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La vida del ex primer ministro israelí Ariel Sharon, en gris y rojo

Aunque al final asumió una posición moderada, en pro de la negociación, su legado es agridulce.

ENRIQUE SERRANO
Aunque al final de su vida asumió una posición moderada, en pro de la negociación, el legado del ex primer ministro israelí es agridulce.
El mundo es opaco y casi nada se conoce completamente. Incluso en el caso de un conflicto tan tratado como el palestino-israelí, hay tanto que no sabemos que nuestros juicios al respecto son necesariamente incompletos y sesgados. El tiempo suele brindar algunas luces a los que persisten en la idea de comprender guerras, nacionalismos, crímenes y odios inveterados. Pero aún así, mueren sus protagonistas sin que sea posible esclarecer del todo el significado de sus acciones y motivos.
Ariel Scheinemann, llamado Sharon, hijo de un judío emigrado de Azerbaiyán, era un sabra, es decir, un nativo de Israel, anterior a la formación del Estado. Nació a finales de febrero de 1928 en Kfar Malal y se formó en ese 'moshav' cercano a Jerusalén, y vivió apuntalando toda su vida el proceso de construcción y consolidación del estado de Israel, a como diese lugar, y poseído por los más apasionados sentimientos y la más indeclinable firmeza en la defensa de su causa. La lucha en Israel se ha hecho tan diferente de la de los primeros tiempos, que pioneros del rudo movimiento sionista como él se ven hoy como violentos o intransigentes defensores de una utopía insostenible, asesinos implacables y fanáticos nacionalistas.
Desde la infancia participó en actividades relacionadas con la construcción del estado israelí a viento y marea, y tenía 18 años cuando el grupo radical Irgun Tzvai Leumi llevó a cabo el atentado al hotel Rey David contra el mandato británico en Palestina, el 22 de julio de 1946. Adolescente rebelde y despierto, y partisano convencido de su causa, supo manejar desde entonces, y con destreza, todo tipo de armas, bombas y arsenales, y leer todo lo relacionado con guerra de guerrillas y acciones de sabotaje.
A los 20 años vio nacer el estado que era el sueño de Theodore Herzl, David ben Gurion, y el suyo propio. Hombre de acción de principio casi a fin, participó junto con Menájem Begin, Isaac Rabin e Isaac Shamir en las actividades secretas, y luego en el Ejército, que les permitieron con éxito intervenir en sendas guerras de 1948, 1956, 1967 y la de Yom Kippur en 1973. Entre el manejo de armas y la planeación de estrategias militares, transcurrió su vida como comandante de campo y realizador de hazañas decisivas para la suerte del Ejército y de la nación. Su fama en acciones bélicas eclipsaría –por lo recurrente de sus éxitos– incluso a la del mítico comandante Moshé Dayán, vencedor absoluto en 1967.
Tras su victoria extraordinaria en la batalla de Abu-Agelia en el Sinaí durante la Guerra de los Seis Días, se le denominó el ‘Rey Arik de Israel’ y el ‘León de Dios’, por la ferocidad certera con la que ejecutó las acciones que derrotarían sin remedio a las fuerzas árabes desorientadas, que terminarían cediendo incluso el control del canal de Suez. Cercó con brutal eficacia al Tercer Ejército egipcio durante la guerra de Yom Kippur, y destruyó toda resistencia que pudiera amenazar su victoria. Se cuenta que conocía los nombres y misiones de todos los oficiales de su ejército con un rigor que recuerda los tiempos de Napoleón Bonaparte.
Luego de sus hazañas bélicas y consolidado como un líder militar casi invencible, ingresó al partido conservador Likud para hacer una carrera política sionista y nacionalista, secular, pero obsesiva respecto a la victoria definitiva del Estado sobre la causa rebelde palestina.
Fue nombrado Ministro de Defensa en 1982 en el gobierno de Menájem Begin, durante el cual se llevó a cabo la gran invasión del Líbano, y las tristemente célebres matanzas de Sabra y Chatila, barriadas del sur de Beirut en las que murieron más de 6.500 civiles inocentes. Por este crimen impune, la imagen de Sharon fue seriamente afectada durante varios años, y tuvo que retirarse de su carrera política hasta finales de los años 90. No obstante, lideró la oposición al proceso de Oslo que se inició en 1993, y junto con sus aliados, logró quitarle a la Hoja de Ruta parte de la fuerza que habría podido conducirlo a un acuerdo definitivo en el 2000, cuando casi todo estuvo listo para lograr tal hazaña.
Solo hasta 1998 recuperó su prestigio y el control de su partido, cuando Benjamín Netanyahu lo nombró Canciller de su gobierno y líder de una nueva estrategia diplomática. Abanderado de los asentamientos en territorios ocupados y hostil a toda concesión territorial a los palestinos, llegó incluso a pasearse de modo desafiante por la explanada de las mezquitas de la ciudad vieja de Jerusalén en septiembre del 2000. Esta y otras acciones similares le permitieron desatar la fiebre del nacionalismo político en Israel y obtener una gran victoria en las elecciones del 2001, tras los atentados de las organizaciones palestinas religiosas y seculares perpetrados en los meses anteriores.
Como Primer Ministro, realizó una campaña violenta contra el liderazgo palestino, especialmente en cabeza de Yasser Arafat, a quien jamás reconoció como interlocutor válido. Así también, sus operaciones militares contra ciudades y campos de refugiados en Cisjordania produjeron matanzas terribles, como la de Jenin en 2002 y la de Jabaliya en 2004. Durante los años de su gobierno, el Mossad realizó ataques sistemáticos en Líbano y Egipto, Franja de Gaza y Cisjordania que diezmaron el liderazgo de Hamas, Hezbollah, Al-Fatah y las Brigadas Islámicas, fortaleciendo la fórmula “paz por seguridad” que desafiaba a la antigua alternativa de Oslo denominada “paz por territorios”.
Tras los acontecimientos del 11 de septiembre del 2001, Sharon consiguió que el Gobierno norteamericano se aliase a su estrategia de hechos consumados, cambiando su política exterior y aceptando la construcción del muro de seguridad y el plan de desconexión de Gaza, a pesar del rechazo unánime de la comunidad internacional y del fallo condenatorio del Tribunal de La Haya a la ejecución de tales iniciativas.
Un último giro
Sin embargo, a partir del 2005, Ariel Sharon asumió una actitud muy distinta a la que había marcado su vida anterior, casi opuesta de hecho y partidaria de la moderación y las soluciones negociadas, y produjo un quiebre dentro de su partido para formar la coalición Kadima –que en hebreo quiere decir adelante– ganando las elecciones para llevar a cabo un gobierno nuevo, que hizo concebir esperanzas a los partidarios de una paz renovada en Cercano Oriente.
Cuando apenas iniciaba esta etapa política, la enfermedad lo asaltó y lo sumió en el coma del que solo lo despertaría la muerte el pasado 11 de enero. Durante los años de su convalecencia, el conflicto palestino-israelí no ha evolucionado favorablemente. Muy al contrario, parece estancado sin remedio, en virtud de sus muchas contradicciones internas y de la adición de nuevos elementos que han multiplicado su complejidad.
Los conflictos internos en Egipto, Libia, Siria, y Líbano, la ayuda de radicales iraníes a los grupos extremistas islámicos en el Líbano y la Franja de Gaza, la guerra civil en Irak, etc., no contribuyen para nada a que esta situación se resuelva, al menos parcialmente. El gobierno actual de Netanyahu parece más cercano a las directrices de Kadima que a las de los viejos halcones del Likud, pero ni el muro ha caído, ni los asentamientos ilegales han disminuido, ni el peligro de atentados letales ha cesado. La tensión y el odio inveterados entre palestinos e israelíes ceden por momentos, pero luego regresan con renovado furor, causando incidentes y poniendo en vilo a la comunidad internacional, ya exasperada con la inútil espera de la paz.
El legado de Ariel Sharon es por todo esto, agridulce, entre el gris y el rojo, y muy a pesar de sus victorias, constituye un ejemplo de dureza y tozudez que el mundo no está dispuesto a estimar hoy, pero del que no sabe librarse. Por eso resulta tan importante pasar revista sobre el camino recorrido por personajes como él. La situación de la mayoría palestina sigue siendo deplorable y la represión de la que es objeto, inaceptable.
Sin embargo, viendo las cosas con neutralidad y distancia, el estado de Israel tiene sus razones y sus argumentos para defender un statu quo tan paradójico y desigual porque sostiene que de él depende todavía su propia subsistencia y el equilibrio de una región vital para el mundo entero. Este es un caso en el que un observador sereno puede percatarse de que se cometen injusticias muy graves contra un pueblo casi indefenso e inocente, pero, al mismo tiempo, es preciso aceptar que no se ha podido encontrar una fórmula mejor –ni por la razón, ni por la fuerza– que pudiera dar paz y estabilidad a las naciones enclavadas en un área del mundo que nunca ha podido respirar aires de tranquilidad, confianza y convivencia, como los que se viven en otras zonas de la tierra.
Sobre el autor
Enrique Serrano es investigador de la U. del Rosario. Doctor en Filosofía, tiene una maestría en análisis de problemas políticos internacionales.
ENRIQUE SERRANO
Especial para EL TIEMPO
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