fue chofer de bus en Barranquilla. Es diabético. Tiene mujer y dos hijos. Y me gusta conversar con esa alma de Dios. Hace días me dijo: hoy estamos peor de jodidos porque pagamos el diezmo del templo. Estábamos atrasados. Y yo le dije. Hermano, no crea en pastores capaces de exigirle un diezmo por el derecho de incluirlo en la comunidad de los santos.
El que le cobre a usted por leerle una epístola de San Pablo los sábados es un canalla. Y seguro se juega su plata en Las Vegas. O la gasta en champaña. Y él puso cara de desamparo. Y yo supe que lo escandalizaba. Y que el hijo del carpintero había fracasado en su empeño de mejorar a los hombres y estaba condenado a la cruz todos los días por causa de la sinvergüencería de los avivatos y los manipuladores de la fe.
Coda. La profetisa Piraquive tal vez se justifica en el Levítico para impedir que los cojos y los mancos accedan al púlpito. Pero la irrisoria teóloga ignora adrede el versículo de Pablo que prohíbe a las mujeres hablar en el templo.
Eduardo Escobar
Eduardo Escobar
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